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Como no llevábamos mucho equipaje, fuimos caminando hasta la oficina de la compañía de alquiler de coches en la que habíamos reservado un vehículo. Guzmán se había disculpado por no poder prestarnos nada: tenían los justos, y encima uno en el taller. Por suerte, o porque se veían con cierta frecuencia acuciados por aquella clase de penurias, tenían acordado un precio especial con aquella compañía, y la factura no se iría por encima de la cifra de gastos que podíamos esperar que nos reembolsasen. En contrapartida, deduje al ver el chollo que nos daban, un Opel Corsa más que veterano, lo que nos habían guardado era lo más bajo de la gama inferior. Sin embargo, Anglada se sentó al volante con la desenvoltura habitual, y cuando puso el coche en marcha lo impulsó con brío hacia delante. Su compenetración con cualquier ingenio de cuatro ruedas era inmediata e instintiva.

– Vamos primero al hotel y nos deshacemos del equipaje -dijo.

No me pareció mal, y por tanto me abstuve de indicarle otra cosa. En apenas cinco minutos, Anglada nos trasladó a la parte más alta de la población, haciendo al Opel Corsa trepar como una exhalación por las duras pendientes. Al final había un recinto a cuya entrada se veía el logotipo de la red de Paradores. Para mi sorpresa, Anglada se metió precisamente allí.

– ¿Vamos a dormir en el parador? -pregunté.

– Por supuesto -dijo Anglada.

– ¿Pagas tú o qué?

– Tenemos un arreglo. Nos dejan la habitación a la mitad.

– ¿Por ser temporada baja? -interpretó Chamorro.

– Y en temporada alta también.

– Os lo montáis de maravilla -reconocí.

– Esto es un pañuelo, mi sargento -explicó Anglada-. Conocemos a todos los choris con nombres y apellidos. Les hacemos entender de forma persuasiva que más les vale que no pase nunca nada en el parador, y la dirección del establecimiento sabe valorar nuestra diligencia. Si te fijas en la distribución y en el perímetro del hotel, puedes hacerte una idea de lo que les costaría un sistema de vigilancia que neutralizara cualquier peligro.

En efecto, como comprobaría luego, aquel hotel, construido según el modelo de una antigua mansión colonial, extendida en torno a una serie de patios y jardines, no era precisamente una fortaleza inexpugnable.

En la recepción había una chica joven. Anglada la saludó con confianza.

– Hola, Yaiza, cómo va eso.

– Flojito, pero va -repuso Yaiza, con una franca sonrisa.

Ya fuera porque el hotel estaba medio vacío, o por la influencia de Anglada, nos dieron tres habitaciones inmejorables, con vistas al mar. Cuando reparé en que desde la mía se veía Tenerife y el perfil del Teide alzándose sobre el horizonte oceánico, me dije que nunca me había alojado así por cuenta de la empresa. Casi se olvidaba uno de que le habían mandado allí a lo de siempre, husmear entre la carroña. Quizá, en aquella ocasión, el trabajo fuera compatible con el placer. Ya sé que no era eso lo que debía pensar, como jefe del equipo, pero todos tenemos nuestras veleidades.

Cuando nos reunimos en la recepción, Anglada nos preguntó:

– ¿Qué tal?

– Increíble -admití.

– Bonita habitación, sí -juzgó Chamorro, algo más fría.

– Para que vayáis luego diciendo por Madrid que os tratamos mal.

– Si esto sigue así, no diremos nada, no vayan a entrarle a todo el mundo ganas de venir. En adelante, Chamorro y yo nos quedamos todo lo que suceda en la provincia de Tenerife. ¿Qué te parece, Virginia?

– Puedes pedir destino, incluso -sugirió Chamorro-. Te lo darían.

Lo dejé correr. Ahora que estábamos los tres solos, y con tarea por delante, debía hacer lo posible por mantener la cohesión del grupo. Decidí empezar a ejercer como jefe. Era mucho más cómodo abandonarse a la condición de invitado, pero no me pagaban por eso. Se imponía, ante todo, organizar la jornada. Me dirigí a Ruth en tono imperativo:

– Vamos primero al puesto. Luego nos acercamos a ver a la madre de la víctima. Si es posible me gustaría que el subdelegado del gobierno no tardara en comprobar que una de nuestras máximas prioridades es darle gusto.

– A tus órdenes, mi sargento -acató-. Por cierto, que me extraña que con esa preocupación por el bienestar de la clase dirigente sólo seas sargento.

La observé de reojo. Estaba muy buena, era lista, su ayuda resultaba insustituible y no me caía mal. Pero de ahí a que se creyera con derecho a tomarme por el pito del sereno debía marcarle que mediaba un abismo.

– Soy sargento porque valgo para comer mierda y hacérsela comer a los que están por debajo -dije, sonriendo-. Ésa es la misión de los sargentos. Y es importante, porque con ella se ganan todas las guerras. Lo que hacen los que están por encima son pamplinas. Así que no aspiro a subir.

Era lista, como ya he dicho, y no le hizo falta más. Echó a andar dócilmente hacia el coche, se instaló en el asiento del conductor y cuando los demás montamos y cerramos las puertas arrancó y emprendió en silencio el camino del puesto. Por el retrovisor pude ver la mitad de la cara de Chamorro. Había superado sus expectativas, lo que me llenaba de satisfacción. No me hacía ninguna gracia, como se comprenderá, que mi compañera se creyera capacitada para desentrañar las debilidades de mi carácter.

