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Capítulo 5 ADUSTA VIRGINIA

Mientras el teniente y yo rendíamos pleitesía al subdelegado del gobierno, Chamorro y Anglada esperaban abajo, en el coche. Por el gesto que le vi a mi compañera cuando volvimos a encontrarnos, no me estaba especialmente agradecida por haberle ahorrado el trago de soportar al gran hombre. Y es que, a cambio, había tenido que pasar más de una hora en forzada soledad e intimidad con Anglada, lo que no parecía en modo alguno preferir. Anglada, por el contrario, se mostraba exultante. Daba la sensación de apreciar de veras a Chamorro y de sentir una alegría sincera ante la perspectiva de trabajar con ella, lo que hacía que me intrigase aún más la seca actitud de mi subordinada. Si bien, por diversas razones, no deseaba dejar aquella compañía que llevábamos, que distaba de desagradarme, por otra parte empezaban a entrarme ganas de quedarme a solas con mi adusta Virginia, para tener ocasión de interrogarla acerca de su insólito comportamiento.

El teniente Guzmán, sin embargo, perseveró en su papel de solícito anfitrión. Nos ofreció ir a cenar de tapas.

– Ya que tenéis que quedaros aquí por narices esta noche, habrá que ayudaros a sacarle un poco de jugo a Santa Cruz, ¿no? No es la ciudad más bonita del universo, pero bueno, puede tener su puntillo.

– No queremos que os molestéis -dije-. Tendréis vuestra familia.

– Mi mujer lleva diecisiete años de servicio -repuso Guzmán-. Ya sabe que con su marido no se puede contar. Y aquí Ruth no responde ante nadie.

– Y no me molesta nada ir a tomar algo con vosotros -dijo Anglada.

La mayoría de las guardias que conozco, cuando ofician de tales, uniformadas o no, hacen esfuerzos por no ostentar su feminidad. Eso no quiere decir que se vuelvan masculinas, como algún necio se adelantará a deducir, sino, simplemente, que impiden que aflore demasiado la mujer que son. Pero Anglada no debía de considerar necesaria semejante cautela. Al pronunciar la última frase, había puesto su aliento de hembra en cada palabra, y sobre todo, en aquella mirada que insistía peligrosamente en atravesarme, como el alfiler atraviesa la mariposa para clavarla en la cartulina donde quedará expuesta a la contemplación de los interesados y también de los indiferentes. Lo que me costaba discernir era si Chamorro, que me escrutaba con un gesto severo e inquietante, podía contarse entre los primeros o entre los segundos. Y con esa ominosa duda corroyéndome, movido en parte por la urbanidad, pero también porque me apetecía, acepté la invitación.

Fue una noche agradable, en términos generales, pese al reproche continuo que constituía la envarada presencia de Chamorro, quien ni siquiera con un par de vinos logró relajarse mucho. Me caía bien Guzmán, y me aliviaba de veras que no me recibiera como a un enemigo y tuviera aquel empeño en mostrarse amable y colaborador. En cuanto a Anglada, aunque más bien habría debido preocuparme, me gustaba constatar que era una de las mujeres más atípicas e interesantes que me había encontrado en la empresa. Había algo en ella que me parecía difícil de casar con la idea de que era una guardia. No habría podido decir qué, porque procuro no apresurarme a creer que uno ha de ser de determinada forma por el hecho de que la vida le lleve a estar aquí o a trabajar allá, aunque sólo sea porque a menudo he sido víctima (y también beneficiario) de tal simplificación. Pero, si se me permite usar la misma expresión que Kafka usara a propósito de Kierkegaard (y así, de paso, me complazco en descolocar a quienes tienen su idea manida de lo que debe leer un sargento de la Guardia Civil), algo me hacía pensar que Anglada no estaba del mismo lado del mundo que las demás guardias que me había tropezado. Y averiguar en qué sentido y hasta qué punto eso era así, me parecía, no lo oculto, un bonito incentivo para encarar con cierto afán mi inmediato futuro. Eso es todo lo que un hombre como yo le pide a la vida: tener algo estimulante en lo que ocupar las próximas dos semanas. En otra época fui mejor, tenía un proyecto. Pero desde hace algunos años, quizá demasiados, lo único que me hace mirar más allá es que engendré un hijo que espero que recorra un largo camino y al que me gustaría tener ocasión de acompañar, durante el trecho en que pueda serle de alguna ayuda.

Entre los aspectos que hicieron placentera aquella expedición por el ambiente de Santa Cruz de Tenerife estuvo el gastronómico. Guiándonos por el criterio experto de Guzmán, natural de Ciudad Real, pero con dos décadas de servicio en el archipiélago y ya casi canario de alma, optamos por las especialidades locales y nos mantuvimos al margen de cualquier sofisticación. De hecho, de todo lo que pedimos, mi paladar se inclinó por los dos manjares más simples: el queso palmero asado y las papas arrugadas con mojo rojo y mojo verde. Lo de las papas y el mojo, que recordaba vagamente de mi anterior estancia allí, iba a convertirse en una adicción en los días sucesivos. Al principio pelaba las papas, pero al verme Guzmán me advirtió:

– Aquí sólo pelan las papas los turistas.

