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¿Había sido para él una sorpresa que, en las elecciones de dos días atrás, hubieran salido elegidos, en las listas del ingeniero Fujimori, una veintena de diputados y senadores evangélicos? Bueno, sí, como para todo el Perú. Aunque el arzobispado había tenido noticia antelada, por los párrocos, de una movilización muy animosa de los pastores de sectas evangélicas, en los pueblos jóvenes y en las aldeas y pueblecitos serranos, a favor de aquella candidatura. Se habían metido mucho, aquellas sectas, en los sectores marginados de la sociedad peruana, llenando el vacío que dejaba la Iglesia Católica por la escasez de sacerdotes. Nadie quería resucitar las guerras de religión, bien muertas y enterradas, por supuesto. La Iglesia se llevaba en buena armonía con las ramas históricas de la Reforma, en estos tiempos de tolerancia y ecumenismo. Pero esas sectas, a menudo diminutas y a veces de extravagantes prácticas y doctrinas, que tenían sus casas matrices en Tampa y en Orlando, ¿no iban a añadir un factor más de fractura y división en esta sociedad ya tan fragmentada y dividida que era la peruana? Sobre todo si, como parecía, por las beligerantes declaraciones de algunos de los flamantes diputados y senadores evangélicos, venían en son de guerra contra los católicos. (Uno de ellos había declarado que, ahora, habría una iglesia protestante junto a cada templo papista del Perú.) Con todas las observaciones y críticas que se le pudiera hacer, la Iglesia Católica era uno de los más extendidos lazos de consanguinidad entre peruanos de distintas etnias, lenguas, regiones o niveles económicos. Uno de los pocos vínculos que habían resistido las fuerzas centrífugas que venían enemistando y enconando a unos contra otros. Sería una lástima que la religión se convirtiera en otro factor de divorcio entre los peruanos. ¿No me parecía?

Ya que tantas cosas se habían perdido o iban mal, las buenas que quedaban había que tratar de preservarlas, como objetos preciosos. La democracia, por ejemplo. Era indispensable que no se desvaneciera, una vez más en nuestra historia. No dar pretextos a quienes querían acabar con ella. Éste era un asunto que, aunque no fuera oficialmente de su competencia, él lo tomaba muy a pecho. Había rumores alarmantes, en las últimas horas de un golpe de Estado, y el arzobispo creía su deber comunicármelos. Que yo me retirara de la contienda electoral podía ser el pretexto para que los nostálgicos de la dictadura dieran el zarpazo, alegando que la interrupción del proceso provocaba inestabilidad, anarquía.

La víspera había tenido una reunión con algunos obispos y habían cambiado ideas sobre estos temas y todos coincidieron en lo que acababa de decirme. Había visto al padre Gustavo Gutiérrez, amigo mío, y también me aconsejaba continuar en la lid electoral.

Agradecí a monseñor Vargas Alzamora su visita y le aseguré que tendría muy en cuenta todo lo que le había oído. Así fue. Hasta su llegada a mi casa estaba convencido de que lo mejor que podía hacer era crear, mediante mi renuncia a la segunda vuelta, una situación de hecho en la que había enormes posibilidades de que Fujimori llegara a una alianza con el Frente Democrático, que diera solidez al futuro gobierno e impidiera que éste resultara una mera continuación del de Alan García. Pero su advertencia de que ello podía desencadenar un golpe de Estado -«tengo elementos de juicio suficientes para decir esto»- me hizo vacilar. Entre todas las catástrofes que le podían sobrevenir al Perú, la peor era retroceder una vez más a la época de los cuartelazos.

Acompañé a monseñor Vargas Alzamora hasta el automóvil, en el garaje, de donde salió nuevamente a ocultas. Subí al escritorio a recoger un cuaderno de notas y entonces vi que surgía del bañito que allí tengo la robusta María Amelia Fort de Cooper, como si levitara. La llegada del arzobispo la había sorprendido en el baño y allí se quedó, encogida y muda, escuchando nuestra charla. Había oído todo. Parecía alelada. «Has leído la Biblia con el arzobispo», murmuraba, extática. «Yo lo he oído y podría jurar que por aquí ha pasado la pa-lo-ma.» María Amelia, que tiene cuatro pasiones en la vida -la teología, el teatro y el psicoanálisis, pero, sobre todo, los waffles con chocolate, almíbar y crema chantilly-, se había trepado, en la noche del mitin de la plaza San Martín, de 1987, a un techo del edificio junto al cual estaba la tribuna, con costales de pica-pica, que me fue lanzando sobre la cabeza mientras yo pronunciaba mi discurso. En el mitin de Arequipa los botellazos de apristas y maoístas me salvaron de nuevas dosis de esa urticante mistura, pues tuvo que esconderse, con Patricia, debajo del escudo de un policía; pero en el mitin de Piura perfeccionó sus métodos y consiguió una especie de bazuka con la cual, desde un punto estratégico de la tribuna, me disparaba cañonazos de pica-pica, uno de los cuales, a la hora de los vítores finales, me dio de lleno en la boca y casi me ahoga. Yo la había convencido para que en el resto de la campaña se olvidara de la pica-pica y trabajara, más bien, en la Comisión de Cultura de Libertad, lo que, en efecto, hizo, reuniendo en ella a un grupo excelente de intelectuales y animadores culturales. Como otros católicos militantes de Libertad, albergaba siempre la esperanza de que yo volviera al redil religioso. Por eso, la escena del escritorio la dejó arrobada.

