En veinticuatro horas, la célula de crisis presidida por el prefecto, pero dirigida en realidad por Lautret, y compuesta de magistrados, de médicos forenses, de policías y de psiquiatras, armó el rompecabezas y preparó un primer comunicado de prensa. En las semanas que siguieron, cada uno de los detalles fue desmenuzado: desde hacía un par de meses, un informe confidencial sobre Morvan circulaba entre los altos jefes de la policía. Por supuesto que a nadie se le ocurrió que podía ser el autor de la interminable serie de crímenes, pero existían serias sospechas sobre su salud mental. Su existencia solitaria y su temperamento taciturno se habían acentuado después de su separación, y sobre todo después del suicidio de su padre, y era evidente que sus tendencias depresivas se habían agravado en los últimos meses. Además, y eso era lo más preocupante, varios policías lo habían cruzado durante sus vagabundeos nocturnos, y habían notado su aire ausente, semejante al de un sonámbulo, hasta tal punto que había pasado junto a ellos sin reconocerlos. Dos o tres madrugadas había entrado al despacho especial sin mirar a nadie, como si caminase dormido, y había ido a encerrarse en su habitación hasta la mañana siguiente. En realidad, la carta del ministerio trataba en forma velada de Morvan y como Lautret, que lo defendía ante sus jefes, se había dado cuenta de lo que se preparaba, la había roto con ostentación ante sus colegas para mostrar públicamente, pero no de modo explícito, su lealtad para su amigo. Lautret estaba por otra parte convencido de que Morvan -tanto confiaba en su perspicacia- sospechaba lo que se estaba tramando contra él.

La noche del asesinato de Madame Mouton, Lautret, que se había olvidado de la cita, volvió al despacho especial a eso de las diez y media y se enteró por el agente de servicio del llamado de la anciana. Decidió llamarla para disculparse y, como no contestaba, se empezó a preocupar, de modo que reunió a sus hombres y fueron a toda velocidad a la rue Saint-Maur. Como nadie salía a abrirles, forzaron la puerta. Así fue como sorprendieron a Morvan saliendo del cuarto de baño, desnudo y ensangrentado, junto al cadáver mutilado de Madame Mouton. Había impresiones digitales de Morvan por toda la casa, incluso en la copa de Madame Mouton, y descubrieron que, para operar con mayor comodidad, le había puesto un somnífero en el champaña. Habían encontrado en la copa de Madame Mouton, pero en el resto que había quedado en la botella volcada no había rastros del somnífero. El cuchillo venía de la cocina. Como no había habido ni violación ni rastros de eyaculación sobre el cuerpo de la víctima, como en todos los otros casos, y como por primera vez se había utilizado un somnífero para adormecerla, Lautret sostuvo en las primeras horas de la investigación que quizás Morvan había cometido ese único crimen en un rapto de demencia, pero Combes y Juin, que mandó a registrar el departamento de Morvan, volvieron con un manojo de veintiocho llaves -todas correspondían a las cerraduras de los departamentos donde habían sido cometidos los crímenes- y un paquete de cien pares de guantes de látex, del que faltaban exactamente veintinueve. Para la policía y la justicia, el caso estaba cerrado. Cuando llegó el momento de enfrentar a la opinión pública, Lautret pidió que lo relevaran, pero su pedido fue rechazado, de modo que durante una semana apareció en todos los noticieros de la televisión y de la radio, explicándole al público los pormenores del caso. Apenas se liberaba, iba a encerrarse en el departamento de Caroline.

Menos gloriosa, la fama de Morvan superó la del comisario. Su fotografía borrosa adornó, a varias columnas, la primera plana de los diarios. A un periodista se le ocurrió llamarlo El monstruo de la Bastilla, y casi de inmediato todos los otros adoptaron el sobrenombre, llenando páginas y páginas sobre Morvan, del que en realidad no sabían casi nada, convirtiéndolo, por lo menos durante un mes, en uno de los personajes más célebres del país, por no decir del continente, y si queremos aproximarnos a la verdad, del mundo entero. La prensa sensacionalista lo acusó de canibalismo y llegó a atribuirle, por medio de especulaciones tortuosas, varios crímenes que habían quedado sin resolver. No hubo manifestaciones para lincharlo, porque allá no se estila, pero, entre cuatro paredes, en la soledad de sus juegos de dormitorio comprados a crédito y de sus recuerdos de vacaciones traídos de las Baleares, de Turquía o de la Costa Azul, cada uno de los telespectadores y de los lectores de revistas que cuentan la vida privada de los políticos, de los jugadores de fútbol, de las putas de lujo y de la familia real inglesa, en el tumulto de sus emociones toscas y fugaces como fuegos fatuos, ya había puesto su cabeza en el cepo y había dejado caer mil veces la hoja de la guillotina. Pero la infamia en letras de molde, si es por supuesto intolerable, tiene como característica principal la inestabilidad, fruto de una ausencia de deseo propio, lo que le da a sus víctimas la promesa de un olvido pronto y seguro. A Morvan ese renombre espectacular ni siquiera lo rozaba, porque a partir del momento en el que salió desnudo y ensangrentado del cuarto de baño cayó en un ensimismamiento profundo. Cuando el comisario Lautret se le acercó y lo incitó con suavidad a vestirse y a acompañarlo al despacho especial, Morvan sacudió varias veces la cabeza y emitió una risita sarcástica, que Lautret le conocía, y que en general expresaba en él una sensación de evidencia ante un razonamiento o un hecho curioso pero incontrovertible. Aunque Lautret y los demás policías, que lo contemplaban estupefactos, lo ignoraban, el hecho ineluctable sobre el que Morvan reflexionaba cuando empezó a vestirse, era la convicción que tenía de que si bien le resultaría imposible demostrar su inocencia en el mundo exterior, le sería todavía mucho más difícil probársela a sí mismo, y aunque no le quedara en la memoria ningún residuo empírico de sus actos, nunca podría estar seguro de no haberlos cometido, así como inversamente de muchos otros de los que tenía recuerdos en apariencia verídicos, una vez que se habían diluido en el mar del acontecer, nadie, y mucho menos él, podría estar seguro de que habían efectivamente sucedido. Ahora que todo parecía indicar que era él el que había cometido esa serie de crímenes atroces, la sensación angustiosa de proximidad de esa sombra destructora había desaparecido y, en vez de agobiarlo, la abolición de toda esperanza, contradictoria y benévola, lo aliviaba. Cuando terminó de vestirse, acompañado de Lautret y de un par de agentes -los otros se quedaron a repertoriar meros hechos y pruebas- se dejó conducir, dócil, al despacho especial, con los ojos fijos en la nieve de medianoche cuyos copos venían a estrellarse contra el parabrisas del auto.

