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Freddy Cooper me presentó su renuncia pero no la acepté. Convencí también a Álvaro de que permaneciera como vocero de prensa, pese a que él siguió pensando que yo había cometido un error manteniendo la candidatura. Para aplacar a los quisquillosos, Roxana no volvió a cantar en nuestros mítines y Patricia, aunque siguió trabajando mucho en Acción Solidaria y en el Programa de Acción Social (pas), no dio más reportajes ni asistió a más actos públicos del Frente ni me acompañó en los viajes por el interior (fue su decisión, no la mía).

Ese fin de semana reuní al kitchen cabinet, reducido ahora a los responsables de la campaña, de las finanzas, de los medios y al vocero de prensa, con el añadido de Beatriz Merino, quien tenía una excelente imagen pública y había obtenido una buena votación preferencial, y trazamos la nueva estrategia. No se haría la menor modificación al Plan de Gobierno, desde luego. Pero hablaríamos menos de los sacrificios y más de los alcances del pas y otros programas de asistencia que habíamos comenzado a poner en práctica. Mi campaña estaría ahora orientada a mostrar el aspecto solidario y social de las reformas y se concentraría en los pueblos jóvenes y sectores marginados de Lima y las principales aglomeraciones urbanas del país. La publicidad se reduciría a su mínima expresión y el presupuesto así ahorrado se canalizaría hacia el pas. Como Mark Mallow Brown y sus asesores aseguraban de manera categórica que era indispensable una campaña negativa contra Fujimori, cuya imagen había que desnudar ante el gran público, exigiéndole presentar su programa de gobierno y mostrando sus puntos flacos, dije que sólo daría el visto bueno a aquello que significara revelar información fehaciente. Pero desde aquella reunión pude intuir los escabrosos niveles de suciedad en que partidarios y adversarios incurriríamos en las semanas siguientes.

El lunes 16 de abril me reuní, en la calle Tiziano, donde tenía su cuartel general, con el gabinete de Plan de Gobierno y los presidentes de las principales comisiones. Los exhorté a que siguieran trabajando, como si de todas maneras fuéramos a tomar el poder el 28 de julio, y pedí a Lucho Bustamante y Raúl Salazar que me presentaran una propuesta de gabinete ministerial. Lucho sería el primer ministro y Raúl tendría a su cargo Economía. Era indispensable que los equipos de cada ramo de la administración estuvieran listos para el relevo. De otra parte, convenía evaluar la correlación de fuerzas en el Congreso elegido el 8 de abril y diseñar una política con el Poder Legislativo, a partir del 28 de julio, para poder realizar siquiera lo esencial del programa.

Esa misma tarde, en Pro Desarrollo, asistí a una reunión del Consejo Ejecutivo del Frente Democrático, en la que estuvieron Bedoya y Belaunde Terry, así como Orrego y Alayza. Fue una reunión de caras largas, soterrados resentimientos y visible aprensión. Ni los más experimentados entre esos viejos políticos acababan de entender el fenómeno Fujimori. Como a Chirinos Soto, a Belaunde, con su arraigada idea del Perú mestizo, indoespañol, lo alarmaba que llegara a ser presidente alguien con todos sus muertos enterrados en el Japón. ¿Cómo podía tener un compromiso profundo con el país quien era prácticamente un forastero? Estos argumentos, que oí innumerables veces, en boca de muchos de mis partidarios, entre ellos un grupo de oficiales de la Marina de Guerra en retiro que me visitó, me hacían sentir en una situación de absurdidad total.

Pero de esta reunión resultó algo positivo: una colaboración de las fuerzas del Frente, un espíritu fraterno que no existió antes. Desde entonces, hasta el 10 de junio, populistas, pepecistas, libertarios y sodistas trabajaron unidos, sin las querellas, golpes bajos y mezquindades de los años anteriores, presentando una imagen muy distinta de la que hasta entonces habían mostrado. Por el tremendo revés que significó para todos la baja votación, o porque intuían lo riesgoso que podía ser para el Perú la subida al poder de alguien que venía de ninguna parte y representaba un salto al vacío o la continuación del gobierno de García a través de un testaferro, o por mala conciencia del faccionalismo egoísta que fue mucho tiempo nuestra coalición, o, simplemente, porque ya no había curules que repartir, las enemistades, celos, envidias, rencores, desaparecieron en esta segunda etapa. Tanto por parte de dirigentes como de militantes de los partidos del Frente hubo una voluntad de colaborar, que, aunque tardía para cambiar el resultado final, me permitió centrar todo mi esfuerzo en el adversario y no distraerme en los problemas internos que tantos dolores de cabeza me dieron en la primera vuelta.

Freddy Cooper constituyó un pequeño comando con dirigentes de Acción Popular, el Partido Popular Cristiano, Libertad y sode, y equipos combinados partieron, a las distintas regiones, para animar la movilización. Casi ninguno de los llamados se negó a viajar y muchos dirigentes permanecieron días o semanas recorriendo provincias y distritos del interior, tratando de recuperar los votos perdidos. Eduardo Orrego se trasladó a Puno, Manolo Moreyra a Tacna, Alberto Borea, del ppc, Raúl Ferrero, de Libertad, y Edmundo del Águila de Acción Popular a la zona de emergencia, y creo que no quedó departamento o región donde no llegaran a levantar los ánimos alicaídos de nuestros partidarios. Todo esto en un clima de violencia creciente, pues, desde el día de las elecciones, Sendero Luminoso y el mrta desencadenaron una nueva ofensiva con decenas de heridos y muertos en todo el país.

