Yo me reía de las acusaciones que Marcelina solía verter sobre los hombres. Me daba cuenta de la razón que le asistía pero trataba de calmarla.

– Todo eso es verdad. Pero dígame usted, Marcelina, ¿qué nos pasa a las mujeres que nos echamos encima más de lo que debemos? Yo no podría dejarle a Ezequiel la niña y subir a la Plaza a charlar con las amigas. Sé que sería justo pero no podría, no me fiaría, no me interesaría. Ser madre es una gloria y una condena al mismo tiempo, me lo ha oído usted más de una vez.

Marcelina no se calmaba. Sus argumentos eran una continua reflexión basada en el sentido común, un análisis elemental apoyado en la observación y la experiencia. Yo la comprendía. Había luchado por imbuir a las mujeres en mis clases de adultos la conciencia de sus derechos. Y sin embargo, ahora me veía atrapada en mi propia limitación. Marcelina parecía entenderlo y me miraba de reojo, malhumorada pero con una inflexión de ternura en la voz al decirme:

– Ustedes, las que han estudiado, mucho predicar pero a la hora de dar trigo, ¿qué? Ni trigo ni ejemplo ni nada. ¡Pobres mujeres!

Inés, la mujer de Domingo, hablaba del problema en otros términos. Ella me dio a leer varios libros sobre la mujer. Desde uno que había causado sensación sobre la libertad de concepción hasta otros, políticos, en los que se enardecía a las lectoras para que reclamaran un papel digno en la sociedad frente a sus opresores, los hombres.

– Yo sólo puedo decirte que de hijos, nada de momento -decía Inés-. Porque ¿quién me dice a mí que Domingo y yo vamos a seguir juntos toda la vida?

Tenía razón. Una sorda zozobra me atormentaba cuando surgían esos temas. Yo, que había sido avanzada en mis ideas educativas, sin embargo me atenía en mi vida privada al esquema tradicional: un matrimonio es para toda la vida, un hijo es un grave obstáculo para el divorcio. Educada por mis padres sin frenos religiosos estaba condicionada, sin embargo, con el ejemplo de su conducta que de forma tácita contradecía la educación libre que pretendían haberme dado. La libertad está en la cabeza, solía decir mi padre. Y era cierto. Pero un fuerte entramado de actitudes, opiniones, puntos de vista, se levantaban entre esa libertad y mi forma de actuar. Libertad de pensamiento sí. Pero es peligroso traspasar, en favor de esa libertad, los eternos tabúes que rigen la dualidad malo-bueno, propio-impropio. Impropio de mí hubiera sido, para mis padres, que yo un día pusiera en duda la fortaleza de mi matrimonio.

La zozobra y la desazón derivaban, después de las reflexiones teóricas, hacia otros rumbos. Por escondidos recovecos, el corazón y la memoria me conducían a un pasado no tan lejano. La aventura de Guinea. Ese sí hubiera sido un camino para la libertad. Todo lo que vino después me había ido llevando hasta esta Gabriela que yo era sin remedio, buena esposa, buena madre, buena ciudadana. La trampa se cerraba sobre mí.

Las madreñas las traían los asturianos los días que había mercado importante, en el pueblo del otro lado del río. Era un pueblo ganadero y agrícola que marcaba en cierto modo la última frontera con la meseta. A ese mercado acudían los artesanos del otro lado del Puerto. Venían con sus mulas cargadas de yugos, bieldos, madreñas y lo cambiaban por los productos leoneses, alubias, garbanzos, lentejas. El mercado se instalaba en una gran pradera delante de la ermita, a las afueras del pueblo. De aquel pueblo había venido a Los Valles Marcelina.

– Un día nos vamos con la niña a verlo, verá qué bonito. En casa de mis padres paran los tratantes.

Y allá nos fuimos. Fue un día muy alegre. En el mercado compramos baratijas para Juana que estaba muy excitada. Pero la mejor compra fueron las madreñas, unas para mí y otras, pequeñitas, para la niña.

Cuando más adelante cayeron las primeras nieves, las estrenamos. Fue una nevada anticipada que puso fin al otoño. La nieve ennegreció rápidamente. Las calles, con su empedrado desigual, se llenaron de charcos sucios. La chapa de la cocina estaba al rojo vivo. Dejábamos la puerta abierta para que se calentara toda la casa. Pero el lugar más confortable era aquél, junto al calor vivísimo que se desprendía del carbón. Las cazuelas borboteaban en la lumbre. Siempre había una con agua caliente. Para hacer una manzanilla, para añadir a un guiso. El olor de la comida que se hacía lentamente, el vaho que se desprendía de las cazuelas, aumentaba la sensación de bienestar. Fuera, a través de los cristales la calle era sólo una amenaza en blanco y negro.

Ezequiel entró sacudiéndose la pelliza húmeda. Dejó sobre la mesa un periódico. Lo extendió ante mis ojos y dijo:

– Aquí tienes el resultado final. El desastre final…

«La derecha, triunfadora absoluta…» «La desunión de la izquierda» «Casas Viejas…» «La profundización de la crisis económica…» «Las alianzas obreras ponen de manifiesto la conjunción de sus esfuerzos para ir contra el enemigo común: el capitalismo.» Se cogía la cabeza entre las manos. Yo traté de calmarle.

– Esto son sólo unas elecciones. Ya vendrán otras con otros resultados…

– Vendrán otras pero esto es muy mal síntoma. La República ha perdido una batalla muy importante. Ya lo verás…

Cenó de prisa. No terminó la sopa de ajo que humeaba dentro del cazuelo de barro. Se acercó a ver si la niña estaba bien tapada. Regresó a la cocina.

