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A muchos dirigentes del Frente y amigos de Libertad, la nueva estrategia, más humilde y popular, menos ideológica y polémica, les pareció una oportuna rectificación, y pensaron que de este modo recuperaríamos el electorado perdido, aquel que había votado por Fujimori. Pues nadie se hacía ilusiones sobre el voto aprista o el de las variantes socialista y comunista. También nos alentaba el cada vez más decidido apoyo de la Iglesia. ¿No era el Perú un país católico hasta la médula?

Lo último que imaginé fue verme convertido, de la noche a la mañana, en el valedor de la Iglesia Católica en una contienda electoral. Es lo que empezó a ocurrir, apenas reanudada la campaña, cuando fue evidente que, entre los senadores y diputados elegidos de Cambio 90, había por lo menos quince pastores evangélicos (entre ellos, el segundo vicepresidente de Fujimori, Carlos García y García, quien había presidido el Consejo de Iglesias Evangélicas del Perú). El nerviosismo de la jerarquía católica con este súbito ascenso político de organizaciones hasta entonces marginales, fue exacerbado por declaraciones imprudentes de algunos de los pastores elegidos, como Guillermo Yoshikawa (diputado por Arequipa), quien había hecho circular entre sus fieles una carta, exhortándolos a votar por Fujimori con el argumento de que cuando éste fuera presidente, las escuelas y las iglesias evangélicas recibirían el mismo reconocimiento y los mismos subsidios del Estado que la Iglesia Católica. El arzobispo de Arequipa, monseñor Fernando Vargas Ruiz de Somocurcio, salió a la televisión el 18 de abril y reprochó al señor Yoshikawa utilizar argumentos religiosos en la campaña y su actitud desafiante contra la religión mayoritaria en el pueblo peruano.

Dos días después, el 20 de abril, los obispos del Perú hacían una declaración afirmando que «no es honesto manipular lo religioso para servir a fines políticos partidarios», asegurando sin embargo que, como institución, la Iglesia no apoyaba ninguna candidatura. Esta carta pastoral del episcopado quería atenuar la tempestad de críticas que había provocado, en los medios adictos al gobierno -en los que abundaban los católicos progresistas-, una entrevista concedida al programa Panorama, del Canal 5, el Domingo de Resurrección (15 de abril) por el arzobispo de Lima. Cuando el periodista encaró al prelado con una pregunta sobre mi agnosticismo, monseñor Vargas Alzamora, en una polémica interpretación teológica, se extendió en consideraciones para mostrar que un agnóstico no era un hombre sin Dios, sino alguien en pos de Dios, un hombre que no cree pero que quisiera creer, un ser presa de una agónica búsqueda unamuniana al final de la cual se hallaba tal vez el retorno a la fe. Los medios apristas y de izquierda, ya lanzados a una aguerrida campaña en favor de Fujimori, reprocharon al arzobispo su desembozado espaldarazo al candidato «agnóstico», y un «intelectual de izquierda», Carlos Iván Degregori, afirmó en un artículo que con aquella definición de lo que era un agnóstico monseñor Vargas Alzamora «hubiera desaprobado el curso de Introducción a la Teología».

El 19 de abril, a comienzos de la tarde, llegó a mi casa, también escondido en un coche que entró derecho al garaje -pues el cerco de periodistas al lugar no cesó hasta el 10 de junio-, el arzobispo de Arequipa. Pequeñito y con un enorme vozarrón, rebosante de simpatía y de gracia criolla, el buen humor de monseñor Vargas Ruiz de Somocurcio me hizo pasar un momento muy divertido -uno de los pocos, si no el único de estos dos meses- diciéndome que convenía que por el momento me olvidara de las «pamplinas esas de declararme agnóstico», porque yo, hijo de católicos, bautizado y casado por la Iglesia y con hijos también bautizados, era católico para todos los efectos prácticos, lo admitiera o no. Y que, si quería ganar la elección, no me empeñara en seguir diciendo toda la verdad sobre el ajuste económico, pues eso era trabajar para el adversario, sobre todo cuando éste sólo decía lo que podía traerle votos. No mentir estaba muy bien, desde luego; pero decirlo todo en una campaña electoral era hacerse el hara-kiri.

Bromas aparte, el arzobispo de Arequipa estaba muy alarmado por la ofensiva de las sectas evangélicas en los pueblos jóvenes y barrios marginales de Arequipa a favor de Fujimori, campaña que tenía un claro sesgo religioso y, a veces, anticatólico, por el sectarismo de algunos pastores que no ahorraban las críticas a la Iglesia e, incluso, agredían en sus arengas al Papa, a los santos y a la Virgen María. Como monseñor Vargas Alzamora, él también creía que esta guerra religiosa podía contribuir a la desintegración social del Perú. Aunque, de manera explícita, la Iglesia no podía pronunciarse a mi favor, me dijo que, en su diócesis, había alentado a aquellos fieles que, respondiendo al desafío de las sectas, habían decidido hacer campaña por mí.

