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Imagino que mi rostro denunciaba, pese a mis esfuerzos, el conflicto que se desarrollaba en mi interior. Porque cuando Anglada, después de realizar una turbadora sesión de estiramientos, se dio la vuelta y me cazó la mirada, se apresuró a infligirme un hiriente y perverso comentario:

– Lo siento, pero hace muchos años que no uso la parte de arriba.

Para terminar de complicarme la posibilidad de reaccionar de forma airosa ante la provocación, Chamorro se volvió a mí, vagamente expectante.

– No os hará sentir violentos, ¿no? -insistió Anglada.

– A mí no -repuso Chamorro, con distante frialdad.

Tenía que decir algo, y pronto, aunque malditas las ganas que tenía de hacer otra cosa que volatilizarme encima de mi toalla.

– Debo admitir que hasta dónde yo sé la situación no está contemplada en las ordenanzas -respondí, con prudente lentitud-. Así que, aunque en cierto modo me descoloque, no veo por qué debería violentarme.

Anglada sonrió maliciosamente. Chamorro lo hizo de forma tan tenue que dudo en calificar su expresión como sonrisa. Después se tumbó, acaso como forma de desentenderse de todo aquello. Me dolió un poco su deserción, a decir verdad. No estaba demasiado satisfecho de mi respuesta, pero, considerando las circunstancias, podía haber sido aún más deplorable.

– Bueno, yo me voy al agua -dijo Anglada-. ¿Alguien se viene?

Los dos declinamos la invitación, Chamorro supongo que por mantener su displicencia, y yo porque la holgura de mi traje de baño no era bastante como para permitirme adoptar la posición erecta sin sufrir un grave descrédito. Anglada se encogió de hombros y echó a caminar hacia la playa.

Renuncio a contar en detalle la hora y pico que pasamos allí. Al final pude bañarme, incluso me las arreglé para pensar un poco sobre el caso por cuya razón me veía expuesto a aquellas intensas emociones. Pero fue un tormento intentar ofrecer una apariencia de normalidad, teniendo todo el rato ante las narices a una mujer que me ponía a cien con los pechos al aire. Hice por sacar conversación sobre cuestiones insulsas, y por no parecer rígido cuando tenía que mirarla, sin buscar lo que me imantaba ni eludirlo de forma que delatara mi codicia. Pero me temo que no estuve nada convincente. En algún momento sopesé si no debía haber considerado su striptease como una falta de respeto al superior y haberle impuesto la corrección disciplinaria correspondiente. Pero recapacité, creo que con buen criterio, y me dije que el tamaño del oprobio es directamente proporcional a la aparatosidad de la maniobra con que uno trata de encubrirlo. Más valía dejarlo como estaba.

En el viaje de regreso, traté de recobrar el control. Volví al terreno seguro, a aquel en el que podía ejercer una autoridad indiscutida.

– Después de darle unas cuantas vueltas -le comuniqué a mi equipo-, no estoy muy contento con la marcha de la investigación. Creo que nos hemos dispersado y me temo que en alguno de los caminos que hemos tomado nos hemos perdido. Puede que por mi culpa, no estoy regañando a nadie.

Las dos me escuchaban, atentas.

– Tenemos que saber más del chico -continué-. Tenemos que saber más del concejal. Tenemos que saber más del instructor de submarinismo, aunque no nos acabe de convencer esa pista. Y tenemos que saber por qué demonios ha desaparecido el Moranco, aunque sea un puñetero engorro por la gente con la que habrá que tratar. Es mucha tarea y tendremos que repartirnos. De aquí al lunes, ya que el equipo no va a estar completo, me conformo con darle otro tiento a Stammler y hablar con Desirée, que es una forma de investigar a su papá. Pero desde el lunes hay que ponerse las pilas.

Me volví a Chamorro.

– Una semana pasa rápido. A partir del viernes que viene, tú y yo ya no podremos dedicarnos a esto con tanta tranquilidad.

A media tarde, después de pasar por el hotel, llevamos a Chamorro al puerto. Debía embarcar con cierto margen, si quería llegar a Tenerife a tiempo de coger su avión a Madrid. Para hacer economías, no sacó pasaje en el hidroala, sino en el ferry normal. La acompañamos hasta el barco. Resulta inevitable sentir una leve desazón en el estómago, cuando ves a alguien irse en barco desde un muelle. Al menos yo la sentí al ver irse a mi compañera, o quizá era el desasosiego que me producía quedarme solo con Anglada. Lo que ella sintiera al marcharse, si algo sintió, no pude saberlo.

Aquella noche, el sargento primero Nava nos invitó a cenar en su casa. Me apresuré a aceptar el plan, que me protegía frente al insondable peligro de una velada solitaria con Ruth. En la cena estuvieron, además de Nava, el cabo Valbuena y las mujeres de ambos. Aunque la composición de la mesa venía a convertirme en pareja de hecho de Anglada, agradecí el respiro que me proporcionaba aquella reunión casi familiar. La mujer de Nava era buena cocinera y todos se esforzaron por tratar con calidez al huésped de Madrid. Por mi parte, les correspondí con lo que quizá me tocaba, traerles noticias y chismorreos de la capital. La sobremesa se prolongó mucho, y una vez que el alcohol hubo soltado las lenguas, la franqueza fue en aumento.

– Supongo que a ti, que vives en el cuartel general, todo esto te queda muy lejos -dijo el sargento primero-, pero aquí en las trincheras la gente está cada vez más quemada. Y uno ya no sabe cómo mantenerles la moral.

– Oye, que yo soy sólo sargento -le recordé.

