Al término del concierto, ni un aplauso, ni un ruido. El organista recogió en un segundo sus cosas y desapareció. Los jubilados se abrigaron el cuello y fueron desfilando ordenadamente hacia la puerta. Los más jóvenes, con mayor o menor descuido, hicieron otro tanto. Si hubiera habido una mosca allí dentro, habría sido todo un alboroto. Yo permanecí sentado, hasta que la anoréxica, sin dejar de escrutar el suelo, adelantó su paraguas para conminarme a que la dejara pasar. Aquel paraguas me hizo reparar, una vez que le hube cedido el paso y me dispuse a salir yo también, en que todos iban provistos de un ingenio semejante.

En la puerta me saludó un frío glacial. Apenas la traspuse, pude constatar que estaba diluviando. Arrebujados en sus gabardinas y protegidos por sus paraguas, los asistentes al concierto despejaron rápidamente. Y allí me quedé yo, helado, solo, o peor, en compañía del mendigo que cubría aquella parroquia y de una mujer sin paraguas que se situó al otro extremo de la entrada. Repelí al mendigo con un par de marcos y empecé a intercambiar, fastidiosamente, miradas de reojo con la mujer. Tendría unos cuarenta y cinco años, era pelirroja (quizá con la ayuda de algún tinte) y sus ojos azules llamaban bastante la atención en un rostro muy bronceado. Mucho más que el mío. Aunque mi raza sea proverbialmente cetrina, algún antepasado de dudoso origen imprimió en mis cromosomas una poderosa resistencia a que mi piel se pigmente por efecto de la luz solar.

Aquella mujer, envuelta en su gabardina impoluta, aguardando como yo a que escampase, me incomodaba sobremanera, pero también me resultó inesperadamente atractiva. Era una alemana de tantas, mayor, y he de consignar que nunca me han gustado los cutis demasiado bronceados.

Sin embargo, tenía una figura aceptable y un semblante juvenil, y había algo incitante en su mirada. Transcurrieron quince minutos. Yo iba y venía bajo el soportal. El mendigo contemplaba la lluvia, acurrucado en un rincón. La mujer amagaba sonrisas que sólo podían estar destinadas a mí. En cualquier otra circunstancia habría podido descartar mi candidatura en favor de cualquier otro sujeto: en aquélla, sólo competía con el mendigo. Parecía inevitable cambiar alguna palabra con ella, pero a medida que pasaban los minutos se me hacía más forzado iniciar una conversación que había estado esquivando cada vez durante más tiempo. AI fin ella se dirigió a mí. En un diáfano alemán, lamentó el tiempo que hacía. En algo mucho más confuso y que sólo remotamente era alemán, me adherí a su lamentación. Luego dijo algo acerca de lo que tendríamos que esperar, a lo que repuse que confiaba en que no mucho, lo que acaso fuese una falta de deferencia. Inevitablemente, me preguntó si era italiano. Siempre que estoy en un país sajón me confunden con un italiano. Cuando le informé de mi verdadera nacionalidad, abrió mucho sus límpidos ojos azules. Antes de pedirle perdón por no ir vestido de torero, para que fuera sencillo identificarme como una criatura exótica, le confesé mis dificultades para expresarme en alemán y le pregunté si hablaba inglés.

– Yes, I do.

Desde ahí fue más fluido nuestro coloquio. Conocía mi país, esto es, alguna de sus playas y los restaurantes y discotecas que construyen junto a ellas, donde a los turistas les hablan en su idioma para que no tengan más sensación de haber cruzado la frontera que el sol bajo el que cultivan alguna futura variedad de melanoma. Con todo, era una mujer extremadamente amable, o por decirlo en el idioma en que la juzgué, que era el que me servía para comunicarme con ella, a very nice lady. Charlamos acerca de cuatro o cinco tópicos, sin que la experiencia se me hiciera insostenible.