El puesto donde había servido en su día Anglada, y que seguía mandando Nava, ahora ascendido a sargento primero, se encontraba junto a la carretera. De reciente construcción, y más habitable y discreto que la media, casi no se habría distinguido de un edificio civil de no ser por la bandera izada a un mástil a la puerta y por el guardia que la vigilaba.

El sargento primero Nava andaría por los cuarenta años. Era un hombre bien plantado, y celoso de su aspecto. Peinado con esmero hacia atrás, uniforme limpio y bien planchado, zapatos relucientes, reloj de acero bastante elegante y unas gafas de sol que no habría dudado en ponerse el tipo del anuncio de Martini. Además de eso, resultó ser un individuo que transmitía una sensación de responsabilidad y de hospitalidad sincera. Nos hizo pasar a su casa y le pidió a su mujer, una canaria cantarina y simpática, y lo menos diez años más joven que él, que nos preparase un aperitivo. Podría haber parecido el clásico gesto de emperador de la casa, pero tuvo con ella, reparé en el detalle, la deferencia de estar pendiente para traer él de la cocina la bandeja con las cervezas y los cuatro platos de picar.

– Pues bienvenidos a La Gomera -dijo, alzando su cerveza-. Si me permitís un consejo, para empezar no hagáis caso de los chistes de gomeros.

– ¿Qué chistes son ésos? -preguntó Chamorro.

– Si te sabes los chistes de léperos en la Península, pues son más o menos los mismos -le informó Anglada-. El caso es que durante mucho tiempo la gente vivía aquí bastante aislada, por los malos caminos, y que los de La Gomera han pasado siempre por ser los más cerrados del archipiélago. Por eso los eligen para los chistes de tontos, como a los de Lepe.

– Puestos a buscar coincidencias, hasta hay en la isla un pueblito que se llama Lepe. Pero ojo -dijo Nava-. Aquí, el más tonto hace relojes.

– Como en Lepe -añadí-. Una vez tuve un muerto allí. Y están forrados.

– Ya veréis -prosiguió Nava-. Tienen una isla que es una maravilla. Y se las arreglan para sacarle dinero de todas las formas posibles: con el campo, con el turismo, con la naturaleza. Y sin destrozarla, que ya tiene mérito. Será porque están acostumbrados desde siempre a convivir con las dificultades que les pone esta orografía endemoniada de montes y barrancos.

– Aunque ya no necesiten el famoso silbo gomero -dijo Anglada.

– ¿El qué? -preguntó otra vez Chamorro.

– El silbo. Una especie de código para comunicarse con silbidos de extremo a extremo de los valles. Ahora ya no sirve para nada. Tienen el móvil.

El implacable teléfono móvil, pensé por enésima vez. Yo me resistí durante un tiempo a usarlo, lo que prueba mi incapacidad para anticipar el futuro. No supe ver que iba a alterar el sentido de la realidad de la gente. Si el pobre Julio Verne hubiera tenido la intuición de que un día existiría tal cosa, no habría perdido el tiempo con submarinos, viajes a la Luna y otras tonterías que en comparación resultan marginales y anecdóticas. Pero el servidor de la ley que me habita me llamó entonces al orden. Eran las doce y no me encontraba allí para mantener una tertulia sobre sociología isleña, por más que la cuestión resultase de cierto interés para mis pesquisas.

– Anglada ya nos contó lo que pasó aquella noche -dije.

Nava asintió lentamente.

– Poco puedo añadir yo a lo que os haya dicho ella. Ruth vio el coche, lo persiguió, lo encontró luego abandonado. Cuando yo me incorporé ya había sucedido todo. Sí os puedo hablar del concejal -aquí se interrumpió para dejar escapar una risa floja-. Si me dejáis mentar la bicha.

– No descartamos nada -aclaré-. El juicio salió como salió. Pero esto es una investigación policial y nos llevará adonde tenga que llevarnos.

Nava hizo una pausa para volver a beber de su cerveza.

– No sé -continuó-. El asunto parecía claro como el agua. El tipo estaba nervioso y se contradijo cuatro o cinco veces, como poco. Era su coche, tenía motivos, todo parecía coherente. Pensó en deshacerse del chaval en el parque, que en principio era un lugar ideal, pero el plan se le fue al traste cuando se cruzó con nuestra patrulla y se dio cuenta de que podían haberle tomado la matrícula. Por eso tuvo que fingir luego el robo de una forma tan chapucera, como si hubiera sido una idea desesperada que se le ocurrió sobre la marcha… Mira, yo no soy Sherlock Holmes, sólo llevo un puesto pequeño en esta isla que está a tomar por culo de Baker Street, pero me habría dejado cortar una mano antes de pensar que el asesino era otro.

No me sorprendió singularmente que Nava hubiera leído a Conan Doyle, como denotaba su precisa alusión. Muchos funcionarios policiales lo leen. Son libros entretenidos, que sirven para matar el rato (algo que el policía se ve obligado a hacer a menudo) y que además tienen que ver con el negocio. Al menos hasta cierto punto. Ya quisiera uno que el mundo fuera un lugar tan cartesiano como parece cuando lo mira el preclaro Sherlock.

– Bueno, yo vengo de fuera -dije-, y sólo sé del caso lo que dice el expediente y lo que me contáis, pero puedo comprenderlo.

– A ver -dijo Nava, inclinándose hacia mí y mirándome recto a los ojos-. ¿Cuál es la alternativa? ¿Que alguien se encargase de montar una especie de representación, con el solo fin de inculpar al inocente concejal? Me parece algo tan estrambótico que sólo por eso no me cabe en la cabeza.