Bajé a la sala e informé a mis amigos de la Comisión Política sobre la entrevista, rogándoles reserva, y bromeándoles, para descargar la tensión, sobre esas increíbles ocurrencias de ese increíble país en el que, de pronto, las esperanzas de la Iglesia Católica para hacer frente a la ofensiva de los evangélicos parecían aposentarse sobre los hombros de un agnóstico.

Continuamos cambiando ideas un buen rato y finalmente acepté postergar mi decisión. Me tomaría un par de días de descanso, fuera de Lima. Entretanto, evitaría a la prensa. Para aplacar a los periodistas de la puerta, pedí a Enrique Chirinos Soto que hablara con ellos. Debía limitarse a decirles que habíamos hecho una evaluación de los resultados electorales. Pero Enrique entendió que había hecho de él un vocero mío permanente, y tanto al salir de mi casa, como en Nueva York y luego en España, donde viajó por esos días, hizo declaraciones desatinadas en nombre del Frente -ni el hombre más inteligente lo es las veinticuatro horas del día-, como aquella de que en el Perú nunca había habido un presidente que fuera peruano de primera generación, que los cables rebotaron al Perú y que me hacían aparecer avalando ideas antediluvianas y racistas. Álvaro se apresuró a desmentirlo, apenado de tener que hacerlo, por el aprecio y gratitud que sentía hacia Enrique, quien había sido su maestro de periodismo en La Prensa, y yo lo hice también, ésa y todas las veces que oí, a mi alrededor, semejante argumento contra mi adversario.

Pero ello no impidió que, en esos sofocantes sesenta días entre el 8 de abril y el 10 de junio, los dos temas que asomaron esa mañana en las reuniones en mi casa se convirtieran en protagonistas de las elecciones: el racismo y la religión. A partir de entonces, el proceso tomaría un cariz que me hizo sentir atrapado en una telaraña de malentendidos.

Esa misma tarde fuimos con Patricia -Álvaro, indignado por haber cedido yo a las presiones, se negó a acompañarnos- a una playa del Sur, a casa de unos amigos, con la esperanza de tener un par de días de soledad. Pero, pese a la complicada maniobra que intentamos, la prensa descubrió aquella misma tarde que estábamos en Los Pulpos y tendió un cerco a la casa donde me alojé. No podía salir a la terraza a tomar sol sin ser asaltado por camarógrafos, fotógrafos y reporteros que atraían a curiosos y convertían el lugar en un circo. Me limité, pues, a conversar con los amigos que venían a verme, y a tomar algunas notas con miras a la segunda vuelta, en la que había que tratar de corregir aquellos errores que más habían contribuido, en las últimas semanas, a la caída en picada del apoyo popular.

A la mañana siguiente se presentó en la playa Genaro Delgado Parker, a buscarme. Maliciando a qué venía, no lo vi. Habló con él Lucho Llosa y, como imaginaba, traía un mensaje de Alan García, quien me proponía una entrevista secreta. No acepté y tampoco las otras dos veces en que el presidente me hizo la misma propuesta, a través de otras personas. ¿Cuál podía ser el objeto de esa reunión? ¿Negociar el apoyo del voto aprista en la segunda vuelta? Ese apoyo tenía un precio que yo no estaba dispuesto a pagar y mi desconfianza hacia el personaje y su ilimitada capacidad para la intriga era tal que, de entrada, invalidaba cualquier entendimiento. Sin embargo, cuando, días después, hubo una propuesta formal del partido aprista para entablar un diálogo con el Frente, nombré a Pipo Thorndike y a Miguel Vega Alvear, quienes celebraron varias reuniones con Abel Salinas y el ex alcalde de Lima, Jorge del Castillo (ambos muy próximos a García). El diálogo no condujo a nada.

Apenas regresé a Lima, el fin de semana del 14 y 15 de abril, empecé a preparar la segunda vuelta. En la playa, llegué al convencimiento de que no había alternativa, pues mi renuncia, además de crear un impasse constitucional que podía servir de coartada para un golpe de estado, sería inútil: todas las fuerzas del Frente eran reacias a establecer acuerdo alguno con Fujimori, a quien consideraban demasiado comprometido con el apra. Era preciso poner buena cara al mal tiempo y tratar de levantar la moral de mis partidarios, que, desde el 8 de abril, andaba por los suelos, para, por lo menos, perder bien.

Las críticas y la búsqueda de responsables por los resultados de la primera vuelta menudeaban en nuestras filas; en los medios de comunicación proliferaban las acusaciones contra diversos chivos expiatorios. Sobre Freddy Cooper, como jefe de campaña, se encarnizaban tirios y troyanos, y también sobre Álvaro, Patricia -a la que se acusaba de ser el poder detrás del trono y abusar de su influencia sobre mí-, y contra Lucho Llosa y Jorge Salmón por la manera como habían manejado la publicidad. No faltaban las críticas contra mí, por haber permitido el derroche propagandístico de nuestros candidatos parlamentarios y muchas otras cosas. Algunas, muy justificadas, y, otras, de franco racismo al revés: ¿por qué habíamos mostrado tantos dirigentes y candidatos blancos en el Frente, en lugar de balancearlos con indios, negros y cholos? ¿Por qué había sido una cantante rubia y de ojos claros -Roxana Valdivieso- la que animaba los mítines cantando el himno del Frente, en lugar de una cholita costeña o una india serrana con las que hubieran podido identificarse mejor las oscuras masas nacionales? Aunque se atenuaron luego, estos raptos de paranoia y masoquismo continuaron haciéndose oír en nuestras filas a lo largo de los dos meses de la segunda vuelta.