Изменить стиль страницы

La chica volvió a menear la cabeza.

– De verdad que no me acuerdo de nada de eso, sargento. Si me acordara, se lo diría. No me iba a dar ningún miedo decirlo.

Las últimas palabras las pronunció con la cabeza alta, y con una luz de determinación incendiándole los hermosos ojos verdes. Me rendí a la evidencia. La creyera o no, tenía que resignarme a no sacar nada por ahí.

– ¿Cuándo fue la última vez que viste a Iván? -preguntó Chamorro.

– La última vez…

– Si lo recuerdas.

– Sí. Sí que me acuerdo. Muy bien. Por lo que luego salió en los periódicos, debió de ser el mismo día que lo mataron.

– ¿Dónde fue? ¿Qué te dijo?

– Fue en la plaza. No hablamos. Sólo lo vi pasar. Me saludó.

– ¿No hablasteis?

– Iba en la moto. Con una chica.

– ¿Qué hora podía ser? -pregunté.

– Pronto. Las cuatro y media o las cinco.

– ¿Recuerdas cómo era esa chica? ¿O llevaba casco?

Desirée arrugó la frente.

– No, no llevaba. Pero no la vi muy bien. Rubia, media melena. Más o menos de su edad. No estaba mal. Iván tenía buen gusto, yo qué voy a decir.

– ¿No la conocías?

Desirée pareció dudar un segundo, pero respondió, con firmeza:

– No.

– ¿Sería una turista, tal vez?

– Sería, no sé. Pasaron rápido, me saludó con la mano y desaparecieron.

– ¿Hacia dónde iban?

– Hacia la carretera.

– No has vuelto a verla, a esa chica -dedujo Chamorro.

– No.

– Y si la vieras, ¿la reconocerías?

– Puede. No estoy segura. Ya te digo que la vi muy poco.

Chamorro y yo nos observamos, alerta.

– ¿Creen que ella pudo ser la asesina? -preguntó Desirée.

Tardé en responderle.

– Nunca se sabe. Podría ser. Por qué no.

– Fíjate, nunca habría pensado que pudiera matarle una mujer -confesó, recobrando aquel candor que de pronto se mezclaba con su descaro.

Tampoco nosotros, hasta ese momento, habíamos pensado en la posibilidad de una asesina. Pero ahora, por remota o improbable que pudiera antojarse, nos tocaba pasar a considerarla. Una hipótesis más. No pude evitar pensar que en aquel asunto íbamos para atrás, como los cangrejos.

Estuvimos con Desirée Gómez cerca de una hora y media. Dentro de su peculiar estilo, se mostró colaboradora y dócil al interrogatorio. Un cierto sentimiento de culpa hacia su padre, por los sinsabores que directa o indirectamente le había causado, parecía ser el principal motivo de su mansedumbre. No daba la impresión sin embargo de que el asunto en sí, la muerte del chico, la conmoviera gran cosa, o no más de lo que pudiera interesar y conmover a cualquier persona de buen corazón que se enterase por la prensa. Desirée tenía buen corazón, y lo compadecía, al chaval. Pero su juventud y su carácter le proporcionaban un útil blindaje que le impedía sentir dolor alguno. En cierto modo era envidiable, y se lo envidié. Cuando nos separamos, en la puerta principal del hotel, tan sólo descendió a preguntar:

– ¿Y la investigación? ¿Va bien?

– Es pronto -respondí-. Pero vamos avanzando.

– ¿Tenéis alguna pista?

– Tenemos muchas pistas.

– Me gustaría que lo cogierais. Para que la gente se convenza de que no fue mi padre y deje de murmurar por ahí. Y bueno, por Iván. No era mal tío. Me sabe mal que esté muerto y que el que lo hiciera se esté riendo de él.

Le sabía mal. Dudé si me gustaría que me enterraran con esa expresión.

– No sé si se reirá -repuse-, pero procuraremos ponérselo difícil.

– Oye, ¿puedo deciros una cosa?

Chamorro y yo nos miramos de reojo.

– Sois muy diferentes de la otra guardia que vino a verme.

– ¿Ah, sí?-dijo Chamorro.

– Mucho más colegas. La otra parecía que estuviera cabreada. Y que no buscara otra cosa más que meter en la cárcel a mi padre.

Me acordé de Morcillo, y traté de imaginármela interrogando a Desirée. Debía de haber sido un encuentro interesante. Sin maldad lo discurrí.

– Esperamos no haberte molestado mucho -dije.

– Qué va.

– Si se te ocurre algo que no nos hayas dicho, cualquier cosa que creas que puede interesarnos, si te acuerdas de pronto de alguien o de algo de lo que no te hayas acordado hoy, te agradecería que me llamaras a este número.

Le di mi tarjeta. Con frecuencia uno lo hace temiendo que está tirando a la basura el trozo de cartulina. Pero a veces no es así. A veces lo toma alguien a quien le cargas la conciencia con el peso de marcar el número si recuerda algo, y con suerte, que hasta intenta recordar. En cuanto a Desirée, cogió la tarjeta como quien cogiera un paquete de chicles, y se la guardó sin más trámite en uno de los bolsillos traseros de sus tejanos. Por lo menos durante esa tarde, se sentaría a menudo sobre mi nombre. Confié, no mucho, en que se acordara de sacarla cuando echara los pantalones a la lavadora.

– Tenemos un coche. Si quieres podemos llevarte a donde vayas -le ofrecí.

– No, gracias. Ya me lleva un compañero.

Genio y figura, pensé, y luego me arrepentí de mi ruin suspicacia.