Habían transcurrido pocos minutos y una insegura tranquilidad había sustituido, en mi ánimo, al sobresalto primero.

Ezequiel volverá. Está bajando apresurado para tranquilizarnos, para explicar lo que ha ocurrido. Un accidente. Un grave accidente. Algo que tiene como causa la mina aunque no haya ocurrido en ella. Rodaban las palabras por mi mente, las mezclaba, las revolvía, las intercambiaba.

Mina, mineros, Ezequiel. Seguía sentada porque no me atrevía a acostarme. Estaba segura de que otra vez vendría el golpe violento que me haría salir despedida de la cama.

Traté de reconstruir lo sucedido la tarde anterior, el día anterior. Nada especial. Nada que a mí me hubiera preocupado o parecido extraño. Lo accidental aparece así, de pronto. Si hubiera habido alarmas previas no habría habido accidente. Es absurdo pensar que un accidente ha sido anunciado un día antes. Un camión cargado de explosivos choca con algo, estalla. Dicen que ocurren cosas así por negligencia. Un camión de explosivos para la mina. El descubrimiento de esa posibilidad me tranquilizó. Sólo segundos porque nuevas preguntas se levantaron dentro de mí atacando la endeble suposición. Si un camión explota, ¿dónde están las ayudas que deberían llenar la carretera?, ¿dónde la gente asustada, preguntando qué ha sido, cómo ha sido?

Con la nariz pegada al cristal trataba de desentrañar el significado de las sombras. Pero sólo veía la negrura del silencio. En la noche, a todas horas hay un hombre que sube o baja, uno que madruga o uno que se retira tarde. Y la calle estaba vacía.

No tenía reloj. Ezequiel llevaba el único que teníamos. Un reloj de bolsillo que era de su padre. Ezequiel y su reloj estarían despiertos en lo alto del pueblo. La verdad se iba abriendo camino en mi imaginación paralizada por el miedo. Algo muy grave ha sucedido para que no venga Ezequiel, para que no se mueva nadie… Como cuando estalla una guerra o empieza una revolución. Horrorizada por mi descubrimiento, petrificada de temor y de frío, permanecí inmóvil abrazada a mi hija hasta que la primera luz del alba entró por el balcón. Observé entonces que un cristal estaba rajado por efecto de la explosión. Al mismo tiempo oí pasos en la escalera. Pasos cansados, lentos, arrastrados. Ezequiel entró y me pareció que no estaba asustado. Le brillaba un extraño fulgor en la mirada y tenía una expresión rara que yo no conocía cuando dijo:

– No te asustes. Tranquilízate. Todo está controlado por nuestra gente. Han volado el puente y tienen a los Guardias retenidos en el Cuartel. Duermo una hora y subo otra vez. Vine porque quería que estuvieses tranquila…

Se echó en la cama y se quedó dormido. Su respiración era suave y me recordó la forma en que dormía después de una excursión al monte, un día de pesca o cualquier otra jornada gozosa.

Deposité a la niña en su cama y me fui a la cocina a hacer el desayuno. Bebí un café solo y se me olvidó echar azúcar. El sabor era amargo y me hizo estremecer. Un cansancio infinito me abrumaba. Me senté en una silla; apoyé la cabeza sobre los brazos cruzados y me quedé dormida.

Marcelina compareció en seguida, en cuanto el sol brilló con fuerza.

– ¡Qué susto habrá llevado, criatura! Yo quería pasar pero Joaquín no me dejó. No cruces la calle que lo mismo te disparan, me decía. La huelga, ya lo ve, fue más que huelga. Se veía venir. Se oían rumores pero yo no quería, no podía darle preocupaciones con su marido tan en ello, tan metido en todo…

Ezequiel ya había desaparecido y me había dejado instrucciones.

– Tú quieta. Ya vendré yo cada vez que pueda…

Las escuelas no se abrieron. Las tiendas tampoco. De las casas iba saliendo la gente tímidamente. Se quedaban en la puerta sin saber adónde ir.

– Yo me ocupo de todo -me dijo Marcelina al día siguiente-. Yo le busco donde sea la comida. Andan todos armados, los mineros, pero no hay lucha. Dicen que en Asturias sí. Que han soltado a los presos del verano, los que habían cogido en Trubia. Dicen que en algunos sitios han matado curas y a algún rico que no era de fiar… De todos modos me alegro de que Joaquín no esté en la mina. Santa enfermedad que me lo retiró a tiempo…

Ezequiel no iba armado. Apareció un momento e insistió: «No te muevas, no te separes de la niña.» Débilmente mostré deseos de ayudar.

– Si tú lo crees necesario.

Pero era claro que él prefería que me quedara en casa cuidando a Juana, protegiendo a Juana.

– Han asaltado la tienda y el bar de Anselmo -me contó-. Le han robado todas las existencias y a él le han llevado nadie sabe adónde. No podemos controlar a todo el mundo pero ya se ha formado un comité para evitar el pillaje.

Al tercer día llegó Mila. Traía noticias recientes.

– No se ha podido seguir hacia León. No han llegado las armas que nos mandaban de Asturias… Doña Inés está al frente de un hospitalillo que han montado en la escuela. Ella enseña a las mujeres a curar heridos… Heridos sí hay. Nadie sabe dónde pero han disparado tiros sueltos al paso de los mineros… Han matado a uno. También los mineros han matado. A Anselmo lo han encontrado enterrado en una vagoneta de carbón. El Cura está escondido nadie sabe dónde. Han ocupado el Ayuntamiento y piden que vuelva don Germán pero él no quiere o no le deja la hija… Dice mi madre que el Ejército los va a matar a todos, que no van a poder con el Ejército.

