Con motivo de las fiestas, el dueño del restaurante chino de la avenida Parmentier lo convidó con un aguardiente de arroz cuando le trajo la cuenta: en el fondo de la tacita de porcelana una muchacha oriental, desnuda, le sonreía en una pose provocativa. Levantando la tacita, Morvan observó a la muchacha y tuvo la impresión de que sus miradas se encontraban -el aguardiente servía de lente de aumento-, pero cuando volvió a mirar el fondo de la tacita después de haberla vaciado de un trago, la imagen diminuta, indefensa y obscena a la vez, había desaparecido. Al salir del restaurante, dio un paseo indeciso y prolongado antes de volver al despacho. Por todas partes la gente iba y venía cargada de paquetes, entrando y saliendo de los negocios, de los bancos, de los bares, de las peluquerías; no solamente en las avenidas y en los bulevares, sino también en las callecitas laterales que los cruzaban, las hileras de automóviles avanzaban a paso de hombre, arremolinándose en las bocacalles, haciendo ronronear impacientes los motores y sonar las bocinas cuando no lograban avanzar. En los supermercados, los carritos cargados de mercaderías se embotellaban también en los pasillos abiertos entre los estantes multicolores, y se entrechocaban en la proximidad de las cajas. En los negocios más chicos, la gente se probaba ropa, estudiaba los productos que se disponía a comprar o salía a la calle, satisfecha, con sus paquetes envueltos en papeles llamativos y adornados con citas satinadas que formaban penachos espiralados de muchos colores. Como la víspera, el cielo estaba más claro que el aire, y como hacía menos frío que a la mañana, o le parecía a él a causa de la comida, del aguardiente y de la caminata, Morvan predijo que volvería a nevar. Cuando entró en el despacho especial, y aunque apenas si eran un poco más de las cuatro, ya estaba empezando a anochecer.

Lautret no había dado señales como se dice de vida en todo el día, pero a Morvan el hecho no le produjo ninguna sorpresa y tampoco al agente de guardia, que estaba habituado a las ausencias imprevistas y frecuentes de sus jefes. Dos o tres periodistas lo esperaban en la cocina que servía de oficina de prensa, donde había también un teléfono, tres o cuatro sillas, una cafetera eléctrica y una pila de vasos encastrados unos en otros, más un cesto lleno de vasos usados, retorcidos y empapados de manchas marrón claro de café. Morvan tomó un café con ellos tratando de calmarlos con promesas vagas y con generalidades, y después fue a encerrarse en su oficina. Durante su ausencia había recibido una lista interminable de llamados, del ministerio, del departamento de policía, del laboratorio, de dos canales de televisión, del sindicato de comisarios. Respondió a dos o tres y después de mirar la hora en su reloj pulsera comprobando que ya eran las seis, llamó a Madame Mouton y le dijo que, como el comisario Lautret estaba ausente todo el día, él mismo pasaría a verla a las siete y media. Le pareció percibir una ligera decepción en la voz de la mujer cuando le dijo que lo recibiría con alivio y también con placer, y después de colgar se quedó un momento reflexionando sobre un fenómeno que siempre le había llamado la atención desde que era policía, o sea el instinto casi infalible que induce a menudo a las víctimas a asumir con facilidad, por no decir con diligencia, su papel. Y a las siete y media en punto, estaba tocando el timbre en el departamento más que confortable de Madame Mouton, en la rue Saint-Maur, a unos trescientos metros del despacho especial de la brigada. Mientras esperaba que le abrieran, se sacudió de los hombros, sobre el felpudo, un poco de la nieve que empezó a caer otra vez apenas había salido a la calle. Aunque sabía que algo horrible se avecinaba, no experimentaba, como tantas otras veces, ninguna emoción. Estaba alerta, tranquilo, con la mente clara, y se sentía en perfecta armonía física y -estoy empleando su propio vocabulario- moral.

