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Capítulo 12 VERY BAD GIRL

Recogimos a Chamorro en la plaza. En cinco minutos, y aun le sobró tiempo, pudo contarnos el resultado de sus pesquisas matinales. Nada que aportase alguna novedad respecto de lo que ya había averiguado la tarde anterior. Lo más relevante era que Ramón Velázquez y Jorge Fernández, los interrogados previamente por Anglada, no se habían apartado un milímetro, con la supuesta periodista, de lo que habían testificado ante la guardia.

– Estaban con la mosca detrás de la oreja -presumió, molesta.

– O eso es todo lo que saben -dijo Anglada, como exculpándose.

Hice un rápido análisis mental de la situación. Miré la hora, las dos menos cuarto. Luego alcé la vista al cielo. Un día radiante.

– Bueno, no creo que hasta este momento se nos pueda acusar de haber sido perezosos -concluí-. Es viernes, hemos hablado con un montón de gente y no sé vosotras, pero yo tengo en la cabeza una madeja que me convendría desenredar antes de seguir adelante. Me parece que es el momento de hacer un paréntesis y ordenar las ideas ¿Habéis traído bañador?

Las dos me observaron con asombro.

– Sí -admitió Chamorro, como si fuera algo ilícito.

– Yo siempre llevo -declaró Anglada.

– ¿Os parece que nos vayamos a comer cerca del mar y luego nos tumbemos a meditar en la playa? No es una orden. Lo someto a votación.

Anglada asintió, rauda.

– Por mí, vale.

Chamorro se demoró algo más.

– Y por mí también -dijo al fin-. Pero antes quisiera pedirte un favor.

– Pide.

Volvió a remolonear un poco. Entonces intuí que tal vez prefiriese no hablar del asunto delante de Anglada. Quise buscar la manera menos violenta de salvarle ese escollo, pero no anduve lo bastante rápido.

– Hasta el domingo no vamos a ver a la chica -se arrancó, esforzándose por vencer sus titubeos-. Me preguntaba si en lo que tienes previsto para mañana… Bueno, si para lo que sea yo te resulto imprescindible.

Traté de adivinar por dónde iba. Lo entreví. Y no iba a oponerme.

– No -respondí-. De hecho había pensado que podíamos plantearnos una jornada un poco más relajada y darnos una vuelta por la isla.

– Pues si no te importa -dijo, aún dubitativa-, me vendría muy bien tomarme el día para ir a Madrid. Busco un vuelo para estar el domingo por la mañana de vuelta en Tenerife, no te preocupes. Y me lo pago yo.

Ahora fui yo el que lamentó que estuviera delante Anglada, en tanto que me impedía preguntarle a Virginia por qué sentía aquel súbito impulso de trasladarse hasta Madrid, para estar allí un solo día y asumiendo el coste del viaje, que representaba una porción nada desdeñable de su sueldo. Tenía que conformarme con imaginar el motivo, y lo imaginaba. Un antidisturbios enfurruñado y egoísta. No creí que lo mereciera, pero quién era yo.

– Claro -accedí-. Y si encuentras avión para hoy, vete hoy, para no andar tan apurada. En cuanto al billete, intentaré que te lo paguen, pero ya sabes cómo anda el presupuesto. No te lo puedo prometer.

– No importa. Gracias, mi sargento.

– Faltan cinco minutos para que cierren la agencia -advirtió Anglada-. Más vale que nos demos prisa, si quieres sacar ese billete.

Llegamos antes de que la agencia cerrase. Anglada se hizo cargo de la negociación con la empleada y al cabo de apenas cinco minutos le había conseguido a Chamorro la mejor combinación posible. Una plaza en el último vuelo de aquel mismo día, y otra en el primer Madrid-Tenerife del domingo, a tiempo de enlazar con el que debía llevarnos a ambos a La Palma. Y con tarifa reducida, por salir el viernes y volver pasada la noche del sábado.

– Bueno, no te quejarás de Viajes Anglada -le dijo a Chamorro, pletórica, después de ajustar los vuelos y el precio.

– No. Te debo una -le agradeció mi compañera, con aquella sonrisa siempre un poco forzada que era lo máximo que parecía capaz de dedicarle.

Subimos al hotel a cambiarnos. Si por lo común no era fácil ver en el grupo que componíamos a tres guardias de servicio, cuando nos reunimos en la recepción, cada uno con su peculiar atuendo playero, habría sido casi imposible adivinarlo. Confieso que yo era el más improcedente, con mi bañador hawaiano descolorido y mi camiseta de Buzz Lightyear, un regalo de mi hijo que cualquiera que tenga descendencia y haya recibido alguna vez un obsequio de sus vástagos, elegido por ellos mismos, comprenderá que no podía dejar de ponerme en cuanto se me presentaba la ocasión. Chamorro llevaba una camiseta larga hasta las rodillas, azul oscura, con una bonita esfera terrestre estampada sobre el pecho en vivos colores. Anglada, y mentiría si dijera que me sorprendió, unos shorts ajustados y una camiseta naranja con la leyenda very bad girl en letras verdes, también sobre el pecho. Por cierto que la ondulación que adquirían las letras sugería que lo que había debajo se sostenía en completa libertad. Después de la fealdad de la mañana, admito que la perspectiva que se me ofrecía, en la compañía con que la afrontaba, despertó mi fibra voluptuosa. Debería haber olfateado el peligro, y haber tratado de mantener un talante más ascético. Pero no lo hice.

– Bonita camiseta, mi sargento -opinó Anglada.

– Lo que yo quiero saber es la marca del bañador, para cuando tenga que regalar uno -bromeó Chamorro-. Por lo que dura, digo.

