Изменить стиль страницы

Capítulo 2 LA RUTINA DEL VAMPIRO

La primera vez que vi el rostro del ex concejal y ex vicepresidente del cabildo insular Juan Luis Gómez Padilla fue en una fotografía de periódico. Era un rostro cansado, y sin embargo feliz. La fotografía se la habían tomado a la salida de la audiencia provincial de Tenerife, el mismo día en que el veredicto unánime de un jurado popular le había absuelto del asesinato de Iván López von Amsberg. Su carrera política ya había quedado hecha trizas y sus cabellos prematura y completamente encanecidos daban cuenta del infierno que acababa de atravesar. Pero su mirada, en aquella foto, era la de un hombre que vuelve a ver la calle sintiéndose libre. Y ésa, como sólo sabe quien durante un tiempo la ha perdido, es una gloriosa sensación.

La fotografía me la había facilitado mi nunca bastante reverenciado amo y señor, el comandante Pereira, dentro de un grueso expediente en cuya cubierta se leía el nombre del muchacho muerto. Mientras esperaba a que terminase de confirmar mis sospechas sobre por qué y para qué me ponía el paquete en las manos, comprobé la fecha del periódico y eché cuentas. Hacía once meses de la absolución. Dos años y tres meses del crimen. Lo que en la jerga de la unidad central solíamos llamar un asunto podrido. No es en absoluto inusual que nos lleguen muertos pasados de fecha, para eso somos los expertos, pero si encima ha habido un juicio y el sospechoso ha salido libre, nos encontramos en la modalidad más extrema de los asuntos putrefactos. Repasé deprisa mi comportamiento en el último trimestre, por si encontraba alguna torpeza o maldad que me hiciera acreedor a semejante castigo.

– Quiero que sepas que no me siento nada feliz pasándote esta patata -me confortó el comandante, disipando mis temores-. Lo hago porque antes me la han pasado a mí, y creo que tienes derecho a saber por qué.

– Bueno, parece evidente -me apresuré a deducir-. Una investigación fallida, dos años perdidos. Ése es nuestro negocio. Ya estoy resignado.

Pereira frunció la nariz.

– Sí y no. Hay un matiz peculiar, que creo que te conviene saber. Después del juicio, el caso estuvo un tiempo estancado. La gente de policía judicial de la zona se quedó jodida con el veredicto absolutorio, tenían otras tareas, o les dio pereza volver a remover la cosa. No me preguntes. Lo cierto es que durante un año no se ha hecho nada. La razón de la actual reactivación, y de que nos metan a nosotros, no es que de repente alguien haya sentido la llamada del deber o el escozor del orgullo profesional herido. Es mucho más simple. Resulta que la mujer del nuevo subdelegado del gobierno es prima de la madre del chico al que mataron. Y que lo que hasta hace un mes era una carpeta polvorienta que todo el mundo intentaba olvidar, se ha convertido en la prioridad número uno. Te lo digo para que tomes nota.

– Me doy por enterado, mi comandante -dije-. ¿Anda también interesada la prensa? Por saber hasta dónde y cuánto van a putearnos.

Pereira se encogió de hombros.

– Por lo que me cuentan, la prensa perdió el interés después de la absolución del concejal. Gastada la veta morbosa, y ante la posibilidad de que el crimen fuera por razones más prosaicas, debieron olvidarse.

– ¿La veta morbosa?

– Lo leerás en la carpeta. El móvil que se le atribuía al concejal para matar al chaval. Por lo visto, el muerto se cepillaba a su hija de quince años.

– Ah.

– Sí, tampoco es gran cosa, una chica de quince años hoy día muy bien puede ser una comehombres veterana, como además parece que era el caso. Pero ya sabes que siempre que hay derramamiento de jugos corporales de por medio a la historia se le encuentra mucho más aliciente.

– Sí, eso decía el viejo Sigmund Freud. Pero se supone que ya estaba superado y que no era más que un salido y un capullo.

Pereira enarcó las cejas.

– Cuidado con quien me mezclas. Ya sabes que yo no me junto con ateos. Y menos con psiquiatras. A ti te soporto porque sólo eres psicólogo.

Pereira, mi comandante, siempre había sido un hombre de fundamentos, sólido catolicismo y recia salud mental. Por eso era tan bueno, casi inmejorable, llevando un negociado de tarados, como lo éramos algunos de los que estábamos a sus órdenes y prácticamente toda la clientela. Entre él y yo había uno de esos pactos que son más frecuentes de lo que a primera vista cabe imaginar, y que unen a personas con visiones del mundo radicalmente distintas (bueno, él tenía una, yo sólo un bosquejo) en la persecución de una insospechada finalidad común. Ya hacía más de seis años que trabajaba a sus órdenes y podíamos entendernos sólo con la mirada. Yo sabía lo que él esperaba de mí, y él sabía lo que yo podía darle. Por lo demás, a ambos nos asistía la confortable certeza de que ninguno de los dos dejaría por nada del mundo tirado o con el culo al aire al otro. Que ya es mucho más de lo que muchos jefes pueden esperar de sus subordinados y viceversa.

– En fin -recapituló mi comandante-. Tómate la mañana para empaparte de los papeles. Por la tarde hablamos y mañana mismo te vas a Canarias.

– Bueno, hay peores sitios a los que ir, en febrero.

– Como me caes bien, aunque seas un ácrata camuflado, te voy a dar dos semanas. Ni que decir tiene que se valorará muy positivamente que no agotes el plazo que te otorgo. Pero tampoco te amontones por eso. Por la conversación que he tenido con el subdelegado del gobierno, éste es uno de esos asuntos que más vale llevar bien derecho desde el principio.