La radio daba noticias constantemente. Eran noticias centradas en las minas de Asturias, datos, cifras, informaciones contradictorias sobre la verdadera situación geográfica del Ejército. La radio me ponía nerviosa. Sólo servía para cerciorarme de la gravedad extrema de la situación pero yo necesitaba otra clase de noticias. Las que podía darme Ezequiel, las que otros podían darme de él. Estuvo un día entero sin bajar a casa. Envió un recado por Marcelina que subía y bajaba sin descanso, siempre a. la busca de algo necesario para su casa y la mía. El recado era: «Que estés serena. Tranquilidad. Que no puedo moverme, tenemos muchas cosas que atender. Que cuides a la niña.»

Requisaron coches, camiones. Pasó Inés subida a uno que llevaba el emblema de la Cruz Roja. Iba hacia el río a buscar un herido. Se detuvo en mi casa. Me dijo: «Vamos, qué haces aquí con la escuela cerrada y sin nada de que ocuparte. Ven a ayudarnos allá arriba…»

Le dije que no con la cabeza. No podía ni hablar. Me miró con una sonrisa que a mí me pareció de desprecio. Hubiera querido decirle: «Tú no sabes lo que es un hijo.» Pero no era justo. Inés hubiera hecho lo mismo aunque hubiera tenido muchos hijos. Me sentía culpable y cobarde. Una sensación de impotencia me dominaba. La inacción me ponía nerviosa y, a la vez, el temor no me dejaba vivir. Esperaba noticias todo el tiempo. Llegaba Marcelina.

– Se han hecho cargo de todos los almacenes. Han requisado la panadería y los tienen haciendo pan para todos. Lo hacen como Dios manda. Les dan un papel y les firman lo que han cogido para devolvérselo un día, dicen que cuando triunfe la revolución…

En la radio se hablaba de insurrección. Toda España estaba pendiente del Norte, de Asturias sobre todo y de León también. Había noticias confusas pero la impresión general era que sólo en Asturias duraba la revuelta, sólo ellos resistirían.

Pero yo prefería las noticias de Mila, de Marcelina, de cualquier testigo de los sucesos diarios.

– El administrador de la mina y los ingenieros están detenidos. Todos no porque ha habido alguno que se ha sumado a los mineros. Los tratan bien y están mejor detenidos porque hay muchos en la calle que los quieren matar.

Un día Marcelina me dijo: «Tiene que bajar a ver el puente como ha quedado. Ni piedra sobre piedra dejaron. Hay que pasar por barca al otro lado o por la vía siguiendo el río, pero eso es más largo. Dicen que la mañana de la explosión flotaban los peces muertos.»

No bajé al puente pero al tercer día decidí subir a la Plaza dejando a Juana al cuidado de Marcelina.

La Plaza presentaba un aspecto apacible, como de día de fiesta. Los niños jugaban entre los árboles, ajenos a todo lo que no fuera el goce de la vacación inesperada. En la puerta de la Iglesia cerrada podía leerse UHP. La casa del Cura estaba silenciosa con los postigos cerrados.

En el Ayuntamiento había dos mineros armados a la puerta. Hacían guardia o trataban de preservarla integridad del edificio, las carpetas de legajos, los documentos ordenados en las estanterías. Las tiendas estaban cerradas. Por las calles que rodeaban la Plaza había grupos de mineros, armados unos desarmados otros. Se me quedaron mirando pero no dijeron nada.

– Dinamiteros, nos llaman dinamiteros -decía un muchacho joven que fumaba un cigarrillo a la puerta de un almacén de coloniales. Se lo decía a una mujer que esperaba de pie, con un cesto en la mano, a que le tocara el turno para entrar al portal donde estaba formada la cola.

Pensé preguntar por Ezequiel a alguno de los que hacían guardia en la Alcaldía. Pero desistí. Bajé las escaleras de la Plaza que terminaban en la carretera y descendí sin prisa hacia mi casa, hacia el barrio campesino. De las casas salían ruidos familiares, llantos de niño, cloqueo de gallinas, gruñidos de cerdo. Me pareció que regresaba de un viaje en busca del refugio de mi hogar.

Ezequiel apenas apareció durante toda la semana. Hablaba poco y yo evitaba preguntarle. La información de la radio era incompleta. Los frecuentes cortes de luz impedían oír las noticias en las horas cruciales. Pero prefería no saber. Estaba convencida de que vivíamos una experiencia que tendría un final doloroso; aunque no era capaz de imaginarme cuál. Pensaba en mis padres que no podían comunicarse con nosotros. De aquí y de allá me llegaban fragmentos de conversaciones.

«Dicen que el Gobernador va a andar con mano dura… Dicen que ya han pasado los moros de Marruecos y que nos los van a mandar para acá… Dicen que han matado al Cura… Dicen que no.»

Escuchaba a todos y una corteza de insensibilidad me protegía de los rumores. Con Ezequiel mantenía una actitud distante.

Por una parte me resentía del abandono en que me tenía en favor de la insurrección. Por otra, no le perdonaba que me hubiera mantenido al margen de ella desde el primer momento.

Entre contradicciones y sentimientos variables, fueron pasando los días. Hacía quince desde la voladura del puente cuando el lamento que tan bien conocía me despertó en la noche. Todo ha terminado, recuerdo que pensé. Sonaba la sirena que había permanecido muda durante los días pasados. Me asomé a la ventana y vi gente que corría. Se avisaban unos a otros: «Llegan las tropas, ya las tenemos aquí… la sirena sonó para avisarnos…»