– Pues éste no tiene menos de diez años -calculé-. Me lo compré de soltero, y sobrevivió a mi matrimonio… Ahora ya es una cuestión sentimental. No puedo deshacerme de un compañero tan leal y tan sufrido.

– Eso sí, muy a la moda no vas -juzgó Anglada.

– Soy demasiado pobre, demasiado antiguo y demasiado vulgar como para aspirar a ir a la moda. Dejo que mi ropa proclame mis carencias.

– Pues las proclama que no veas -dictaminó, con maldad.

– Vosotras, en cambio, vais muy bien conjuntadas. Lamento desentonar, pero seguro que en la playa encontráis a algún guaperas fashion. En ese momento me plantáis y yo me pongo a buscar conchas. Sin compromiso, no os preocupéis por mí. Se me dan bien los pasatiempos solitarios.

– No seremos tan crueles -dijo Chamorro.

– ¿A qué playa vamos? -preguntó Anglada-. Hay más de una.

– Elige tú, que eres la experta -le encomendé.

Anglada tomó rumbo sudoeste, siguiendo la línea de la costa. Al cabo de un rato se salió por un desvío y después de bajar unas fuertes pendientes nos encontramos en una urbanización de reciente construcción.

– No es lo más bonito -advirtió-, pero es de lo que pilla más a mano y hay variedad de sitios para comer al borde de la playa.

Almorzamos en un restaurante funcional, con mesas y sillas de plástico, rodeados de alemanes que zampaban paella y bebían una sangría cuyo vivo color, entre rojo y violáceo, delataba el vino de tetrabrik empleado en su elaboración. Tampoco el arroz parecía estar a la altura del precio que le asignaba la carta, de modo que escogimos tomar algo de pescado y beber cerveza. Como ya era habitual, tuvimos que esperar muchísimo. Pero la indolencia a que invitaba la visión del horizonte marino logró embargarnos hasta tal extremo que ni siquiera Chamorro protestó. Incluso tomamos café, alargando hasta las dos horas y media nuestra estancia allí. No desaprovechamos el rato, a pesar de todo. Durante aquel moroso almuerzo, repasé con mis dos subordinadas la información que habíamos logrado reunir, y les pedí que me dijeran por dónde creían que debíamos continuar. Chamorro se mostró partidaria de agotar los esfuerzos para localizar al Moranco y a la Cheli, aunque a la vez recordó que ahí seguía estando el ex concejal, a quien a su juicio no cabía descartar aún. Anglada se adhirió a lo dicho por Chamorro. Añadió que tampoco podíamos olvidarnos de Udo Stammler, y expresó sus dudas sobre las fuentes que nos habían puesto en la pista de una posible conexión de la muerte de Iván con el tráfico de drogas. Sugirió que debíamos volver a hablar con ellos para cerciorarnos.

Tomé nota de la opinión de ambas, pero no quise decidir nada inmediatamente. Una vez que pagamos la cuenta, les propuse ir a la playa. Se me ocurrió que podría pensar mucho mejor allí tendido, mientras gozaba de la caricia del sol en la piel y me dejaba arrullar por el rumor de las olas.

Fue aquél, por diversas razones, un cálculo demasiado optimista. En primer lugar, la playa era de piedras, y aunque no sin cierto esfuerzo logré preparar un lecho más o menos plano y regular bajo mi toalla, aquello distaba de ser la superficie más idónea para relajarse. Por otra parte, en mis intenciones reflexivas, no había contado con cierta perturbación que aquella tarde iba a disminuir gravemente el rendimiento de mi cerebro.

Lo que debo referir a continuación me resulta un poco humillante. Sinceramente, habría preferido que cuando aún era tiempo, es decir, en la edad pueril, los responsables de mi educación me hubieran acostumbrado a convivir sin aspavientos con ciertos aspectos de la naturaleza humana, en lugar de vedármelos e inculcarme un malsano pudor ante su exposición. El hecho es que no lo hicieron, y que además, por obra y gracia de mi dotación cromosómica, me veo obligado a padecer los avatares de una sexualidad, la masculina, que a menudo resulta indeseable e imperiosamente automática. Hay quien dice que uno puede sobreponerse a ambas limitaciones con un adecuado entrenamiento, pero o no he tenido el tiempo o me ha faltado la voluntad. Como consecuencia, en ciertas situaciones, mal que me pese, me conduzco con una falta de desparpajo que, a qué ocultarlo, me abochorna.

Pude mantener la compostura cuando Chamorro se despojó de su camiseta. No es que mi compañera careciera de argumentos para provocar cierta inquietud a cualquier varón que la contemplara, a menos que el varón en cuestión sufriera una anormal amputación de sus instintos viriles; pero no era la primera vez que la veía en bikini, y además me había mentalizado para comportarme en presencia de su pálida epidermis. Lo que en modo alguno me había preparado para encajar era que Anglada se sacara su camiseta naranja y surgiera ante mis ojos pecadores, de cintura para arriba, en su esplendorosa y tostada desnudez. Como no hay trance, por terrible que sea, que no pueda volverse aún más angustioso, por un momento barajé, presa del pánico, la posibilidad de que se bajara los shorts y tampoco hubiera juzgado preciso llevar nada debajo de ellos. No llegó a tanto. Aunque escueta, la pieza amarilla que cubría su intimidad vino a paliar mi zozobra.

Chamorro tampoco había sido aleccionada para dejar de cohibirse un poco ante aquella exhibición. Pero la impresión que le produjera la exteriorizó apenas en una sombra que cruzó rápidamente por su gesto. Ella contaba con esa envidiable capacidad femenina para no dejarse nunca asombrar mucho por nada, y sobre todo, estaba libre del pequeño enemigo que bajo mi bañador hawaiano empezaba a desobedecer mis desesperadas órdenes.