En esto, la lluvia remitió parcialmente. Tal vez de no estar cansado, o desanimado, o fuera de sitio, me habría abandonado a lo que resultara de aquel encuentro. Por alguna razón, no me pareció lo procedente. Declaré tener prisa y me mostré dispuesto a afrontar lo que en aquel instante caía del cielo. Ella se replegó, con prudencia. Todavía llovía lo suficiente como para arruinar su peinado. Entonces yo habría debido preguntarle si esperaba a alguien, y en caso afirmativo haberme ofrecido a quedarme hasta que viniesen a recogerla y en caso negativo hasta que escampara completamente, para acompañarla hasta donde pudiera tomar un autobús o un taxi. Empezaba a anochecer, y la tormenta aumentaba la oscuridad. En lugar de eso reiteré mi prisa (por ir a tumbarme en una habitación de hotel tan vacía como un cenotafio), improvisé una despedida torpe y salí corriendo. Antes de que yo me lanzara bajo la lluvia, ella me dedicó un gesto tan indulgente como adorable, del que me enamoré durante una milésima de segundo, aunque no lo necesario para deshacer mi innoble decisión.

Ya en la habitación del hotel, mientras veía en la televisión, sin escucharlo, un noticiero vía satélite sobre lo que habían subido o bajado las bolsas de valores y otros asuntos perfectamente deleznables, caí en la cuenta de que había dejado sola y a merced de la tormenta a aquella agradable dama. Me acordé también del mendigo, aunque no creí que hubiera que temer nada de él. Sólo sentí, de pronto. una lástima brutal hacia el fardo inane que estaba tumbado en mi cama con el mando a distancia en la mano. ¿Hacia qué había corrido? O peor: ¿de qué escapaba? Ajeno a mi soliloquio, afrentándome sin proponérselo, el individuo que hablaba con acento yanqui en la televisión sumaba una y otra vez dos con dos y le daba (triunfal, invariablemente) cuatro.

A pesar de la lluvia que caía sobre nosotros en aquella desapacible noche de octubre, los rostros de mis hombres, e imagino que también el mío. permanecían irreversiblemente ennegrecidos por la pólvora, la sangre y el resto de la basura de la guerra. Nos batíamos en retirada, como nadie había presentido cuando habíamos avanzado por aquellos caminos en sentido opuesto, bajo la voluptuosa luz del estío y la embriaguez de nuestras sucesivas victorias.

Chapoteando en el lodo, arrastrando sus fusiles con la bayoneta aún calada, en previsión de quién sabe qué improbable asalto, nueve soldados marchaban detrás de mí. Eran cuanto quedaba de mi compañía, a mi cargo desde que el capitán fuera abatido, sin pena ni gloria, por una bala rebotada durante una de las primeras escaramuzas. Más tarde habían caído los suboficiales, así que ahora era yo, el más joven e inexperto, quien ostentaba toda la responsabilidad sobre aquellos hombres: unos tipos estragados que me habían recibido con visible menosprecio cuatro meses atrás. Sin embargo, hacía varias semanas que me obedecían ciegamente. Desde que asumiera el mando, habían comprobado que yo era capaz de exponerme al fuego enemigo, cuando de hacerles guardar el orden de combate se trataba, y también que no vacilaba en ejecutar personalmente a los desertores. No podía tolerar que les fallara el coraje justo cuando las cosas se ponían cuesta arriba, ni sentía que debiera delegar en otros el ejercicio de mis atribuciones menos placenteras.

Pero con su respeto o su miedo hacia mí, las pocas municiones que nos quedaban y las fuerzas exhaustas de diez cadáveres andantes, no cabía esperar que pudiésemos cubrir las siete jornadas que nos separaban de la retaguardia, entendiendo por ésta el frente desde el que habíamos lanzado la ofensiva de junio. Tampoco tenía razones para pensar que ese frente seguía siendo sólido, ni podía descartar que el enemigo nos hubiera cortado ya el paso, encerrándonos en una bolsa para exterminarnos a placer.

