– Decídete -estaba diciendo Domingo-. La República ha perdido aquel primer aliento con que inició la política pedagógica. Tenemos que luchar para recuperarlo, para obligar a actuar a los que pueden hacerlo.

Ezequiel meditaba en silencio. Al fin dijo:

– Ya me informarás. De momento no veo claro nada, dudo de casi todo.

El pesimismo que destilaban las palabras de Ezequiel me impulsó a hablar con él seriamente. En los últimos tiempos se había vuelto huidizo, vivía encerrado en sí mismo. En cuanto a mí, la atención a la niña, el trabajo, las visitas a Marcelina y Joaquín que se recuperaba lentamente, me tenían ocupada. Hasta la introducción de la radio en casa había ido reduciendo las oportunidades de charlar que antes teníamos. O quizás éramos nosotros mismos los que evitábamos adentrarnos por terrenos poco firmes. Lo cierto es que, desde las elecciones de noviembre, Ezequiel había cambiado. Seguía trabajando con el mismo interés en la escuela, pero había perdido la capacidad de proyectar. Me parecían muy lejanos los días del embarazo cuando hacíamos planes para nuestro futuro y el futuro del hijo que iba a nacer. Aquellos planes se vieron estimulados por el entusiasmo que la República sembraba en el Magisterio. Sin embargo, ahora asistíamos a una parálisis general de todo lo prometido.

– ¿Qué opinas de ese Frente Único? -pregunté sin más preámbulos en cuanto recogí la mesa de la cena.

Ezequiel tardó en contestar y al final fue evasivo en su respuesta.

– Todavía no veo claro el papel de ese Frente que quieren formar con tanta asociación neutra o derechista. Estoy convencido de que hay que reclamar lo que nos prometieron. Pero no sé si el Frente Único podrá hacer algo por las buenas. No sé si las conversaciones y los mítines sirven para resolver los problemas.

No quiso hablar más y aunque me esforcé por sacarle de su mutismo no conseguí nada.

Una cadena de días borrosos fue arrastrando el invierno hacia la primavera. En marzo llovió mucho. Exactamente encima de la cama de Juana había una gotera. Las heladas y la nieve habían removido el tejado pero hubo que esperar a que cesara la lluvia para subir a repararlo. De momento trasladamos la cama de la niña a nuestro cuarto y allí dormíamos los tres sin apenas espacio para entrar en las camas que se encajaban entre la puerta y la pared.

Yo había caído en una indiferencia defensiva que me protegía del clima y de la pesarosa actitud de Ezequiel. Algunas veces recordaba con nostalgia los días pasados en Castrillo. El nacimiento de mi hija y la llegada de la República, las Misiones, Regina y Amadeo. Aunque sólo habían transcurrido unos meses, todo volvía a mi memoria como si de algo muy lejano se tratara. Me sorprendí a mí misma diciéndome: «Cuando éramos felices», al evocar aquellos cercanos días.

Con el primer anuncio de la primavera volvimos a pasear por el bosque. La tierra rezumaba humedad. La hierba estaba fresca y bajo los árboles se arracimaban las setas. Los helechos jóvenes cubrían de una mullida alfombra la umbría. Amparados por los árboles extendían sus hojas rizadas sobre la tierra. Los campesinos los destinaban a usos domésticos: envolvían con ellos los rollos de mantequilla casera, los colocaban en el fondo del cesto de los pescadores, para proteger las truchas. A orillas de los manantiales cogíamos berros. Al regresar hacíamos ensaladas que nos dejaban en la boca un sabor fresco y ácido. A veces encontrábamos fresas salvajes asomando entre hojas oscuras y aterciopeladas. Con frecuencia nos acompañaba Mila, que conocía hasta el último rincón del bosque. «Mira», le decía a Juana, «en este árbol encontré un día un nido con cinco huevos. Estaba medio caído. La madre lo había aborrecido por alguna causa.» O bien: «Debajo de esta seta vivía un enanito. Se marchó a otro bosque más caliente cuando llegó el invierno pero cualquier día volverá.»

En el prado de nuestra casa también había brotado la primavera. Margaritas, prímulas, azulinas, erguían al sol sus pétalos sedosos. Juana perseguía mariposas blancas y otras de alas anaranjadas y azules, marrones y amarillas. La primavera nos alegró a todos. Sentíamos la derrota del invierno en cada rayo de sol, en cada soplo de brisa cálido, en las frondosas copas de los árboles habitados por pájaros bulliciosos.

Un día, poco antes de Semana Santa, al salir de la escuela me quedé un instante contemplando los juegos de los rezagados. Los días alargaban poco a poco y los niños aprovechaban la luz para prolongar su actividad. Saltaban excitados con la energía de sus cuerpos jóvenes y de pronto se quedaban quietos, abstraídos en un rapto de ensoñación o pereza.

Estaba a punto de subir la escalera cuando vi a una mujer que avanzaba por el patio. Me detuve y la mujer, temerosa quizá de no alcanzarme a tiempo, empezó a hablar antes de llegar a mi altura.

– Señora maestra, soy la madre de Aurelia -dijo. Y reconocí en su rostro ajado los rasgos de una de mis alumnas.

– Está enferma -continuó- y tardará en volver porque le ha cogido el tifus.

Se detuvo asustada de sus palabras, como si esperara ver los efectos de su inquietud reflejados en mí.

Me mostré consternada y pronuncié palabras de ánimo pero la mujer no se marchaba. Al fin volvió a hablar de prisa, queriendo terminar cuanto antes lo que tenía que decir.