Deduje que se trataba de una grave falta de etiqueta, o peor aún, de gusto, y a partir de entonces empecé a comerlas con la piel, lo que en efecto resultaba mucho más sabroso. Mientras hundía papa tras papa en el mojo, alternando el rojo con el verde, notaba la mirada admonitoria de mi compañera siguiendo cada uno de mis poco ascéticos ademanes. Chamorro no probó las papas, ni el queso palmero, y preferí abstenerme de insistirle para que lo hiciese. No quería dar lugar a hacerla parecer más violenta de lo que ya de por sí se la veía. Comió un poco de ensalada y un par de trozos de jamón, y luego, eso sí, un dulce autóctono elaborado con almendra. Con aquello, pensé, su cerebro dispondría de la glucosa suficiente para funcionar en condiciones y para que no debiera preocuparme por su rendimiento. En realidad, como superior jerárquico suyo, sólo ese extremo me incumbía.

Por muchos signos se advertía que no estábamos en la Península. No sólo por la tibia noche primaveral en mitad del invierno, o el esplendor de las muchas plantas que se veían por doquier y que en Madrid resultaban desconocidas. Lo que más intensamente marcaba la diferencia era quizá el suave y cansino acento con que hablaba la gente, y sobre todo el ritmo al que se vivía y se trabajaba. Hubimos de aguardar fácilmente media hora, antes de que nos fuera dado ver en la mesa el primer plato de comida. Yo procuré hacerme de buen grado a los usos del lugar, e incluso buscarles el aliciente. Es la ventaja que tiene vivir siempre sintiéndote un poco extranjero, sin llegar a reconocer del todo ningún sitio como tu hogar. Te vuelve curioso y despegado, y naturalmente comprensivo. A Chamorro, en cambio, parecía exasperarla la invariable cachaza con que se movía el personal. Acabó exteriorizando su disgusto cuando comprobó que la tónica se mantenía incluso en el bar de copas en el que recalamos al final de la velada.

– ¿Son siempre así de lentos? -preguntó, inquieta, o quizá concentrando en esa cuestión un malestar ajeno a la parsimonia del camarero.

– No -repuso Anglada, sonriente-. Esto es Santa Cruz, donde actúan los camareros más rápidos de las islas. En La Palma son aún más lentos. Y en La Gomera ni te lo imaginas. Llegan a olvidarse de ti, como te descuides.

– Está exagerando un poco -anotó el teniente-. Pero la verdad es que aquí se tiene otro sentido del tiempo. No encontrarás a muchos con un cohete en el culo, como toda esa gente que se ve corriendo por Madrid.

– Un síntoma de inteligencia -opiné-. Cuanto más corres, menos tiempo vives. No porque mueras antes, que normalmente también, sino porque el tiempo pasa más rápido, y sobre todo, le sacas menos provecho.

– Me sorprende esa filosofía en alguien de Madrid -dijo Guzmán-. Habría jurado que allí todos creen que la vida les cunde más que a nadie.

– Bueno, el zapatero que trabaja deprisa hace más zapatos, sí -dije-. Eso es bueno para el que se los calza o los vende. Pero no necesariamente para el zapatero. Se trata de decidir qué vale más, el zapatero o el zapato.

– Parece bastante claro, ¿no? -afirmó el teniente.

– Por lo menos -concedí-, no caben muchas dudas acerca de cómo ha resuelto esa cuestión la civilización occidental: en favor del zapato. Lo que a mi juicio resulta un poco más dudoso es si la razón está del lado de quienes promocionan el modelo triunfante o de quienes se resisten.

– ¿Tienes dudas, realmente? -preguntó Guzmán, con aire socarrón.

– Con el corazón lo veo claro -dije-. El corazón dibuja una línea recta y se acabó. Pero el cerebro va de otro modo. Al cerebro le gustan los laberintos. Lo que dice el cerebro es que este sistema, a la vez que produce infartados y especuladores de toda índole, disminuye la mortalidad infantil. Y entonces le tiende una trampa al corazón. ¿Cuánto vale la sonrisa de todos los niños que gracias a la prosperidad económica ya no tienen que morirse?

– Se siguen muriendo los niños a espuertas, ahí, en ese continente que tenemos justo enfrente -intervino Anglada.

– Si se lo dices al que gobierna el negocio te dirá que la culpa la tienen, precisamente, la abulia de sus padres y su incapacidad para imitarnos.

– Lo que es una canallada, después de chuparles la sangre.

– Desde luego. El sistema estimula la eficacia, no la piedad.

– ¿Y eso te parece aceptable?

La observé. No había ningún reproche en su mirada, tan sólo una juguetona expectación. Parecía complacerse en forzarme a exhibir mis ideas y buscarles las vueltas. Pero yo también estaba jugando, así que seguí:

– En conciencia, no lo acepto. En la práctica, sí. Como la mayor parte de la gente que vive en el lado cómodo del mundo. Cada cuatro años acude a votar masivamente a quienes simpatizan o contemporizan con esa manera de organizar el cotarro. Y los que no votan, consienten de una forma o de otra. Nadie está muy disconforme con chupar del caño gordo del embudo.

– Bueno, ahí están los antisistema, ¿no? -objetó.

– Unos pardillos, en el mejor de los casos. Después de quemar las calles de la ciudad de turno, siempre delante de las cámaras de televisión, conectan el móvil y llaman a la novia para contarle la hazaña. Han puteado a los polis, los bomberos y los empleados de la limpieza, pero en ningún momento perjudican al enemigo, que es quien tiene las televisiones y las empresas de teléfonos móviles. Cada palabra que le dicen a la novia es dinero que le meten en el bolsillo. Y el enemigo, claro, se ríe a mandíbula batiente.