Había sido Acción Popular con quien más dificultades tuvieron los dirigentes y activistas del Movimiento Libertad en la primera etapa para coordinar la campaña. Ahora, en cambio, fue de Acción Popular de donde recibí las mayores pruebas de apoyo y, sobre todo, de su joven y diligente secretario departamental de Lima, Raúl Díez Canseco, quien, a partir de mediados de abril, hasta el día de la elección, se dedicó día y noche a trabajar a mi lado, organizando los diarios recorridos por los pueblos jóvenes y asentamientos humanos de la periferia de Lima. Conocía apenas a Raúl, y sólo había sabido de él que inevitablemente se enfrascaba en disputas con los activistas de Libertad en los mítines

– era el hombre de confianza de Belaunde para la movilización-, pero en estos dos meses llegué de veras a apreciarlo por la manera como se entregó a la lucha cuando, en realidad, ya no tenía ninguna razón personal para hacerlo, pues había asegurado su diputación. Él fue una de las personas más entusiastas y dedicadas, multiplicándose en las tareas de organización, resolviendo problemas, levantando la moral a aquellos que se desalentaban y contagiando a todos una convicción sobre las posibilidades de triunfo que, real o fingida, era una emulsión contra el derrotismo y la fatiga que a todos nos rondaban. Venía a mi casa cada mañana, muy temprano, con una lista de las plazas, esquinas, mercados, escuelas, cooperativas, obras del pas en marcha que visitaríamos, y durante todas las horas del recorrido estaba siempre con la sonrisa en la boca, haciendo comentarios simpáticos, y muy cerca de mí para caso de agresión.

Para demoler aquella imagen de hombre arrogante y distante del pueblo, que, según las encuestas de Mark Mallow Brown, yo había adquirido ante los humildes, se decidió que en esta segunda etapa ya no haría los recorridos callejeros protegido por los guardaespaldas. Éstos andarían a distancia, disueltos en la muchedumbre, la que podría acercarse a mí, darme la mano, tocarme y abrazarme, y también, a veces, arrancarme pedazos de ropa o hacerme rodar al suelo y apachurrarme si le venía en gana. Acaté estas disposiciones pero, lo confieso, a costa de una voluntad heroica. No tenía -no tengo- apetito para esos baños de multitud y debía hacer milagros para ocultar el desagrado que me producían aquellos jalones, empujones, besos, pellizcos y manoseos semihistéricos, y para sonreír aun cuando sintiera que esas demostraciones de cariño me estaban triturando los huesos o desgarrando un músculo. Como, además, había siempre el peligro de una agresión -en muchos de esos recorridos debimos enfrentar a grupos de fujimoristas y ya he contado cómo la buena cabeza de mi amigo Enrique Ghersi, quien también solía acompañarme, detuvo en una de esas giras una pedrada que iba derecha hacia mi cara-, Raúl Diez Canseco se las arreglaba siempre para, si hacía falta, salirle al frente al agresor. Al anochecer, regresaba a la casa, exhausto y adolorido, a bañarme y cambiarme de ropa, pues en las noches tenía reuniones con Plan de Gobierno o el comando de campaña, y debía a veces refregarme con árnica el cuerpo lleno de moretones. Alguna vez recordé entonces esas tremendas páginas del estudio sobre La agresión de Konrad Lorenz, donde cuenta cómo los patos salvajes, en sus apasionados vuelos amorosos, de pronto se enfurecen y entrematan. Porque muchas veces sentí, inmerso en una multitud de gentes sobreexcitadas que me tironeaban y abrazaban, que estaba a un paso de la inmolación.

Cuando abrí de manera oficial la segunda vuelta, el 28 de abril, con un mensaje por televisión titulado «De nuevo en campaña», llevaba dos semanas de intenso trabajo, recorriendo los distritos marginales de Lima. En aquel mensaje prometí que haría «lo imposible para llegar no sólo a la inteligencia sino también al corazón de los peruanos».

Dentro de la nueva estrategia estaba divulgar el trabajo de Acción Solidaria y, principalmente, el pas, que, para entonces, tenía decenas de obras en construcción en la periferia de Lima. Frente a esas aulas escolares, lozas deportivas, cunas maternales, cocinas populares, pozos de agua, acequias, pequeñas irrigaciones o caminos erigidos por la organización que presidía Patricia, explicaba que mi gobierno tenía concertado un vasto esfuerzo de ayuda para que los peruanos de bajos ingresos fueran los menos afectados por el sacrificio para salir del entrampamiento estatista y la inflación. El pas no fue una operación publicitaria. Yo no quise hablar de él antes de que su infraestructura básica estuviera montada y tener la garantía absoluta, por parte de los dos responsables de su puesta en marcha -Jaime Crosby y Ramón Barúa- de que la financiación de los mil seiscientos millones de dólares necesarios para impulsar en el curso de tres años las veinte mil obras de pequeño formato en los pueblos marginales y aldeas del Perú estaba asegurada, gracias a organizaciones internacionales, países amigos y el empresariado peruano. El pas era una realidad en marcha en abril y mayo de 1990, y, pese a que la ayuda nos llegaba aún a cuentagotas -ella estaba supeditada a la aplicación de nuestro programa desde el gobierno, sobre todo por parte del Banco Mundial-, era impresionante ver a tantos técnicos e ingenieros y a centenares de trabajadores materializando esos proyectos, escogidos por los propios vecinos como los de mayor urgencia para la comunidad. En todos mis discursos dedicaba la mitad del tiempo a mostrar que aquello que hacíamos desmentía a quienes me acusaban de carecer de sensibilidad social. Ésta debía medirse en realizaciones, no en desplantes.