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Capítulo 15 ALGO INTELIGENTE Y BONDADOSO DETRÁS

Llegamos al aeropuerto con tiempo más que de sobra para tomar el avión de vuelta a Tenerife. Dejé a Chamorro en la terminal y yo me fui a devolver el coche de alquiler. Pero apenas entraba en el aparcamiento donde debía entregarlo cuando sonó mi teléfono. Era mi compañera.

– No te des mucha prisa en devolver el coche -dijo Chamorro.

– ¿Qué?

– El aeropuerto de Tenerife está cerrado. Razones meteorológicas.

– Vaya por Dios.

– Eso es lo que dicen por megafonía. Y la chica de información no me ha dado esperanzas de que salga ningún avión hoy.

– Cambio de planes, entonces.

– Salvo que quieras ir en barco.

– Son unas cuantas horas -calculé-. No quiero morir tan joven.

Una de las cosas que más odio de ser el jefe es que a ti te toca pensar por dónde seguir cuando resulta obvio que el callejón no tiene salida. Hube de hacerlo una vez más, mientras sujetaba el teléfono móvil contra el hombro y esquivaba por poco a unos despistados turistas de avanzada edad.

– Cambia los billetes al primer vuelo de mañana -le ordené-. Voy a negociar con los del alquiler que nos dejen el coche. Nos vemos ahora.

Diez minutos después nos enfrentábamos a la nueva situación. Condenados a permanecer al menos doce horas más en La Palma, donde no teníamos nada que hacer. Habría que buscar alojamiento, para empezar. En ese momento me acordé del tercer miembro del equipo. Marqué su número.

– ¿Sí? -respondió Anglada. De fondo se oía una música ruidosa.

– Hola, Ruth.

– Mi sargento. ¿Todo bien?

– Lo de la chica sí. Pero han cerrado el aeropuerto de Tenerife.

– Me lo estaba temiendo, al ver las nubes.

– No creen que podamos volar hoy.

– Vaya, qué mala pata.

– ¿Dónde se puede dormir por aquí, sin que tenga que ofrecer mis encantos o los de Chamorro al dueño para pagar la factura?

Chamorro alzó las cejas, sin mucho énfasis.

– Espera, te doy un par de direcciones.

Repetí las direcciones que me facilitó Ruth, mientras Chamorro tomaba nota. Como conocedora del percal, Anglada nos aconsejó:

– Coged plaza ya en el primer vuelo de mañana.

– Eso hemos hecho -declaré, satisfecho de mi previsión.

– Estupendo. Es que si no, ibais a tener problemas, con todos los que se queden hoy colgados allí. ¿Y qué? ¿Le habéis sacado algo a la chica?

– Algo, sí.

– ¿Bueno?

– Eso se verá, ya sabes. A su tiempo.

Le hice un resumen, más o menos completo, desde el principio hasta lo de aquella misteriosa chica rubia con la que Desirée había visto a Iván el mismo día de su desaparición. Anglada me escuchó atentamente.

– Rubia -dijo, pensativa-. ¿Extranjera o española?

– No sabe.

– Pues sería importante poder distinguirlo.

– Ya lo sé -me mostré de acuerdo-. No sería lo mismo si fuera una turista con la que hubiera ligado en la playa. Eso prometería mucho menos.

– Desde luego, se apartaría de todo lo que hemos barajado hasta ahora.

– Eso me temo.

– ¿Podría reconocerla? -preguntó.

– Tal vez, si la viera. No lo asegura.

– No sé, se me ocurre que podría fisgar un poco -dijo Anglada-. Una chica rubia, de su edad. A lo mejor alguno de los amigos o alguien por allí recuerda haberle visto con ella. Si pudiéramos localizarla, no estaría de más.

– Desde luego que no.

– Pues estoy pensando una cosa -dijo.

– Qué cosa.

– Como no sirve de nada que os espere aquí y tengo habitación reservada en el parador, me monto en el barco y me voy a La Gomera. Y trato de aprovechar lo que queda de día.

– Como tú quieras -asentí-. Sólo te pido una cosa.

– Qué.

– Con quienes no te conozcan, ni sepan por otro lado de la sucia forma que tienes de ganarte la vida, procura ser discreta.

– ¿Me hago la periodista?

– Lo que se te ocurra. Sólo sé discreta.

– Entendido, mi sargento. Confía en mí. ¿Vale?

Su petición, intuí, encerraba algo que iba más allá de la investigación. Pero aparté rápidamente aquella idea y me limité a desearle:

– Suerte.

– Llamadme mañana cuando vayáis a coger el avión.

– Descuida. Hasta mañana.

– Adiós -y bajando la voz hasta el susurro, añadió-: Te echo de menos.

No me dio tiempo a reaccionar. Antes de que se extinguiera el sonido de la última sílaba, interrumpió la comunicación. Me quedé un tanto descolocado, mientras me hacía a aquella sensación que esperaba y a la vez temía. De uno u otro modo, siempre llega: la hora de pagar por lo que uno ha hecho. La había dejado entrar en mi territorio, y ahora me ocurría con ella lo que ocurre con cualquier huésped: que ahí estaba, limitando mi espacio, mientras no se fuera o lograra desalojarla. Por un lado, no sentía el menor deseo de que se marchase. Por otro, la manera en que me había acostumbrado a vivir, para hacer más llevaderos los reveses, y para ser menos dañino yo mismo, me exigía mantener una independencia que Ruth hacía peligrar.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Chamorro-. ¿Qué hacemos?

Me costó regresar del fondo de mis cavilaciones.