– Ya, entiéndeme. A lo que me refiero es que tú no sabes lo duro que está esto últimamente. A la gente la tengo reventada de servicios. El tinglado estaba muy bien cuando el país era otra cosa, cuando no había nada más que cazadores furtivos, ladrones de gallinas y algún bandido. Pero ahora, en la demarcación de cualquier puesto, te encuentras de todo. Y para enfrentarlo tienes sólo un puñado de hombres, y la cobertura de la línea o de la comandancia, sí. Pero cuando hay jaleo, a ti te toca parar el golpe.

– Me consta -dije-. Me muevo por ahí, aunque tenga la base en Madrid.

– Y oye, no te quejes, que siempre puede ser peor. Al menos, como esto está demasiado lejos, hasta aquí no llegan las pateras. Tengo un compadre en Fuerteventura que echa espumarajos por la boca, si le preguntas. No veas qué noches se pasa, y con el alma en los pies todo el rato. Sacando muertos, recogiendo gente medio congelada y como te descuides hasta haciéndole de comadrona a alguna subsahariana. Y ya sabes, todo por la Patria.

El resto de los presentes, curtidos día a día en el respeto debido al jefe del fuerte, le respaldaban con un reverente silencio.

– En fin -suspiró Nava-. Que para qué engañarnos. Que somos los gilipollas que están ahí para comerse la mierda que no quiere nadie. Y encima, con esto de tener a la familia siempre al pie del cañón, nos matan a los niños en cuanto nos descuidamos. Porque la gente es mansa, que si no…

No tenía nada que oponerle. Resulta un poco difícil objetarle a alguien lo que antes ha pasado por tu cabeza.

– En otra vida, tío -volvió a hablar, con amargura-, quiero ser político. Salir en la tele con toda la cara y decir «hay que hacer esto, hay que hacer lo otro», «seremos inflexibles» o cualquiera de esas paridas que dicen. Y luego poder mandar a otro imbécil a que pague el precio de mi bravura, mientras yo me paseo en mi coche blindado con climatizador.

– Bueno, la cosa está organizada de esa forma -dije-. Y la gente no se rebela. A lo mejor es que tiene que ser así. No lo sé.

– Tiene que ser así, claro -asintió Nava-. Para que luego ellos envejezcan podridos de billetes, y nosotros, si llegamos, en la puta miseria. Hasta ya nos meten mano en el dinero de los huérfanos, que era lo que nos faltaba. Y les sale barato, no tienen más que pagarles a un par de golfos o de tontos, igual me da, el viaje para ir a ver la final de la Copa de Europa.

– No voy a ponerme a defender a los políticos -repuse, por bajar un poco el tono-. Pero a alguno también ha habido que enterrarlo joven.

– Sí -admitió-. Siempre hay algún pardillo despistado. Segundones. Dime tú si han tumbado a alguien gordo, después de Carrero.

Sólo un irreflexivo se permite polemizar con alguien cuando está exaltado. Preferí callar, porque en términos generales compartía su diagnóstico y porque rebatirle en los matices en que me parecía que podía estar siendo injusto podía conducirme a ser acusado de sostener lo que no sostengo. Ya me ha pasado alguna vez. En las controversias de sobremesa, como en las de la radio o los mítines, sólo pueden despacharse a gusto los incendiarios. Pero Nava se había animado, y todavía no había gastado su arsenal:

– Que te lo digo yo, que todo está montado para su beneficio, y que ya han perdido la poca vergüenza que les quedaba. Mira, un ejemplo. Cuando aquí te viene una mujer a denunciar que su marido la amenaza. ¿Qué haces? Vas, hablas con él, a lo mejor te tomas la molestia de estar encima durante una temporada; sacándotelo de las costillas, claro, y mientras no tengas que acudir a tapar otro agujero. Porque medios para proteger a esa mujer ya sabes que no te van a dar. Luego el tío la mata, y en los periódicos la gente lee que había puesto doce denuncias. Sin embargo, viene cualquier parásito de cualquier familia real de mierda, como esa de Mónaco, que es para cagarse de la risa, y le ponen veinte guardias a vigilar la finca donde va a cazar.

Sostuve su mirada, incómodo. No había escogido mal ejemplo.

– ¿Qué? ¿Me estoy inventando algo? -preguntó.

– No, no te lo estás inventando. Es un asunto jodido -reconocí-. Lo que a mí me gustaría saber es en qué gen tiene el ser humano la predisposición a ir a lo suyo. Porque todo viene de ahí. El político, o la princesa de Mónaco, quizá no sean peores que tú y que yo. Sólo pasa que tienen más posibilidades de aprovecharse de los demás para conseguir sus ambiciones personales. Para eso, desde luego, tienen que perder el sentido de la justicia. Y muchos, o quizá la mayoría, lo pierden. En eso estoy de acuerdo contigo.

Nava, por primera vez, meditó lo que iba a responderme.

– Mira -habló al fin-. No digo que no tengas razón, y a lo mejor yo me pongo un poco burro. Pero no puedo perdonárselo, qué quieres que le haga. Yo pringo, y ellos trincan. Lo que no sé es por qué te largo todo el rollo a ti, que estás del mismo lado que yo. Supongo que es la necesidad de desahogarse de vez en cuando. Ya me disculparás, compañero.

– No hay nada que disculpar, hombre.

La velada se alargó un rato más, durante el que la conversación derivó hacia asuntos menos trascendentes. Sin embargo, cuando Nava nos acompañó a Anglada y a mí hasta el coche, me reiteró sus excusas: