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– ¿Garajonay no es el nombre del parque?

– Sí. Y también el del monte más alto de la isla. No te asustes, se puede ir andando. Intuyo que eres de los que les gusta eso. Llegar arriba del todo.

– Tienes buena intuición -admití.

– Qué te creías.

Anglada me mostró algunos rincones del parque nacional: un par de miradores, unos roques, un arroyo. Luego aparcó el coche en una cuneta y me condujo por un sendero. El terreno era bastante practicable, aunque quizá no el más indicado para el calzado que ella llevaba. Tampoco, una vez que empezó a subir de veras, para ir con falda, por la cantidad de matorrales. Anglada, sin embargo, asumió todos aquellos inconvenientes sin arredrarse ni aflojar el paso. Al cabo de una buena caminata, llegamos, sudorosos y acalorados, al mirador de la cumbre del Garajonay. Había allí varios turistas y un guarda, contemplando o fotografiando las vistas. Se divisaba Tenerife, con el Teide casi entero, e incluso la parte alta de Hierro y La Palma.

– ¿Qué?-preguntó.

– Pues hombre, no es gratis llegar, pero al menos te dan algo.

También se podía ver la propia isla, con sus abruptos contrastes entre el bosque y el desierto. Nos sentamos allí un rato, recobrando el aliento y admirando el panorama. Los turistas acabaron yéndose, y el guarda les siguió poco después. Nos quedamos solos, Anglada y yo. Lo más solos que habíamos estado hasta entonces, a casi mil quinientos metros de altura.

– Estamos sudando como pollos -dijo, riéndose.

– Me temo que hemos subido demasiado rápido.

Convino conmigo, sin palabras. Se enjugó el sudor de la frente con el antebrazo, el del cuello con la mano. Sus ojos oscuros me miraron fijamente.

– Ahora mismo me iría a la playa, a refrescarme.

– Nos pilla lejos, ¿no?

– Qué va. En menos de una hora te planto allí, si quieres.

– No tengo el bañador -objeté.

Lo temí. Supe que iba a decirlo. Sus ojos lo anunciaron.

– ¿Y qué? Ni yo. Te llevo a una playa donde no hace falta.

Aquél, ahora lo veo con claridad, fue el instante decisivo. No sé si lo había preparado, si le salió así, o si yo mismo no la había invitado, inconsciente pero sostenidamente, a propiciarlo. También sé, porque no soy tan estúpido como para escudarme en esa clase de disculpas, que aquélla no era una trampa de la que no pudiera salir. Que si caí en ella fue, me enorgullezca ahora o no, porque tenía ganas de caer y a conciencia quise.

– ¿Te da vergüenza? No lo has hecho nunca -dedujo, ante mi silencio.

– Lo he hecho. Aunque sí, me da vergüenza.

– ¿No te atreves, entonces?

– No he dicho eso.

Ruth dejó que la sonrisa se le abriera despacio, hasta que un par de hoyuelos se le clavaron bien dentro de las mejillas.

– ¿Vamos allá, mi sargento?

Respiré hondo. Estaba hecho, había roto el precinto; y sólo hay una manera de seguir, cuando uno ha consentido en empezar: a muerte.

– Vamos -dije-. Pero hasta nueva orden, no me llames mi sargento.

Desde ese momento, no sólo estaba saltándome a la torera algunas de mis convicciones respecto de la separación entre trabajo y vida privada, prescindiendo de cualquier atisbo de sentido práctico y posiblemente faltando a mi deber de suboficial. También, y quizá por encima de lo anterior, estaba lanzándome a una clase de aventura, y una clase de mujer, que no podía sino recordarme algunos episodios que mi memoria guardaba en su doble fondo. Allí donde uno arroja los jirones del alma arrancados por el fracaso y la renuncia. Allí donde se archiva la huella amarga de la destrucción.

Tal vez por eso fue tan dulce el sabor, tan rico e intenso el placer. No voy a contarlo como si lo lamentara, aunque en cierto modo he de lamentarlo. No diré que cuando llegamos a la playa, y la vi desvestirse de corrido, arreglándoselas para dar a todos los demás bañistas la impresión de que estaba haciendo algo rutinario, mientras a mí me regalaba, llena de intención y lubricidad, cada centímetro de su piel que exponía a la luz, me sentí en absoluto desdichado por habitar dentro de mi pellejo. Ni siquiera me pesó cuando yo mismo adopté la uniformidad reglamentaria en aquel sitio, aunque tenía razones para experimentar (y experimenté, todo es compatible) algún sonrojo a lo largo de la maniobra. La veía a ella, esperándome, acariciándose despacio los brazos, irguiendo el tronco y arqueándolo hasta hacer asomar sus costillas, tan libre, bella y salvaje como el mar que la aguardaba, y todo lo demás perdía cualquier importancia. Aquí acaso deba aclarar, para los que influidos por la publicidad y la iconografía de las revistas femeninas puedan malinterpretar mis palabras, que al decir que Ruth era bella no quiero decir que se ajustara al canon de perfección anatómica imperante. Sus caderas eran quizá un poco anchas, los músculos del vientre no se dibujaban sobre su piel ni sus muslos estaban trazados con tiralíneas. Por eso, entre otras cosas, poseía Ruth aquel poder tan feroz de seducción. Porque su cuerpo sabía mostrarse así, abandonado, impúdico hasta el extremo, mientras pedía ser besado, abrazado, mordido, conocido de todos los modos posibles.

Pero no era sólo su cuerpo, ni siquiera era lo primordial. Lo que arrasaba mis defensas era la carga sensual que había en cada gesto, cada inflexión de su voz; demasiado sutil y constante para confundirla con el artificio olvidable y a menudo cómico que emplean ciertas mujeres. A ella le salía con la naturalidad, y acaso la inconsciencia, con que su corazón bombeaba sangre. Era su fuerza, y la gozaba. Mientras nadábamos en aquel océano limpio y brusco, más frío que templado, se dejó flotar boca arriba y dijo:

– Me encanta. Sentir el mar, sin nada por medio. Estirarme. Notar cómo entra, cómo pasa por encima, cómo me zarandea.

No sabía qué decir, si decir. También sentía el mar, y el sol que lo hacía espejear ante mis ojos. Era uno de esos momentos en los que uno comprende por qué la vida puede llegar a ser maravillosa. No sólo por la plenitud con que sabe, cuando quiere, otorgarnos sus favores; sino también, y principalmente, porque sabemos que todo cuanto nos da lo vamos a perder.

– Dime que he tenido una mala idea -me desafió.

– Has tenido una mala idea.

– Pues las tengo todavía peores. Pero no aquí.

Supongo que no hace mucha falta que diga que aquel día desatendí las obligaciones que me incumbían.

El hecho de que fuera sábado no me descarga de culpa, desde el momento en que acepté un trabajo para el que los horarios y calendarios que rigen en otros no dejan de ser una referencia aproximada. Me olvidé del pobre muchacho muerto y me di a la satisfacción de mis apetencias más egoístas. Pequé pues, y fue adrede. No me mueve, al construir mi relato, el afán de presentarme como un sujeto intachable. No lo soy, como nadie lo es. Y acaso necesito contarlo, para expiar mis faltas y poder convivir con ellas, que es una de las misiones más cruciales que le incumben a cualquier ser humano. Convivir con los aciertos, o con los méritos, no requiere mayor competencia, ni especial habilidad.

Se me permitirá, en cualquier caso, que no me extienda en los pormenores de aquella jornada. Algunas sensaciones no pueden comunicarse, otras sólo pueden comunicarse en un idioma que me alejaría de mis propósitos y mi memoria se resiste a exhumar el resto de los detalles por razones que acaso se entiendan más adelante. Sólo diré que Ruth poseía, y en abundancia, la capacidad de contagiar la sensualidad que la animaba. Que al hacerlo era generosa, entusiasta y desembarazada como acaso ninguna otra mujer que yo haya conocido. Y que entre las cuatro paredes de su habitación, donde sabía que no debía estar, me olvidé de todo lo que me impedía ser feliz.

Llegó no obstante, como siempre llega, el momento de la duda. Y quizá en aquel caso, en el extraño caso que formábamos ambos, la duda debía llegar con insidiosa fuerza. No podía guardármela, pero tampoco quería darle ninguna solemnidad. La voluptuosidad es solemne, según dijo creo que Sterne (y digo creo porque la lectura de Sterne me parece insoportable y no la practico, se lo oí citar a otro); pero las confidencias íntimas, ya sean posteriores o no a la voluptuosidad, más vale afrontarlas con ligereza y humor. Por eso procuré armarme de mi mejor sonrisa, cuando le pregunté:

– ¿Vas a explicármelo?

Ruth se irguió sobre la cama y puso cara de no comprender.

– ¿Explicarte qué?

– Por qué yo.

– ¿Por qué tú qué?

– Pues por qué estoy yo aquí, en tu cama, sin necesidad de drogarte o de recurrir a la fuerza bruta.

Se echó a reír.

– ¿Me estás preguntando que por qué me gustas?

– Si es que te gusto, sí.

– No, verás -se mofó-; yo esto lo hago con todos los pobrecitos que me da la sensación de que les hace falta un desahogo…

– ¿De veras doy esa sensación?

– Aveces sí…

– Eres una arpía. Supongo que ya te lo habrán dicho antes.

Asintió, con teatral gravedad.

– Me lo han dicho, sí. Pero me gustas. De veras.

– ¿Por qué?

Me dirigió una mirada cargada de malicia.

– ¿Buscas algún refuerzo para tu amor propio?

– No. Un alivio a mi estupor.

– ¿Tanto te cuesta entenderlo? Es muy sencillo. Me ponen los hombres uniformados y mayores. Supongo que intento buscar sustitutos de mi padre.

– Vale, si no estás dispuesta a hablar en serio…

– Sí, hombre, si te vas a enfadar -se avino al fin-. A ver, déjame que me organice. Pues verás. Me gustas, primero, por ese toque de quijote que tienes, tan gracioso. También porque eres así muy formal, pero a la vez llevas dentro un duende juguetón que se te escapa una y otra vez. Y porque creo que eres buena persona. Un tío legal, que nunca daría por la espalda.

– No te fíes de nadie, nunca…

– Lo veo. No vas a convencerme de lo contrario.

– Ajá. Lo que no sé es qué tiene todo eso de excitante -dudé.

– Qué bestias sois los hombres -dijo-. Para mí eso es más excitante que un muñeco neumático. Hombre, no te digo que de vez en cuando no te apetezca, como de vez en cuando entras a comer a un burger. Pero resulta mucho menos interesante. La chispa está en la ternura, por lo menos para mí, que a otras lo que les va es la tralla a secas. Y pocos hombres saben hacer saltar esa chispa, sin olvidarse de darle un poco de swing, que tampoco se trata de ponerse lánguido. No os han educado para eso, y os da corte.

– Ya. Un discurso muy bonito. Pero no te creo.

– Además, me resultas atractivo. En serio. Y me gustan los hombres mayores que yo. En serio también. No por nada, sino porque los hombres tardáis mucho en madurar, y hasta que no lo hacéis sois una lata. Por lo menos si no tienes instinto maternal y si no te gustan los niños, que es mi caso.