– Juana duerme -dijo-. Juana, Juanita. Vas a necesitar el valor de Juana de Arco para vivir en este país.

De pronto dijo:

– Me marcho otra vez. Estoy nervioso. Subo a la Plaza a ver a don Germán y a Domingo que van a reunirse con otros amigos en la rebotica de don Luis para oír la radio.

– No tardes -murmuré.

Recogí la cocina, fregué los cacharros, me puse a corregir los cuadernos de mis niños. Sobre una silla esperaban los de Ezequiel hasta que, a su llegada, los fuera repasando uno por uno, cuidadosamente, como todas las noches.

De los tres hijos de Marcelina, dos asistían a la escuela de Ezequiel: el más pequeño y el mayor, Mateo, el que sufría una disminución considerable de sus facultades. En cuanto a este muchacho Ezequiel había hablado con los padres para exponerles su punto de vista.

– Debe asistir a la escuela. Yo trataré de ocuparme lo más posible de él. Pero eso no es suficiente. Hay que pensar en buscarle un lugar donde pueda aprender un oficio por sencillo que sea…

El padre consiguió un taller mecánico donde iría dos horas por la tarde. Le utilizarían para pequeñas tareas a la vez que aprendía lo más elemental. De ese modo tendría la mañana libre para asistir a las clases. Con la nueva distribución que la inspección había autorizado los más pequeños de Ezequiel eran los niños y niñas de diez años y Mateo se situó entre ellos, en los primeros bancos, cerca de su hermano.

El primer día Ezequiel habló a los chicos de la situación de Mateo dentro de la clase, del tiempo perdido por su enfermedad y les pidió ayuda y comprensión para él.

Sólo algunos entre los adolescentes se dieron codazos y hacían gestos de burla al nuevo alumno. Pero la mayoría reaccionó muy bien, especialmente las niñas que le acogieron desde el principio con cariño.

Para el hermano fue difícil. Se sentía a la vez cohibido y responsable y oscilaba entre la violenta necesidad de ayudar a Mateo y la humillación de aceptar a un hermano mayor cuya conducta era la de un chico pequeño.

Cada día Ezequiel preparaba un trabajo especial para Mateo. Trató de reconstruir las etapas perdidas. Se las ingeniaba para hacerle entender el valor de los símbolos, las letras, las palabras, los números. Pero no podía dedicarle mucho tiempo. Mateo permanecía silencioso escuchando las explicaciones de Ezequiel, tratando de comprender el interés que mostraban los otros. Sumergido en una nebulosa que lo aislaba de todo, a veces agitaba los brazos como si quisiera apartar de sí las brumas que envolvían su cerebro.

– Se concentra patéticamente -me decía Ezequiel-, se queda con la boca abierta tratando de seguir el hilo, pero no puede. Entonces es cuando hace esos movimientos de aspas de molino con los brazos…

Mateo necesitaba una atención individual que Ezequiel apenas podía dedicarle, de modo que yo decidí hacerme cargo de él un rato cada día a la salida de la escuela. Aquélla fue una buena solución y poco a poco observamos los dos los progresos lentísimos pero evidentes del muchacho. Por otra parte, la vida en el grupo le estimulaba mucho. Sus relaciones con los demás eran buenas porque finalmente todos le habían aceptado tal como era.

Los niños le habían aceptado pero algunos padres, no. En seguida llegaron las quejas.

– Que dice mi chico que Mateo no le deja atender, que le distrae…

– Que Mateo no deja ver a mi hija porque es más alto que ella y le tapa el pizarrón.

– Que Mateo le quita a mi hijo la goma y los pizarrines.

– Que decíamos los padres de los sanos que por qué tiene que ir un tonto con los nuestros que son normales.

Ezequiel escuchaba y contestaba pacientemente tratando de vencer el recelo y la ignorancia y el egoísmo de los padres.

No esgrimía argumentos humanitarios. Prefería aludir a la justicia.

– La escuela es del Estado, la paga el Estado y eso quiere decir que es de todos, los listos y los tontos, los aplicados y los vagos. Todos tienen derecho a recibir una buena educación. Y como aquí no hay centros especiales, Mateo vendrá a éste que es el único que puede recibirle. Lo que me extraña es que no lo hayan aceptado en la escuela antes de ahora porque es un buen alumno que no crea problemas en clase.

De aquellos argumentos, de aquella imposición difícil de rebatir, surgieron en algunos padres resentimientos contra Ezequiel, odios que, temía yo, algún día podrían desencadenar ataques personales, desavenencias y amarguras.

Se acercaba la Navidad. Los días se sucedían con la monótona frialdad del invierno. Yo apenas salía de casa. Bajaba a la escuela. Subía a la cocina. Tenía una chiquilla lista y educada que cuidaba a mi hija mientras yo trabajaba. Era hija de un minero que había muerto en la mina y su madre necesitaba la ayuda de los hijos mayores para sacar adelante a los pequeños. Esta niña de quince años acabó siendo también alumna mía fuera de horas, lo mismo que Mateo. Era inteligente y captaba rápidamente lo que leía, lo que le explicaba. Le gustaba hablar conmigo. Muchos días tenía que acabar obligándola a marchar porque se encontraba feliz con nosotros. Juana la quería mucho. Mila, Mila, decía, y así Emilia adoptó el nuevo nombre como suyo para siempre.