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– Chamorro, ¿has estado alguna vez en La Gomera?

Mi compañera alzó apenas la vista.

– ¿En La Gomera?

– Sí. Esa isla pequeña, al oeste de Tenerife.

– En Tenerife sí estuve, en el viaje de fin de curso de COU. Pero en La Gomera no, nunca. ¿Por qué?

– Pues vete pensando en sacar la ropa de verano del armario. Tenemos tajo por allí -le enseñé la carpeta-. Un chico joven y guapo al que le afeitaron el cuello hace un par de años. Y nos vamos mañana.

– ¿Mañana?

– Sí, Chamorro, mañana. Voy a darle una vuelta a todo este papelote y luego te lo paso. Ve cerrando lo que haya que cerrar y piensa en faltar de aquí unos quince días.

– Quince días, nada menos -repitió, apagada-. No me fastidies. Yo tenía plan para este fin de semana.

– Pues llamas al increíble Hulk y le dices que soy un cabrón.

– No le llames increíble Hulk.

– Lo siento, Virginia -me retracté-. A mí también me han fastidiado. Tenía al niño este fin de semana. Le han regalado un triunfo a Barbara Stanwyck, y ya sabes que no hay cosa que me dé más por culo en esta vida.

– No sé si preguntarte por qué le pusiste ese mote a tu ex mujer.

– ¿Barbara Stanwyck? Es clavada. Y la Stanwyck siempre hacía de mala. Una señal que debería haber atendido, en su momento.

– Mira que eres tonto, cuando te pones.

– No es ninguna tontería. Yo creo en esas cosas. En las señales. En algo hay que creer, cuando dejas de creer en el sexo y el alcohol.

Chamorro se echó a reír. No voy a ocultar que me gustaba conseguirlo. Que lo intentaba, quizá más a menudo de lo que debía.

– Está bien, cabo -recobré la seriedad-. Ya tiene sus órdenes, así que vaya cumpliéndolas. Pídale disculpas a Conan el Bárbaro en mi nombre. Yo me voy a estudiar esta novela que me ha puesto como lectura el profe.

– Tampoco me hace gracia que le llames Conan -la oí refunfuñar, mientras me dirigía a mi mesa. Pero a mí me parecía un apelativo nada ofensivo, más bien elogioso, para un tipo que medía 1,90 y se pasaba la vida metiéndose caña en el gimnasio, cuando no metía leña a los demás.

Muy a menudo me pregunto por qué, entre todos los caminos que podría haber tomado en la vida después de comprender que había hecho una elección errónea licenciándome en Psicología, resolví ingresar en la Guardia Civil. En su momento, dispuse de la ventaja de tomar la decisión basándome en consideraciones de corto plazo: el temario no era muy grande, las pruebas físicas no me resultaban inasequibles, y en pocos meses, si pasaba el examen, podía estar ganando un sueldo y devengando lentamente una magra pensión. Se me dirá que eso no es gran cosa, pero para un desempleado de larga duración, y a los efectos huérfano de padre, suponía un poderoso estímulo. Lo que ocurre es que luego el tiempo pasa, la vida te va presentando facturas, unas aciertas a pagarlas, muchas no, y al final la pregunta tienes que repetírtela en condiciones mucho menos diáfanas. Me veía obligado a hacérmela aquella mañana de lunes, por ejemplo: mientras me zambullía en un expediente de homicidio, sin poder sacarme de la cabeza que tendría que marcar el número de mi ex mujer para mendigarle que me permitiera ver a mi hijo esa misma tarde, aunque no me tocaba, y sin dejar de darle vueltas a lo que le diría a mi cada día más taciturno vástago para excusar mi enésimo incumplimiento como padre, sostén afectivo y ejemplo moral. Lo malo del envejecimiento, aunque sólo fuera el debido a los treinta y ocho años que hasta entonces yo había visto transcurrir, es que te enseña a encontrar gateras por las que huir de casi todo, e incluso a tener bien clasificadas las gateras en función de su eficacia como vías de escape. Por eso, sabía que una de las soluciones más efectivas que se me ofrecía era meterme a fondo en aquellas vidas ajenas que los papeles que tenía ante mis ojos recogían en sueltos y violentos retazos. Media hora antes, esas vidas no eran de mi incumbencia, ni siquiera de mi interés. Pero ahora no sólo constituían mi obligación profesional y un desafío personal, en tanto que mi honrilla pasaba a estar en juego en función de si lograba averiguar o no quién había puesto fin a los días de aquel muchacho desconocido. Allí, en aquella carpeta, tenía la forma y el camino para llevar adelante unos pocos de mis días, pese a todos los fallos que había cometido al organizar mi existencia. Algo así como la rutina del vampiro, alimentar la vida propia de la muerte de otros.