De pronto, tras la cortina de lluvia, distrayéndome de mis sombrías cavilaciones, avisté la casa. Estaba en medio de un amplio recinto, delimitado por una verja de bastante altura. Dos de mis hombres apartaron la enorme cancela y nos adentramos por la avenida cubierta de hojas que llevaba hasta la entrada de la mansión. Caminamos encañonando íos árboles que flanqueaban la avenida, velados por la bruma. Pasamos junto a una fuente presumiblemente demolida por un cañonazo y al lado de otra sólo cubierta por el musgo. En cuanto al edificio, no parecía haber sufrido grandes desperfectos. Sobre la puerta, un cartel ajado indicaba que la casa había servido, cuando la ofensiva, de cuartel general al Decimoquinto de Dragones. Más de uno recordó entonces que el Decimoquinto había sido distinguido, para infortunio de todos sus integrantes, con el honor de tratar de bloquear la contraofensiva de nuestros adversarios, cubriendo el repliegue de los demás. Desde las colinas habíamos contemplado cómo sus vistosas casacas verdes desaparecían bajo el humo y la metralla de la artillería enemiga, y poco después cómo eran pisoteadas por los infantes, que se apoderaban de los caballos supervivientes mientras remataban a los dragones.

En el interior de la casa la oscuridad era absoluta. Hice que uno de mis subordinados prendiera una linterna e iniciamos el registro. En la planta baja conseguimos varias lámparas y petróleo, lo que nos permitió dividirnos en cinco parejas. Recorrimos la primera planta sin hallar nada digno de mención, es decir, nada aparte de algunos otros vestigios de la estancia del Decimoquinto. Al ático subimos sóío cuatro, mientras los seis restantes, de acuerdo con mis órdenes, bajaban al sótano, donde esperaba que hubiera una despensa, aunque no confiaba demasiado en que guardara los víveres que nos hacían falta. Entre mis tres acompañantes y yo exploramos los estrechos pasillos y las pequeñas estancias del ático, que a juzgar por su aspecto habían estado destinadas a la servidumbre. Al entrar en una de ellas, mi sable golpeó contra un mueble y escuché, leve e inmediatamente ahogado, pero indudable, un gemido femenino. Por lo demás, no era necesario aguzar el olfato para percatarse de que allí olía a petróleo recién quemado, y no precisamente el de mi lámpara. Apreté los dedos en lomo a la culata de la pistola, reflexioné durante un segundo y decidí retroceder y volver a cerrar la puerta. Los otros ya habían terminado de mirar en las restantes habitaciones:

– Nada, mi teniente.

Bajamos y nos reunimos con los demás, entre los que se había organizado un cierto tumulto. Habían encontrado comida en el sótano. Tras exhortarles a que se calmasen, dispuse que encendieran la chimenea y preparasen algo de cenar. Pernoctaríamos allí y al día siguiente reanudaríamos nuestra huida desesperada.

Dejé a los hombres ocupados con todo aquello y regresé al ático. A la luz de la linterna busqué la puerta del cuarto en el que antes había desistido de indagar. Seguía cerrada. Hice girar despacio el picaporte, empujé y entré. Esta vez no hubo ningún ruido. Con la ¡interna en una mano y la pistola en la otra, recorrí toda la extensión del cuarto. Había una litera, una cama, un par de sillas y un armario ropero. En un rincón, semioculta tras el armario, divisé una pequeña puerta. Retiré ei obstáculo y la abrí. Adelanté la linterna y vi que se trataba de una pieza minúscula en la que se apilaban diversos muebles viejos. En el suelo había un gran bulto cubierto por una manta. Se movía casi imperceptiblemente. Aparté la manta con e¡ pie y ante mí aparecieron tres muchachas. La mayor de ellas aparentaba unos diecisiete años. Trataba de fijar en mí sus ojos, a pesar del resplandor de la linterna. Las otras dos tendrían entre doce y quince años y sollozaban, cubriéndose la cara con las manos.