A partir de ese momento, y durante semanas, dejó de hablar, por haber comprendido que, en la red material en la que había caído, ya no servían las palabras. A los interrogatorios interminables respondía a veces con un movimiento de cabeza, o con alguna expresión excesiva y lenta, como por ejemplo abriendo desmesuradamente los ojos y la boca, y sin que ese movimiento de cabeza o esa expresión tuviesen ninguna relación con la pregunta; a veces, a una misma pregunta respondía con un movimiento de cabeza que empezaba siendo afirmativo y terminaba por una negación, e incluso con un movimiento que era al mismo tiempo afirmativo y negativo, y que a causa de ese sentido combinado terminaba volviéndose vagamente circular. De vez en cuando, la risita sarcástica y pensativa reaparecía, lo cual, en vez de hacer progresar los interrogatorios, los empantanaba, porque esa convicción secreta y satisfecha que la risita parecía revelar, era como una pared lisa de acero que se interponía entre él y el universo, de modo que al cabo de unos días los policías y los magistrados, exhaustos y obedeciendo a la presión insistente del comisario Lautret, lo abandonaron a los psiquiatras.

Por deformación profesional, los policías tienden tal vez a creer demasiado en la simulación, y los psiquiatras demasiado en la demencia. Una tercera explicación, como todo lo que no tiene nombre, les parece inaceptable. De modo que al poco tiempo se estableció con certeza que El monstruo de la Bastilla como lo llamaban era como se dice un esquizofrénico. Con la ayuda de Caroline e incluso de Lautret, puesto que al propio Morvan, que sin embargo se prestaba con docilidad a todas clases de test escritos, no lograron sacarle una palabra, los psiquiatras pudieron reconstituir su historia clínica y explicar las razones de su comportamiento. Caroline contó en detalle la vida en común que habían llevado durante años. Según ella, Morvan era un hombre generoso y solícito, pero taciturno y distante. Ese tipo de ataque sonambúlico lo había tenido en forma espaciada en los últimos años y, poco antes de la separación los trances se habían vuelto más frecuentes. Pero como en general le daban durante el sueño, ella había pensado que se trataba de sonambulismo ordinario. Una sola vez lo había visto levantarse, vestirse, y salir a la calle en ese estado. Como había oído decir que para un sonámbulo puede resultar peligroso ser despertado brutalmente, lo había seguido por la calle durante una buena media hora. Morvan caminaba un poco más rígido que de costumbre, pero se comportaba como una persona normal. Después había vuelto a la casa, había abierto la puerta cerrada con llave, se había desvestido, y se había vuelto a meter en la cama. Según Caroline, al día siguiente no se acordaba de nada, pero le había contado un sueño extraño, hablándole de un paseo por una ciudad desconocida y al mismo tiempo familiar. Los psiquiatras le dijeron que, en ciertos tipos de esquizofrenia, se produce un desdoblamiento total de la personalidad, y los actos que el sujeto realiza durante el período de desdoblamiento no llegan nunca a su conciencia, enteramente ocupada por una ensoñación delirante que oculta las representaciones de origen empírico. Según los psiquiatras, era muy posible que, debido a una fuerte presión de sus sentimientos de culpabilidad, desde el momento mismo en que el impulso de matar le venía, la ensoñación delirante, semejante a la falta de conciencia de un sonámbulo que mientras duerme actúa simultáneamente y sin cometer errores en el campo empírico, se instalaba en su conciencia por el tiempo que duraban sus actos, de modo que ni antes, ni durante, ni después Morvan estaba al tanto de los crímenes que cometía. Gracias a su historia familiar, a los psiquiatras les fue relativamente fácil explicar la causa de esos crímenes. Abandonado por su madre después del parto, Morvan fue una criatura más bien triste, y por grande que fuese, el apoyo afectivo de su padre no resultó suficiente para consolidar su equilibrio: adquirió una personalidad ligeramente disociada, con un gran sentido de la responsabilidad, debido tal vez a un complejo de culpa por la desaparición de la madre que, según la primera versión del padre, que Morvan escuchaba con frecuencia durante la infancia, había muerto durante el parto, es decir a causa de su nacimiento. Morvan debía haber desconfiado instintivamente de la versión del padre, y su inclinación a resolver enigmas criminales podía provenir de la certeza inconsciente de que había elementos misteriosos en su propia infancia. Como prueba de su personalidad disociada, los psiquiatras dieron la confidencia de Caroline, según la cual la vida sexual de Morvan era más bien pobre y convencional. A medida que pasaban los años, las investigaciones criminales fueron ocupando exclusivamente su interés, y como no ignoraba sus propias carencias, él mismo había decidido separarse para devolverle la libertad a Caroline.