La lectura de aquel expediente me familiarizó con una investigación, la que habían llevado a cabo mis compañeros de Tenerife, a la que en principio poco reparo cabía oponer. Una vez establecida la identidad entre la sangre hallada en el asiento del BMW del concejal y la poca que quedaba en el difunto, cualquiera habría tirado por donde ellos tiraron. Desplazaron un par de investigadores a la zona y trataron de averiguar si podía establecerse una conexión entre la víctima y el sospechoso. En pocos días supieron de las relaciones del malogrado Iván con la joven hija de Gómez Padilla, y recabaron diversos testimonios de alguna escena destemplada entre el vicepresidente del cabildo y el muchacho, después de que aquél descubriera que López von Amsberg se acostaba con la niña de sus ojos. La más violenta había tenido lugar a la puerta del domicilio de Gómez Padilla, a donde el fallecido había acudido a altas horas acompañando a la hija. Según habían podido saber los investigadores, la chica, de nombre Desirée, y morbosamente atractiva, era conocida del vecindario por su ligereza de costumbres. En cuanto a Iván López, se le consideraba un chaval un poco atolondrado, fanfarrón e impulsivo. En opinión de muchos, no era más que un niño malcriado, al que su buena planta y escasez de seso habían terminado de convertir en un imbécil engreído y caprichoso. Su padre se había largado de casa siendo él muy pequeño, y la madre, una alemana que había llegado allí de vacaciones y que deslumbrada por la isla había decidido quedarse, era casi unánimemente tenida por chiflada desde bastante tiempo antes de que le mataran al hijo.

Si a todo ello se le unía que Gómez Padilla era un hombre de carácter, forzado en su condición de político a mantener una imagen pública, es decir, alguien a quien los devaneos de su hija con semejante zascandil tenían necesariamente que envenenar la sangre, se comprendía que los investigadores hubieran interpretado que por allí seguía su camino. Por más que lo intentaron, no consiguieron identificar al autor de la llamada anónima, aquella que en la noche del crimen había informado de que un hombre cuya descripción coincidía con la de Gómez Padilla había abandonado el BMW rojo tras simular con un destornillador que alguien había forzado la cerradura. Pero la llamada estaba ahí, y a esa hora, las cuatro y cuarto, Gómez Padilla no tenía coartada. Comprobaron la que había ofrecido hasta las tres y media, dos compañeros de partido, y uno de ellos la respaldó, pero el otro se mostró incapaz de precisar. La última vez que había mirado el reloj faltaba poco para las tres, eso era todo lo que podía decir con absoluta certidumbre.

Antes de dar el paso de interrogar al propio Gómez Padilla, en quien dejaron con buen criterio obrar el nerviosismo que pudiera producirle saber que la Guardia Civil estaba verificando su coartada, los investigadores tomaron una iniciativa que también me pareció llena de sentido. Lograron hablar discretamente con la fatídica Desirée, quien según el informe escrito incorporado al expediente exhibía una madurez impropia de su edad y unos modos insinuantes que el hecho de que el informe viniera firmado por una guardia contribuía sin duda a hacer más llamativos. La chica había aceptado hablar del difunto, aunque la había puesto un poco tensa. Declaró no haber estado nunca enamorada del chico, pero que «estaba muy bueno» y que le había apetecido «hacérselo con él». Que ella no se andaba con tonterías y no le importaba lo que pensaran los demás. Que le daba pena que lo hubieran matado, claro, pero que estaba segura de que su padre no había tenido nada que ver. Iván iba a veces con mala gente, apuntó. Preguntada sobre qué clase de mala gente, y cuál, se limitó a responder: «Mala gente, yo nunca quise saber, y además apenas le conocía, sólo me lo tiré unas cuantas veces».

