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El veredicto absolutorio, que contó con el respaldo de la totalidad de los miembros del jurado, no sorprendió demasiado a nadie, y menos a los investigadores, que habían visto a lo largo del juicio cómo se les iba desmoronando la historia que con tanto esfuerzo habían tratado de construir. Para todos los periódicos, la gran noticia fue la absolución del concejal. Las protestas de la madre de Iván López, que como es natural se quejó amargamente ante quien quiso escucharla de que el asesinato de su hijo quedase impune, tuvieron mucho menos eco. Quizá no fueron ajenas a esta reacción las hábiles maniobras de la abogada de Gómez Padilla, que a lo largo de la vista oral consiguió ofrecer al jurado datos de que la víctima andaba en tratos con vendedores de droga, suministrando así una hipótesis alternativa desprovista de cualquier aliciente informativo. En la vida hay clases incluso entre los muertos. Y un muerto en un ajuste de cuentas por droga es poco más que un muerto en accidente de tráfico. Apenas un detalle del paisaje.

Por la tarde, tal y como habíamos quedado, fui a ver al comandante. Con su habitual y desarmante laconismo, me preguntó:

– ¿Y bien?

A él le bastaba con esos dos monosílabos, pero yo tenía que ser ingenioso. Lo que resulta un verdadero fastidio, porque, como cualquiera, sólo soy capaz de resultar ingenioso una o como mucho dos veces por semana.

– Bueno -dije, mientras pensaba-, en cuanto a la galería humana, prefiero reservarme mi opinión hasta que la conozca personalmente. Pero puede dar juego, sin duda. Me he fijado más en algunos detalles mecánicos. Iban dos hombres en el coche, cuando la patrulla de los nuestros lo vio pasar. ¿Eran dos asesinos, o el asesino y la víctima? No es irrelevante, porque lo primero plantea la necesidad de buscar a dos personas, mientras que lo segundo sugeriría una mínima confianza entre Iván López y su ejecutor, y debería haber contribuido a descartar a Gómez Padilla. Otro detalle: la única lesión del cadáver era el tajo de cuchillo. No hay heridas de defensa, ningún golpe, ninguna contusión. Lo mataron por sorpresa, cuando no se lo esperaba. No supo que lo estaban matando hasta que sintió correr la sangre.

– Bueno, es normal -opinó Pereira-. Con confianza o sin ella, a la gente suelen degollarla desde detrás. Es lo más cómodo.

– Desde luego. Pero es más fácil llegarle por detrás a quien está tranquilo y desprevenido. Ya sé que no es concluyente, pero podemos manejarnos con eso. De todos modos, creo que tenemos alguna razón para ser optimistas.

– ¿Ah, sí?

– En el coche encontraron muestras de cabello de cinco personas. Cuatro de ellas, identificadas: Gómez Padilla, su mujer y sus dos hijos. Y la quinta, sin identificar. Cuando la investigación les llevó por otro camino, no le dieron más vueltas al dato. Pero ahí está. No es del todo improbable que tengamos un cabello del asesino. O lo que es lo mismo, su ADN.

– Bueno, no te entusiasmes. A lo mejor es un pelo de un familiar, o de un compañero del concejal. Cualquiera que haya montado en el coche.

– Lo veremos, mi comandante.

– Muy bien, pero ya sabes que eso lleva tiempo. Por lo pronto, aprovecha las dos semanas para sacar todo lo que puedas sobre el terreno. Ah, por cierto, me veo en el desagradable deber de decirte que lo primero que debes hacer es ir a ver al subdelegado del gobierno. Quiere estar al tanto.

– No me diga.

– Lo siento, Vila. Ha insistido. Dale un poco de coba, tampoco te cuesta.

– Ya sabe que prefiero evitar las relaciones protocolarias.

– Pues ésta no puedes evitarla. Que haya suerte. Y me vas contando.

A veces, uno tiene ganas de viajar. Por la razón que sea, está harto del lugar donde vive, y le entra el barrunto de que le hará bien cambiar de aires. Otras veces, la perspectiva de viajar se antoja inoportuna y desalentadora. En definitiva, uno se va a otra parte y el mundo sigue siendo el mismo, porque es el mismo el que lo mira, y lejos de casa ni siquiera se tiene el consuelo de las pequeñas cosas familiares que le ayudan a uno a construir la ficción de que sabe dónde está y por qué. Aquella tarde de febrero, quizá porque era gris y fría y porque debía pedirle un favor a mi ex mujer, mi estado de ánimo era más bien el segundo. Pensaba en hacer la maleta y en lo que iba a meter en ella como en una penitencia insoportable.

– De siete a nueve -concedió mi ex mujer, con su severidad habitual-. Ni un minuto más, que luego se le trastoca todo el horario y lo padezco yo.

Era justo. En realidad, ella estaba hecha de mejor pasta de lo que yo solía reconocerle. La culpa de todo, si es que en estos asuntos hay culpas, que seguramente sí, la había tenido yo. Y ahora no podía esperar que ella se mostrara dulce y generosa conmigo. Había perdido ese derecho.

Aproveché aquellas dos estrechas horas con mi hijo como pude, es decir, con más pena que gloria. A sus nueve años, tenía el don de desconcertarme casi siempre, porque en los seis o siete días que pasaban entre cada uno de nuestros encuentros cambiaba de forma a veces difícil de asimilar. Se dejó interrogar sobre el colegio y demás cuestiones cotidianas con la habitual displicencia, y aceptó el plan, un rato de scalextric, con su no menos invariable desgana. Luego no lo pasó mal, porque hicimos un circuito grande y le dejé ganar y echarme a la cuneta en las curvas. Pero a pesar de todo, en toda la tarde no logré que se me disipara la sensación de fracaso.

Antes de restituirlo al cobijo de su madre, quise mitigar el mal:

– Con este viaje nos han hecho una faena. Pero ya nos desquitaremos.

– ¿Cómo? -preguntó, sin dejar de mirar al frente.

– No sé, piensa en lo que más te apetezca.

– Me apetece que me lleves a disparar.

Debía habérmelo temido. Tenía esa fijación.

– Eres demasiado pequeño para sujetar la pistola. Y ya te he dicho que no puedo gastar la munición como me parezca. No es mía.

– Entonces me apetece dejar de ser demasiado pequeño y tener dinero para comprarme mi propia pistola y mis propias balas.

– Ya. Pero para eso vas a tener que esperar un poco. Piensa en otra cosa.

– Bueno, ya lo pensaré. Adiós.

Aquella noche, como muchas noches, tardé en dormirme. Empecé acordándome de cuando vivíamos los tres juntos, de aquella época lejana en que Andrés se conformaba con pistolas de agua y su madre acariciaba al decirlo mi nombre de pila. Luego me puse a pensar en La Gomera, donde nunca había estado. Pasó fugazmente por mi mente la imagen de Chamorro, que a esas horas dormiría a pierna suelta en su cama, o quizá, preferí no completar la suposición. Me dormí dándole vueltas a los detalles de la muerte de Iván López von Amsberg y, como el triste vampiro que era, soñé con un cuchillo que resbalaba sobre una garganta y con la sangre que acudía, puntual y alborotada, a derramarse sobre el pecho de un muchacho desprevenido.