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– Bueno, no esperaba que me lo dijeras -me rendí.

Puso cara de ofendida.

– Oye, que es la pura verdad. ¿Por qué si no?

– Mejor no lo pensaré…

– Pues a ver, te la devuelvo. ¿Por qué estás tú aquí? ¿Por qué yo?

Me observaba, retadora. Tardé un poco en responder.

– Fácil -dije-. Tú lo sabes. Porque estás muy buena, y porque te has puesto a tiro. Los hombres somos unos animales, no sabemos decir que no.

Meneó la cabeza.

– Eres un poquito machista, pero no tanto -dijo, con una aviesa mirada.

– No sé si soy machista -repuse-, pero desde luego feminista no soy.

– Es que las mujeres tendríamos que fregar y callar, ya se sabe.

– No hace falta ser feminista para no creer esa idiotez. Naturalmente que todas las discriminaciones son inmorales. Eso es una obviedad.

– Pues muchos no se enteran, todavía.

– Claro que no. Hay hombres imbéciles y desalmados, lo mismo que mujeres imbéciles y desalmadas. Mira, está claro que hoy, como ayer, ser mujer es mucho más difícil que ser hombre. Pero dudo que eso se resuelva hasta que no haya conciencia de que las servidumbres que se imponen a la mujer están sostenidas no sólo por hombres, sino también por mujeres. Y algunas de las peores, más por mujeres que por hombres.

– Algo de razón tienes en eso.

– Yo sólo respondo de mí. Y nunca he explotado ni postergado a una mujer. Ni yo, ni muchos otros. Así que me niego a soportar la matraca del feminismo agresivo, con su odio bobo hacia el hombre en general.

Ruth se estiró sobre la cama, perezosamente. Miró al techo.

– Tampoco eso me gusta a mí -dijo-. Ni otras cosas de algunas feministas. Las que me revientan son esas niñas pijas que presumen de haberse liberado, cuando lo que las ha liberado es la chequera de papá, que las protegió todo el tiempo que hizo falta, mientras otras tenían que ponerse a dar el callo y salir por donde buenamente pudieran. En el fondo, esas listas desprecian a las domésticas y a las currantas, o sea, al noventa por ciento de las mujeres. Si una mujer acaba siendo ama de casa o cajera de un hipermercado, y sufriendo a un batracio que sólo mira el fútbol y ladra, es porque se lo merece. Eso te vienen a decir, adornadas con su bonito pañuelo de Hermès.

No es que me pillara desprevenido. Podía intuir que aquella mujer poseía un ojo implacable y una lengua venenosa. Pero no dejó de impactarme.

– Lo que a mí me llama más la atención -dije, animado por su alegato- es cómo ciertas feministas fanáticas desarrollan ese mimetismo con el enemigo, con el varón cafre al que dicen combatir. Muchas acaban comportándose con una bravuconería cuartelera y una intransigencia obtusa. Y perdiendo facultades no ya de la mujer, sino de cualquier ser humano completo: la imaginación, la comprensión, la capacidad de sacrificarse por otros…

– Bueno, bueno -me reprendió-. Ahí me das un tufillo. ¿No será que prefieres a la mujer complaciente, que te planche la ropita y todo eso?

– Te aseguro que no. Me molestan los energúmenos, hombres o mujeres.

– En todo caso, estoy un poco decepcionada -dijo, frunciendo el ceño.

– ¿Por?

– Por esta forma tan poco original de escurrir el bulto. Creí que ibas a buscarte una más divertida. Que para explicarme por qué te gusto y por qué estás ahora en mi cuarto a lo mejor me ibas a soltar alguna frase de uno de esos tíos que estudiabas en la universidad y que le citas a Virgi.

La mención de mi compañera me hizo sentir levemente incómodo. Quizá para ahuyentar aquella inquietud, entré al trapo:

– Si quieres, te los cito.

– Siempre estoy dispuesta a aprender -dijo, insinuante.

– Pues mira, hay teorías para todos los gustos. Según Schopenhauer, no tengo más remedio que abalanzarme sobre ti, porque la especie me impele a ello. No realizo mi aspiración como individuo, sino los fines procreadores de la especie. Así que nada de esto debes tomártelo a título personal.

– Vamos. Seguro que las tienes mejores.

Hice memoria.

– Bueno, siempre se puede tirar de Freud, claro. Según él, el principio rector de mi vida, como le pasa a cualquier persona, es la búsqueda de placer; tú me lo ofreces, y yo lo tomo. Y si me enamoro de ti…

– ¿Estás enamorado de mí?

– Hablo hipotéticamente -puntualicé, con tono profesoral-. Si me enamoro de ti, decía, el mecanismo que se desencadena es el propio de una neurosis. Empezaré a hacer cosas que no me convienen, porque antepondré las pulsiones de mi inconsciente al sentido de la realidad por el que vela mi ego y al criterio moral y de aprobación social que ejerce mi superego.

– Lo último no lo he entendido.