Con esas piezas en el bolsillo, fueron por el concejal. No era poco lo que tenían. El coche del sospechoso involucrado sin lugar a dudas en el crimen. Un robo denunciado tarde y posiblemente simulado a una hora para la que el sospechoso no tenía coartada. Y una coartada bastante dudosa para la hora en que el BMW rojo había sido avistado en dirección al parque. Pero sobre todo, había un móvil más que consistente: por los incidentes previos, la personalidad de la víctima y el sospechoso y la de la posible causante de todo el estropicio. Muchas veces no se tiene ni la mitad de eso.

En el interrogatorio, Gómez Padilla incurrió en algunas contradicciones menores, pero sobre todo, en repetidas imprecisiones acerca de la secuencia horaria de los hechos. Varió la que había ofrecido la noche de autos, desplazándola de quince a veinte minutos en su beneficio, es decir, procurando que todo sucediera un poco más tarde de lo que había dicho antes, lo que le alejaba del crimen y hacía que su denuncia del robo resultara más diligente. Enfrentado a estas divergencias, su temple se resintió, pero aun así negó con firmeza su culpabilidad, como continuaría haciendo hasta el día del juicio. Si alguien esperó que se derrumbara, erró en su pronóstico.

Nunca apareció el arma del crimen. Desde luego, no dieron con ella en el registro que se hizo de la casa del concejal. Pese a todo, el juez resolvió procesarlo y enviarlo a prisión. Eso ya es un triunfo para el investigador encargado del caso. No ha terminado con las manos vacías, ha sacado lo suficiente para convencer a uno de esos hombres (o, cada vez más, mujeres) esencialmente reticentes que son los jueces de que la imputación merece el respaldo de su autoridad. A partir de ahí se pone en marcha la maquinaria, y suceda lo que suceda, el presunto malo está frito. Cosa que a uno debería preocuparle, por si se ha equivocado al señalarlo, pero que casi nunca produce otra sensación que la alegría de la tarea cumplida. Los guardias que propusieron que se enchiquerase a Gómez Padilla no tenían nada personal contra él. No habían buscado imputarlo por razones espurias. Era, simplemente, adonde les habían llevado muchas horas de ardua labor policial, y habían tomado todas las precauciones para no meter la pata.

En el acto del juicio, no fallaron los testigos que podían acreditar la existencia de una vigorosa enemistad entre el acusado y la víctima. Y los agentes pudieron exponer convincentemente todos los aspectos dudosos que ofrecía la historia del concejal y el presunto robo del coche. Pero tampoco falló el compañero de partido que respaldaba la coartada de Gómez Padilla, y que resistió con entereza las acometidas del fiscal y la acusación. A ello se unió que el segundo compañero de partido, el que había dudado de la hora hasta la que había estado con el procesado aquella noche, cambió su declaración en el juicio, alegando haber recordado mejor, y pasó a apoyar sin reservas la versión de Gómez Padilla. En cuanto a éste, no pudo estar más inspirado. Con serenidad y coherencia repelió todos los intentos de hacerle sucumbir, y se mostró ante el jurado como un hombre infortunado que, después de ver arruinada su carrera política por culpa de una hija frívola, se veía enfrentado a una acusación de asesinato por el solo detalle de haber reaccionado como cualquier padre con entrañas lo hubiera hecho. Nadie podía decir, y era cierto, que le hubiera visto ponerle jamás la mano encima a aquel infeliz, y ganas y ocasión no eran precisamente lo que le había faltado.