A partir de entonces la lucha electoral fue adoptando un semblante de guerra religiosa, en la que los ingenuos temores, los prejuicios y las armas limpias se mezclaban con las sucias y los golpes bajos y las más pérfidas maniobras, de uno y otro lado, hasta extremos que lindaban con la mojiganga y el surrealismo. Muy a comienzos de la campaña, un par de años atrás, una activista de Acción Solidaria, Regina de Palacios, que trabajaba en el pueblo joven San Pedro de Choque, me había encerrado en un cuarto del Movimiento Libertad, con una veintena de hombres y mujeres de ese asentamiento, sin advertirme de quiénes se trataba. Apenas estuvimos solos, uno de ellos comenzó a hablar de manera inspirada y a citar de memoria la Biblia, y de pronto los demás comenzaron a acompañar aquella prédica con exclamaciones de «¡Aleluya! ¡Aleluya!», poniéndose de pie y elevando las manos al cielo. Al mismo tiempo me urgían a que los imitara, pues ya estaba allí el Espíritu Santo, y a que me arrodillara en señal de humildad ante el recién venido. Completamente desconcertado y sin saber qué actitud adoptar ante el imprevisto happening -algunos se habían puesto a llorar, otros oraban de rodillas, con los ojos cerrados y los brazos en alto- yo anticipaba la impresión que se llevarían aquellas comisiones que andaban siempre recorriendo los pasillos de Libertad en pos de un lugar donde reunirse, si abrían la puerta y se daban con semejante espectáculo. Por fin los evangélicos se calmaron, compusieron y partieron, asegurándome que yo era el ungido y que ganaría las elecciones.

Creo que ésa fue mi primera experiencia directa de la penetración de las sectas evangélicas en los sectores marginalizados del país. Pero, aunque tuve luego muchas otras, y algunas tan sorprendentes como aquélla, y me acostumbré, en todas mis visitas a las barriadas, a ver en puertas de endebles cabañas y chozas la infalible enseña de pentecostales, bautistas, de la alianza cristiana y misionera, el pueblo de Dios y otras decenas de iglesias de nombres a veces de pintoresco sincretismo, sólo en la segunda vuelta advertí la magnitud del fenómeno. Era verdad, en muchos lugares pobres del Perú, donde la Iglesia Católica no tenía presencia alguna por la escasez de sacerdotes o porque la violencia terrorista contra los párrocos (muchos habían sido asesinados por Sendero Luminoso) los había obligado a partir, el vacío había sido llenado por predicadores protestantes. Éstos, hombres y mujeres casi siempre de origen muy humilde, armados del celo infatigable y ferviente de los pioneros, vivían allí, en las mismas condiciones elementales de los vecinos de esos pueblos y habían logrado muchos conversos para esas iglesias cuya exigencia de entrega total y apostolado permanente -tan distinto del compromiso laxo y a veces sólo social del catolicismo- resultaba, paradójicamente, un atractivo para quienes, por la precariedad de sus vidas, encontraban en las sectas un orden y una seguridad a qué aferrarse. Convertido el catolicismo por la tradición y la costumbre en la religión oficial -formal- del Perú, las iglesias evangélicas habían pasado a representar la religión informal, un fenómeno acaso tan extendido como, en la economía, el de los comerciantes y empresarios informales (a los que Fujimori había tenido la astucia de incorporar a su candidatura, llevando como primer vicepresidente a Máximo San Román, un humilde cusqueño, empresario informal, presidente de la Federación de la Pequeña Industria, que desde 1988 agrupaba a las principales organizaciones provinciales de los informales, y la Asociación de Pequeños y Medianos Empresarios del Perú).

Yo no tenía antipatía alguna contra los evangélicos y, más bien, mucha simpatía por la manera como muchos de sus pastores se jugaban la vida en las sierras y pueblos jóvenes (donde eran víctimas tanto de terroristas como de la represión militar) y por lo que había sido, casi siempre en el mundo, la postura evangélica a favor de la democracia liberal y la economía de mercado. Pero el fanatismo y la intolerancia con que asumían algunos de ellos su apostolado me molestaba tanto como cuando asomaban en católicos o en políticos. A lo largo de la campaña tuve varias reuniones con pastores y dirigentes de iglesias protestantes, pero nunca quise establecer alguna forma de relación orgánica entre ellos y mi candidatura ni hice a aquéllos otra promesa que, durante mi gobierno, se respetaría a carta cabal la libertad de cultos en el Perú. Precisamente por haberme declarado agnóstico, me cuidé durante los tres años de evitar que la cuestión religiosa metiera su cabeza en la campaña, aunque nunca rehusé recibir a los religiosos, de cualquier confesión, que quisieron verme. Recibí a decenas, de las más variopintas denominaciones, confirmando, una vez más, en esas entrevistas, que nada atrae a la locura (ni la excita tanto) como la religión. Una tarde, mi hijo Gonzalo entró alarmado a sacarme de una reunión: «¿Qué le pasa a mi mamá? Acabo de abrir una puerta y la he visto, con los ojos cerrados y las manos juntas, con un tipo que salta alrededor de ella como un piel roja, dándole golpecitos en la cabeza.» Era un mago, pastor e imponedor de manos, Jesús Linares, protegido del senador Roger Cáceres, del Frenatraca, quien me había urgido a recibirlo, asegurándome que se trataba de un hombre con poderes espirituales y vidente, que lo había ayudado siempre en sus batallas electorales. Yo no tuve tiempo de verlo y en mi lugar lo recibió Patricia, a la que el pastor convenció de que se sometiera a aquel extraño rito del que, decía, derivarían la salud espiritual y la victoria en las urnas. [59] Éste fue uno de los más originales, pero no el único personaje con poderes ocultos que quiso trabajar por mi candidatura. Otra fue una pitonisa que, poco antes de la segunda elección, me hizo llegar una carta proponiéndome que, para ganar las elecciones, tomáramos Patricia, yo y ella, juntos, un baño astral (sin precisar en qué consistía).

[59] El personaje visitó también a Álvaro, quien, como Patricia, aceptó someterse a la imposición de manos y ha dejado un testimonio del episodio en El diablo en campaña, pp. 180-181.