Cuando Madame Mouton abrió la puerta, Morvan pensó que si había demorado un rato en hacerlo era probablemente porque antes se había ido a echar una última mirada en el espejo. Aunque no era el que esperaba, pareció agradablemente sorprendida por el aspecto de su comisario. Tenía sin duda más de setenta años y si a pesar de todos sus esfuerzos no conseguía disimularlo ante los demás, por el modo en que se vestía y en que actuaba, daba la impresión de haber obtenido en ese sentido algún resultado consigo misma. Morvan pensó que debía haber sido hermosa en su juventud, pero que no eran los años sino los esfuerzos excesivos que hacía para seguir pareciéndolo los que la afeaban. Le hubiese parecido mejor con el cabello blanco, despintada y en pantuflas, leyendo cerca de la chimenea, que tan bien vestida, llena de joyas, el pelo teñido de un color rojizo y los labios y las mejillas reavivados, con discreción por supuesto, de lápiz labial y de colorete. Por el modo en que parpadeó al abrir la puerta, Morvan comprendió que habitualmente debía usar anteojos, pero que los había dejado a propósito en el interior para causar mejor impresión en su visitante. Morvan se plegó a esa atmósfera de simulación, y antes de entrar en el departamento propiamente dicho inspeccionó un buen rato la cerradura, que era de lo más común, y para tranquilizar a la dueña de casa, le mintió asegurándole que la encontraba apropiada, diciéndose al mismo tiempo en su fuero interno que ni una, ni tres, ni mil cerraduras serían suficientes para impedirle entrar al vendaval que esa presencia oscura acurrucada en el hombre o lo que fuese, al ponerse en movimiento, arrasadora, levantaba. En la sala había una chimenea donde ardía un fuego vivaz y, sobre una mesita baja, instalada entre tres sillones confortables de cuero, dos copas de champaña todavía sin usar y unos platitos cargados de ingredientes para el aperitivo. Para darle la certidumbre de que vendría al día siguiente, le dijo a Morvan Madame Mouton, al cruzarse con ella en el supermercado el día anterior, el comisario Lautret había comprado una botella de champaña para el aperitivo y se la había dado, diciéndole que la pusiera al fresco para celebrar el encuentro, verificar las medidas de seguridad, y al mismo tiempo despedir el año que terminaba. Morvan debe haber pensado, tal vez con ironía e incluso con saña que, para Madame Mouton, esa botella estaba destinada a despedir, no únicamente el año que llegaba a su fin, sino también el tiempo entero, el fluido sin substancia ni forma precisa, ni dirección definida que desgasta, sin compasión pero también sin crueldad, los seres y las cosas. Morvan le entregó el sombrero que tenía en la mano y después el sobretodo del que se extrajo laboriosamente. Madame Mouton los dejó sobre el sillón que seguiría desocupado durante la entrevista y lo invitó a sentarse en uno de los dos que quedaban libres. Apenas estuvo instalada frente a él, del otro lado de la mesita baja preparada para el aperitivo, la dueña de casa empezó a interrogar a Morvan sobre el crimen de la Folie Regnault, del que conocía los detalles por las informaciones de la radio y de la televisión, con un interés, o al menos así se le ocurrió a Morvan, excesivo por los aspectos macabros que parecían despertar en ella menos compasión que una especie de euforia inexplicable. Morvan se descubrió pensando con cierta severidad que para la anciana que tenía enfrente, y que no parecía todavía haberse resignado a ser una anciana, la ola como se dice de crímenes podía muy bien no ser más que un pretexto para vaciar en su departamento que ya no debían visitar muchos hombres vigorosos, una botella de champaña en compañía de algún oficial de policía treinta años más joven que ella. Como mientras la escuchaba, Morvan, pensando en la llegada posible de Lautret, miró su reloj pulsera para ver si ya eran las ocho, ella interpretó su gesto como una muestra de impaciencia y murmurando algunas formalidades, se levantó y dijo que iba a buscar el champaña y otras cositas a la cocina, desapareciendo por alguna puerta que quedaba detrás del sillón en el que Morvan estaba sentado.

Durante un momento, únicamente el fuego de la chimenea, incesante y vivaz, interrumpió el silencio total de la sala, con sus crepitaciones y su chisporroteo intermitente, hasta que Morvan dejó de escucharlo y, después de haber estado mirando fijamente las llamas, dejó deslizar su mirada atenta y tranquila por la habitación. Cuando llegó al sombrero y al sobretodo que yacían en el sillón de cuero, un detalle imprevisto le llamó la atención: Madame Mouton había plegado más bien hacia afuera el sobretodo, de manera que una buena parte del forro sedoso estaba a la vista, la parte donde se abría el bolsillo izquierdo, que Morvan, que ni siquiera fumaba, no usaba nunca por no decir, y casi ninguna exageración, que hasta desconocía su existencia. Del bolsillo emergía, ocupando todo el ancho de la abertura, el borde de un envase de plástico transparente, y tan delgado que apenas si era visible, pero el abultamiento leve del bolsillo permitía adivinar que era más delgado que lo que contenía, uno de esos sobres herméticos de plástico cerrados por una máquina que aplasta todo el perímetro de los bordes comprimiendo al máximo el ya había adivinado lo que contenía, o sea un par de guantes de látex plegados y achatados en el interior del sobre transparente, un par de esos guantes que por razones de higiene usan los empleados de las fiambrerías para manipular las tajadas de fiambre, despegándolas unas de otras sin deteriorarlas, como hubiese ocurrido con un cuchillo y un tenedor y despachárselas a los clientes. Examinándolos con curiosidad y extrañeza, comprendió de inmediato que el hombre, o lo que fuese, los utilizaba con la naturalidad exacta de un matarife para realizar con mayor eficacia su trabajo sin dejar huellas digitales. Con ellos podía manejar mejor el cuchillo y, después de dejar el cuchillo a un lado, abrir, separar, escarbar, desgarrar, arrancar, directamente con los dedos. Esas manos blancas de látex tenían algo en común con sus víctimas, porque a las dos el hombre o lo que fuese podía usarlas en su ritual despreciable hasta volverlas casi irreconocibles y después tirarlas. Morvan nunca había visto esos guantes en su vida, y dedujo que algún otro, alguien que estaba tendiéndole una trampa para abolir en él toda esperanza, los había puesto en su bolsillo. Se le ocurrió la idea increíble de que, al recibir el sobretodo de sus manos, Madame Mouton había deslizado, con rapidez y discreción, los guantes en el bolsillo, con un designio tan abominable que una confusión de asco y furor lo encegueció durante un momento. Pero casi de inmediato su mente se volvió clara y alerta otra vez, y como oyó la puerta de la cocina que se abría a sus espaldas, dejó caer el sobretodo en el sofá, y se guardó rápidamente los guantes en el bolsillo del saco.