El roce no sólo proporciona el conocimiento recíproco, sino también una multitud de sobreentendidos. No consideré necesario, por ello, protestarle a mi jefe por el juicio que acababa de realizar sobre mí: él ya sabía que a pesar de almacenar en mi interior un germen anárquico, en eso acertaba, resultaba en general bastante pulcro y bien mandado y siempre me las arreglaba para mantener las formas frente a los extraños y las autoridades competentes. Así que preferí derivar hacia un aspecto de índole más práctica:

– Supongo que se me permitirá llevar alguna ayuda.

– Claro, el caso lo merece, no vamos a reparar en medios.

– ¿Puedo elegir?

Pereira esbozó una sonrisa maliciosa.

– Te doy hecha la elección, hombre. Llévate a tu Chamorrito. Ya sé que es lo que quieres.

Me fue difícil mantener la impasibilidad ante la mirada de mi perspicaz comandante. Pero por fortuna, podía respaldar con una fría e inquebrantable convicción profesional cada una de las palabras que dije a continuación:

– No sólo es que trabaje a gusto con ella, que no lo niego. Es que me parece la mejor para esta clase de marrones.

– ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

– Porque no se rinde nunca.

– Sí, es dura, la Chamorrito -concedió Pereira, pensativo-. Una tía con un par de cojones.

Me imaginé la cara que habría puesto Chamorro, si hubiera escuchado al comandante, tratándola en diminutivo y formulando sobre ella esa clase de observaciones. Me representé la ira que le asomaría a los ojos, y que sin embargo contendría. O no. A veces no se sabía del todo, con ella.

– Tenga usted cuidado, mi comandante. Ya sabe que alguno ha ido de gracioso cambiándole de orden las letras del apellido. Y es una broma desafortunada, aunque sólo sea porque no hay nada de eso.

– Bueno, hombre, aquí se echan muchas horas. De alguna manera hay que distraerse. Y por suerte te tiene a ti, para protegerla.

Pensé en responderle, pero una de las consecuencias de tratar con alguien que lleva una estrella gorda de comandante en el hombro, cuando tú sólo llevas galones de sargento, es que más vale abstenerse de replicar a todo lo que a uno le dicen, aunque se tenga a punto una frase ingeniosa o demoledora. Especialmente cuando se tiene a punto una frase así.

– Muy bien, Vila -concluyó Pereira-. Ahí tienes tu toro, y a tu banderillera preferida. Sólo espero que te concentres en el bicho y que rehuyas la tentación. Quince días en Canarias son una ocasión inmejorable para perder el control con una chica joven. Y ya sabes lo escasos que andamos de ellas y lo mucho que nos cuesta conservarlas cuando dejan de ser solteras.

La última frase de Pereira se había salido del tono relajado de la conversación. Era verdad que casi todas las chicas, en cuanto se casaban y pensaban en tener hijos, se largaban de la unidad. El régimen de trabajo allí, con viajes prolongados y a veces imprevistos, jornadas ilimitadas y desorden vital continuo, no era, desde luego, el más propicio para conjugarlo con una maternidad responsable. Tampoco con una paternidad en condiciones; de eso sabía yo algo. Y era una lástima, incluso para el propio Pereira, a quien no podía considerarse precisamente un ferviente adalid feminista. Porque las mujeres trabajaban bien y, sobre todo, eran formidables para actuar de incógnito. Aunque los ciudadanos, y en particular los malos, supieran que en la Guardia Civil había mujeres, aún les costaba intuir a la guardia en la simpática chica en vaqueros que les daba palique en la barra del bar.

– Me parece que me juzga a la ligera, mi comandante -repuse, con aire digno-. Y no creo haberle dado motivos. Además, si Chamorro deja de estar soltera, no será por mi culpa. Ya tiene novio.

Pereira puso un gesto de asombro.

– Coño, no tenía ni idea. ¿Y se sabe quién es?

Detesto el comadreo, aunque sea con el superior de uno y por motivos tangencialmente profesionales. Por eso traté de ser lo más parco posible.

– Uno de la empresa. Lo conoció en el curso de cabo.

– Me cago en diez, si lo sé no la mandamos. ¿Y dónde anda él?

– En los GRS, aquí en Madrid.

– Anda la leche, un antidisturbios. Qué cosas. No me habría imaginado eso de Chamorro. Mira tú, la vida te sorprende siempre. En fin, espero que no dure. Porque pienso como tú, que es la mejor tía que tenemos.

No era común que Pereira emitiera juicios como aquél acerca de su propia gente. Me permitió acabar nuestra entrevista con una sensación no del todo desagradable, después de haber soportado sus irónicas insinuaciones y de haber tenido que hacerle de correveidile sobre la vida sentimental de mi compañera. Una cuestión que, por otras razones que no viene al caso explicar, me resultaba ya de por sí suficientemente incómoda.

Andaba revolviendo todas estas cosas en la cabeza cuando, con la carpeta debajo del brazo, me acerqué a la mesa de Chamorro. Estaba, como era su costumbre en los momentos de relativa calma, poniendo en limpio informes, clasificando papeles y rematando expedientes. Una de las grandes ventajas de trabajar con ella, aparte de que fuera sagaz, voluntariosa y sacrificada, era que uno siempre sabía donde encontrar luego la información que iba recopilando. Aunque ella se enfadara si se lo hacías notar. Como individuo naturalmente caótico, me desconcierta lo rabiosa que se pone la gente ordenada cuando le reconoces y le envidias su provechosa cualidad.