– No sé -dije-. ¿Te apetece ver algo en concreto?

– Ten en cuenta que no quedan muchas horas de luz.

– A algo nos dará tiempo, digo yo.

Mi compañera pareció deliberar consigo misma.

– Hay algo que ya sabes que me gustaría ver aquí -dijo al fin-. Y para eso no sólo no hace falta la luz del sol, sino que más bien sobra.

Tardé en caer.

– Ah, ese sitio que dijo Anglada para mirar las estrellas.

– El Roque de los Muchachos -precisó-. Pero estará lejos, a lo mejor es una paliza subir, y mañana tenemos que madrugar…

Mientras amontonaba los argumentos para no ir, me dejó adivinar la ilusión que le hacía conocer aquello. La interrumpí:

– Aquí nada puede estar muy lejos. Y si una noche hay que dormir poco, pues se duerme poco. ¿Tú quieres verlo?

Chamorro me miró, sin decidirse a pedirlo. En sus ojos había ese tierno desvalimiento de quien se siente descubierto en sus deseos por alguien que puede facilitarlos o frustrarlos, y que no se sabe cómo actuará. Pero conmigo podía prescindir de cualquier incertidumbre. Por oscuras razones me sentía en falta con ella, y por diversos motivos me escocía no ser capaz de aliviarle las dificultades personales que estaba atravesando; si me daba la ocasión de regalarle algo que apreciase, no podía sino aprovecharla.

– Vamos allá -decidí, mientras arrancaba-. En esa guantera debe de haber un mapa de la isla. Busca el objetivo, establece la ruta y me vas diciendo.

No había mucha distancia, por el camino más corto, y podía llegarse en coche hasta muy cerca de la cima. Sin embargo, el trazado sinuoso de la carretera, según lo mostraba el mapa, auguraba un recorrido poco propicio para alcanzar grandes velocidades. De paso, paramos a reservar nuestras habitaciones en una de las direcciones que nos había dado Anglada. Era un hostal de aspecto bastante potable, remozado no hacía mucho, donde acogieron con un amable «no hay problema» nuestra advertencia de que tal vez llegáramos bien entrada la noche. Allí nos confirmaron que en la carretera que llevaba al Roque de los Muchachos convenía conducir con precaución.

– Además, lo van a agradecer -aseguró la mujer que nos atendía-. El camino es una auténtica preciosidad, con uno de los mejores bosques de laurisilva de la isla. Y ya verán cómo va cambiando, cuando sube.

Mientras recorríamos la ruta, hubimos de darle la razón en todo a aquella mujer. Después de salir de la capital, y una vez tomado el desvío que indicaba la dirección del Roque y del observatorio astrofísico internacional, la carretera se empinaba y atravesaba un bosque que tenía poco que envidiar al que habíamos conocido en La Gomera. Abarcaba menos extensión, pero las especies vegetales eran casi las mismas, y la imagen que ofrecía, muy semejante. Incluso, en cuanto hubimos ganado una cierta altitud, compartía con el paisaje gomero aquella singular presencia de las nubes que se metían dentro del bosque, dándole una apariencia espectral. La visibilidad quedó pronto muy reducida, y los faros de nuestro utilitario de alquiler poco podían hacer contra el velo blanquecino que flotaba ante nuestros ojos.

– Aquí está otra vez la niebla -observó Chamorro, absorta.

– Menos mal que por esta zona no parece haber mucho tráfico -celebré-. Porque no es que sobre demasiado espacio en las curvas.

– Tiene algo relajante -continuó Chamorro, ajena a mis consideraciones viarias-. Será porque hace que todo parezca más quieto.

– ¿El qué?

– La niebla, digo. Aunque a la vez sobrecoge un poco.

– Eso es por las películas -opiné-. A mí, cuando voy por un lugar donde hay niebla, siempre me parece que va a salir Jack Nicholson con esa cara que pone de demente y con un hacha en la mano, como en El resplandor.

– Te encantará, entonces -sugirió, irónica.

– No, Chamorro. Ya sabes que me aburren los psicópatas. Creo que son, con mucho, los asesinos menos interesantes.

– ¿Cómo crees que es el nuestro, el que buscamos ahora? -preguntó.

– Para responderte me ayudaría tener en la cabeza alguna pista definida, en lugar del batiburrillo que hemos juntado hasta aquí -lamenté.

– Bueno, por lo que sabemos.

– No es un psicópata -aposté.

– Venga, algo más.

– Actuó con odio, o desprecio, o las dos cosas. Es resolutivo.

– ¿Y eso?

– Tenemos muchos indicios para pensarlo -dije-. Ante todo, el degollamiento. Degollar a alguien no es matarlo de cualquier manera. Es hacerlo de un modo seguro, cruento, ventajista. La mecánica tampoco es fácil. No puede temblarte el pulso. En resumen, el que degüella no ve en la víctima más que una res que debe ser sacrificada de la forma más eficaz.

– Una explicación muy gráfica.

– Tenemos también su forma de conducir, según nos la han descrito. Su seguridad a la hora de moverse por un terreno difícil y con poca visibilidad. Al margen de que lo conozca o no. Yo llevo el coche por aquí y voy acojonado todo el tiempo, temiendo que en la próxima curva me salga un autobús y nos triture. Pero él prescinde de la existencia del riesgo. La forma en que conduce la gente dice mucho de su personalidad profunda.

– Pues yo te he visto conducir alguna vez como un loco.

– No, Chamorro; en el fondo, yo siempre controlo, y temo.