– Para eso sirve la jerga, precisamente. Para que le pagues al psicólogo cuando te cuenta sus patrañas. Si lo entendieras, no creerías que hay necesidad de pagarle. Dirías: eso ya se me ocurre a mí.

– En fin, de todos modos, tampoco me parece muy gracioso. ¿No tienes nada de ese que decía Virgi el otro día, ese francés, cómo se llamaba?

– Jacques Lacan.

– Ése.

– Claro. Lacan era un poeta, por eso se le fue la olla. Según Lacan, te deseo porque te implico en mi fantasía fundamental. El objeto de mi deseo no existe, es irreal, y como no podré nunca acceder a él, lo encarno en alguien, en este caso, en ti. Y tú pasas a ocupar el lugar de mi fantasía.

– Eso es más bonito -opinó-. Aunque un poco triste.

– Es Lacan. Marca de la casa. Pero puedes aplicarlo a cuestiones mucho más triviales. Por ejemplo, cuando te gusta un actor de cine. También a él lo implicas en tu fantasía fundamental, pero como simple pasatiempo. Y así te consuelas de la privación que no poder cumplir el deseo te crea.

Su rostro adoptó una expresión impenetrable.

– Ya veo -dijo, parsimoniosa-. ¿Y se puede saber qué actrices te gustan a ti? Así me hago una idea de cómo es esa fantasía tuya.

– A mí me gustan todas, si tienen buenas…

– Venga, no seas capullo.

Sufrí un acceso de pudor. Quizá por todo el que no había tenido en las horas precedentes. Pero qué sentido tenía reservarse, ya.

– Pues mira, también en esto soy un antiguo. Ni sabrás quiénes son.

– Haz la prueba.

– Mis dos favoritas son Gene Tierney y Verónica Lake.

El gesto de Ruth puso de manifiesto el abismo generacional.

– Ostras, ni idea. ¿Dónde salen?

Buen desafío. Cómo podía ayudarla a localizarlas.

– Gene Tierney es morena. ¿Has visto una película que se llama Laura?

– Sí, en la tele.

– La protagonista. Y Verónica Lake es rubia, sólo hizo cosas de serie B. ¿Has visto, por ejemplo, Me casé con una bruja?

– Pues no.

Pensé en más títulos. Pero para qué hablarle de La llave de cristal o La dalia azul, si ni siquiera le sonaba la que quizá era más conocida.

– ¿Y L.A. Confidential? -se me ocurrió de pronto.

– Sí, pero ésa es de hace nada.

– El personaje que hace Kim Basinger en esa película es el de una chica que se parece a Verónica Lake. Y va peinada igual que iba ella.

– Ah, sí, ahora creo que la sitúo. Las dos muy clásicas. Frías-juzgó.

– Puede ser.

– Yo no me parezco a ellas.

– Para que veas lo confusa que es mi fantasía. ¿Y a ti?

– ¿A mí qué?

– A ti qué actores te gustan.

Pensó, o hizo como que pensaba.

– Pues no sé -dijo-. Robert de Niro. No ahora, ni de joven, sino hace unos cuantos años. Y dos que a lo mejor te sorprenden. Antiguos, también.

– A ver, sorpréndeme.

– Paul Newman y Burt Lancaster.

– Bueno, ésos son dos guapos de toda la vida.

– No donde a mí me gustan.

– ¿Y dónde te gustan?

– En las películas que han hecho de viejos. Una en la que Newman hace de un inútil que se reencuentra con su hijo. Y Burt Lancaster, en una preciosa en la que sale con Susan Sarandon. Haciendo de jugador acabado.

– Ni un pelo de tonto y Atlantic City -dije.

– Ésas. ¿Las has visto?

– Sí.

Durante unos instantes, ninguno dijo nada. Ruth parecía esperar alguna reacción o algún comentario por mi parte.

– ¿Y qué? -preguntó-. ¿Qué te parecen mis gustos?

– Los de una mujer despistada -me burlé-. Noto un exceso de compasión hacia los hombres lastimosos. Así nunca llegarás a nada, querida.

– Bueno, eso depende. De dónde quieras llegar.

– ¿Y dónde quieres llegar tú?

– ¿La verdad?

– Una mentira bien traída me vale.

Se encogió de hombros. La luz de su mirada pareció desvanecerse.

– No lo sé -murmuró-. Adonde haya de llegar. Qué más da eso.

Por la mañana, cuando salí de su habitación, volví a verle aquel gesto un poco apagado. Sobreponiéndome a lo que sentía, le dije:

– Lo hecho está hecho. Piensa, y pensaré. Pero mientras estemos de servicio juntos, te agradecería que me hicieras un favor.

– Pide.

– No recuerdes, ni me recuerdes, que esto ha ocurrido.

Bajó los ojos, acaso dolida. Volvió a alzarlos, sin embargo, para aclarar:

– Me va a dar mucha pena, tener que dejar de ser tu niña mala. Pero descuida, que no iba a recordártelo. Mi sargento.