– Me ha dicho el médico que hay que darle baños para que le bajen esas calenturas que le abrasan… y decía yo que si usted me podría prestar la bañera esa que me han dicho que tienen para bañar a su hija…

Era una bañera de cinc. La tenía instalada en la cocina con un tablero de madera encima que servía de banco cuando no se usaba.

La mujer se llevó la bañera y Aurelia tardó un mes en volver a la escuela. Había crecido mucho, tenía el pelo cortado al rape y estaba enflaquecida y ojerosa. Se acercó a mi mesa y me dijo: «Un día de éstos le traerán la bañera que ya no la necesitamos.»

– No, de ninguna manera -exclamé espantada.

Y añadí tratando de sonreír:

– No te preocupes, dile a tu madre que me han traído otra y ya no la necesito.

Sentí que me ruborizaba hasta la raíz del pelo de vergüenza y de pena.

De la Plaza de castaños hacia arriba empezaba el territorio de las minas. La carretera bordeaba el poblado de los mineros, agazapado tras unas tapias bajas que acotaban un espacio baldío delante de las casas. Las viviendas eran blancas pero el tiempo había dejado en ellas desconchones ennegrecidos por el polvo del carbón.

Rebasado el poblado de los mineros, estaba la colonia de los ingenieros con sus chalets y sus jardines cercados por una sólida verja rematada por agujas doradas. Las casas de los ingenieros también sufrían la agresión del carbón y el resultado era una sombra grisácea que borraba el esplendor de los parterres, el rojo del ladrillo, el verdor de la yedra trepando escuálida por las paredes. La mina había perforado los montes más allá de los poblados.

Una red de vagonetas transportaba el carbón por el ferrocarril de la Compañía hasta el río donde las vías se curvaban y seguían, paralelas a la corriente, hasta enlazar al fin con la red nacional.

Entre las dos agrupaciones de viviendas, se levantaban las escuelas mineras.

– La de doña Inés es ésta, la que tiene las ventanas abiertas -dijo Mila. Y se despidió de mí con un cariñoso ofrecimiento.

– Si le sobra tiempo ya le he enseñado nuestra casa.

Estábamos en plenas vacaciones de Semana Santa. Inés me había pedido ayuda para preparar con sus alumnas un acto cultural para el uno de Mayo.

«Cultural, cultural», había dicho. «Así nadie podrá decirme que hago política en la escuela.»

Me ofrecí a prestarle libros, pero ella insistió: «Me gustaría que vinieras y así ves a las niñas a ver qué podemos hacer con ellas.»

De modo que dejé a Ezequiel al cuidado de Juana y subí hasta el poblado con Mila. Por el camino me fue hablando de Inés.

– Doña Inés me dio clases de pequeña, recién llegada aquí. Pero a mi padre no le gustaba.

– ¿Por qué? -pregunté yo.

– Porque decían por aquí que vivía con don Domingo antes de casarse y eso no está bien por el mal ejemplo que nos daba… Mi madre dice que eso no era probado pero la gente habla y habla por los codos.

Llamé a la puerta y me abrió Inés. La escuela estaba llena como en un día de clase. En el estrado de la maestra, presidía una bandera de la República clavada en un tiesto y a su lado una niña, de pie, leía en voz alta. Inés me indicó un lugar para que me sentara. La niña se había interrumpido un instante pero continuó con voz vibrante.

– … y por eso, queridos compañeros, yo os pido en este día del Trabajo que os unáis todos formando un frente común contra los explotadores de nuestros padres, contra los que impiden que los hijos de los mineros…

Cuando terminó su discurso todas las niñas aplaudieron e Inés pidió calma con las manos.

– Quiero que conozcáis -dijo- a la maestra de la escuela de abajo… Ella va a ayudarnos a preparar la fiesta.

Les leí algunas de las poesías que había seleccionado, les expliqué las posibilidades de representar un entremés, un paso o un romance. Se mostraron interesadas e hicieron comentarios inteligentes. Me parecieron más despiertas que mis alumnas.

– Muchas han vivido en otros pueblos -me dijo Inés-. Se han movido más y, sobre todo, los mineros son más rebeldes que los campesinos.

Al llegar a casa le dije a Ezequiel:

– No sé cómo resultará el acto cultural, pero Inés parece dispuesta a organizar también un acto político. -Y le repetí las palabras de la presentadora de la fiesta. Ezequiel no replicó-. Yo no creo que haya que politizar a los niños -continué-. Creo que hay que educarlos para que sean libres, para que sepan elegir por sí mismos cuando sean adultos.

Antes de contestar Ezequiel buscó las palabras con calma, tratando de encontrar las que mejor expresaran su opinión.

– Tienes razón -dijo-. Yo creo sobre todo en la educación. Pero también entiendo a los que tienen prisa. Porque tengo miedo de que no nos den tiempo suficiente para educar…

Aquella noche Ezequiel subió a la Plaza. Puse la radio para oír las noticias. Entre otras, se habló de las protestas que habían organizado en Madrid los maestros, por no cobrar el suplemento de casa ni la pequeña cantidad que debían recibir por las clases de adultos. Según la radio, la policía y los guardias de seguridad habían disuelto por la fuerza a un grupo de manifestantes reunidos en el patio del Ministerio de Instrucción Pública. Hubo detenciones, cristales rotos, «los maestros», resumía el locutor, «están indignados».