– ¿Quiénes son?-preguntó mi compañera, u
– Ska-P -informó Guzmán, resignado.
– Ah, es verdad. ¿Qué es, del último? ¿Cómo se llamaba? Planeta…
– Planeta Eskoria -completó Anglada, con la rapidez de una conocedora-. No, ésta es una de las antiguas. No me acuerdo del nombre del disco.
– Es divertida esta música, para bailar -opinó Chamorro. ¿Trataba de aflojar un poco, o era por llevarme la contraria? Bebió un trago generoso de su bebida, whisky con cocacola, y empezó a moverse en el asiento.
Coincidí con el teniente. Para los Ska-P habría sido un shock escuchar a dos guardias hablando de su discografía y bailando Romero el madero. Para mí también era una sorpresa descubrir que Chamorro conocía y gustaba de esa música. De vez en cuando, por señales como aquélla, me percataba de que ella pertenecía a otra generación. Una generación de gente que aceptaba sin inmutarse cualquier cosa, como por ejemplo ser policía y encontrar divertidas las canciones de tono subversivo. A mí también me divertían, pero siempre me había empeñado en creer que lo mío era un toque excéntrico, algo que me distinguía de la rígida solemnidad de mis congéneres. Con su naturalidad, Chamorro y Anglada dejaban en evidencia mi tonta presunción. Y lo que era más doloroso: lo obtuso que me volvían los años.
Nos pusieron el disco hasta el final, lo que nos permitió oír, entre otros, temas como Cannabis y Sexo y religión. Aunque hasta no hacía mucho, según me constaba, Chamorro había acudido a misa los domingos, escuchó sin despeinarse, incluso sonriendo, aquel nada católico estribillo:
En una de esas extrañas elucubraciones a las que uno se da de noche y con un par de copas, pensé en la parte que podía tocarme de responsabilidad en la paulatina paganización de mi compañera. Estaba claro que ni por mi carácter ni por la actividad que conmigo realizaba, le ofrecía un buen ejemplo de vida cristiana. Y se me ocurrió que, en caso de existir Dios, hipótesis que no tenía elementos suficientes para descartar, aquélla sería otra falta apuntada en la página de la libreta negra que iba a condenarme al infierno o, en el mejor de los casos, a algún departamento inferior del purgatorio.
A eso de las dos y media, nos dejaron en el hotel. Al día siguiente debíamos coger el barco a La Gomera y si queríamos aprovechar mínimamente el día teníamos que madrugar. Vendrían a recogernos. Guzmán propuso:
– ¿A las ocho?
– Con eso llegamos al barco de las nueve y algo, y entre diez y media y once estamos allí -calculó Anglada.
– Muy bien, a las ocho -dije-. Muchas gracias por el entretenimiento.
– De nada, hombre -dijo Guzmán-. Un placer.
– Que descanséis -añadió Anglada, con un deje equívoco en la voz.
Antes de entrar cada uno en su habitación, traté de averiguar lo que le sucedía a Chamorro. No era el lugar más apropiado, un pasillo de hotel, pero no siempre puede uno escoger el escenario óptimo.
– Perdona si me meto donde no me llaman -dije, cautelosamente-, pero has estado un poco rara todo el día.
– Pues anda que tú -replicó.
– ¿Yo?
– Por dónde quieres que empiece -dijo, irónica-. Has citado dos veces la cartilla del guardia civil, has largado sobre el tabú de tu época en el Norte…
– Vale, Chamorro. Hablo en serio.
– Y yo.
– ¿Tienes algún problema?
– Ninguno del que me apetezca hablar.
La sonrisa se le había esfumado del rostro.
– Está bien, tus asuntos son tus asuntos. Allá tú. Pero hay otros que me afectan, sobre todo de cara a los días que tenemos por delante. ¿Qué coño te pasa con Anglada? Parece que te hubiera robado un novio.
A veces uno es así de imbécil, pone justo el único ejemplo que no debería poner. Según Freud, es el enanito vengativo del inconsciente, que quiere castigarte por algo. Sea lo que sea, cuando pasa, tiene mal remedio.
– Verás -repuso Chamorro, mordiéndose la lengua-. A lo mejor un día te lo digo. Pero por ahora, no. Ni es el momento ni el lugar para contarte lo que pasa en una camareta femenina de la academia de guardias.
Confieso que mi curiosidad resultó al punto excitada en grado máximo. Pero ya se veía que no iba a satisfacerla en seguida y que además, por la naturaleza del asunto, carecía de autoridad para exigir que se me revelase nada. Opté por la única vía posible, velar por las necesidades del servicio:
– Bien. Tampoco me meto en eso. Pero tendrás que pensar si estás en condiciones de trabajar con ella. Si llegas a la conclusión de que no puedes, habrá que relevar a alguna de las dos. Y te hago notar que no tengo la posibilidad de obligar al teniente a que me asigne a quien a mí me apetezca.
– Recibido. A tus órdenes, mi sargento. Buenas noches.
El ruido que hizo su puerta al cerrarse fue un broche poco alentador para aquella jornada. Algo fuera de lo común le ocurría. Nunca la había visto así, nunca había permitido que sus problemas repercutieran en el trabajo. Con la preocupación corroyéndome, me desvestí y me metí entre las sábanas.
Lo último en lo que pensé antes de dormirme, sin embargo, fue otra cosa. Debo reconocerlo, aunque resulte en cierto modo vergonzante. Pensé que al día siguiente iríamos con Anglada a La Gomera, y que podría seguir mirando de hito en hito sus ojos negros. Para qué mentir. Me hacía ilusión.