– No nos vas a recitar otra vez tu credo rigorista -dice Pichón.

– Sin falsa modestia -dice Tomatis- creo que este mundo pide a gritos que yo trate de mejorarlo.

– A mi juicio, empeoró con tu llegada -dice Pichón.

Ya empiezan otra vez con el espectáculo, piensa Soldi, a quien, al fin de cuentas, vaya a saber por qué razón, la historia que está contando Pichón, después de haberse desentendido del problema de que pueda ser ficticia o verdadera, ha empezado a interesarle, y las interrupciones de Tomatis, obstinado en dar a conocer su opinión a cada rato, lo irritan ligeramente. Pero debe reconocer que Tomatis, o en todo caso así parece indicarlo la expresión de su cara, escucha con profundo interés el relato de Pichón, y que incluso por momentos su concentración es tan grande que durante unos segundos se queda con la boca entreabierta, deteniendo totalmente la masticación. Cuando Pichón lo advierte, una sonrisa tenue y satisfecha se insinúa en sus labios.

– Ya llegará el momento de tu intervención -dice Pichón, valiéndose de una prosodia enigmática.

Una bailarina, cayendo desde la altura, choca contra su hombro, se desliza por la tela amarilla de su camisa y, sin dejar de aletear a tal velocidad que las alitas blancas parecen múltiples y transparentes, desaparece en el fondo del bolsillo. Con el pulgar y el índice de la mano izquierda Pichón tira hacia afuera el borde del bolsillo y mira en su interior, riéndose. Después mete dos dedos de la mano derecha, hurga un poco y saca la mariposa que sigue aleteando, excitada y veloz, la conserva un momento en la palma de la mano, y después la deja caer al suelo. En la punta de los dedos le quedan restos de un polvillo pegajoso y vagamente tornasolado.

– Esa complicación representaba un problema para Morvan -dice por fin-. No sólo lo inducía a desconfiar de sus propios razonamientos, que podían haber sido obnubilados por esa situación poco clara, sino también que, como debía haber algunos colegas que estaban al tanto, la sospecha de parcialidad y la falta de pruebas podían invalidar sus acusaciones. Morvan había comprendido que, si su hipótesis era justa, no podía confiársela a nadie antes de haber logrado probarla. Tenía que trabajar solo. Con la mirada fija en la carta reconstituida encima del escritorio, meditaba en la extraña tranquilidad con que consideraba la evidencia atroz que estaba analizando: su mejor amigo, al que desde hacía años lo unían el afecto, el respeto y la confianza, era el animal salvaje, la sombra inhumana y destructora que venía persiguiendo desde hacía nueve meses, y esa revelación repentina no había producido en su interior la más mínima vibración, aparte de cierto orgullo atenuado y un poco desdeñoso, como si hubiese resuelto un problema de lógica frente al que muchos otros antes que él hubiesen fracasado. La solución del problema lo había librado de inmediato de la impresión angustiosa de proximidad, e incluso de familiaridad, que los actos del hombre, o lo que fuese, le habían venido produciendo en los últimos tiempos. Y su falta de emociones, aparte tal vez de una piedad inexplicable y sorda, la aplicaba al hecho de que tal vez no era Lautret el autor de esos crímenes, sino una fuerza ignorada, parasitaria, desconocida incluso para el propio Lautret, y alojada en los pliegues íntimos de su ser desde los orígenes de su existencia, una presencia oscura semejante a un ídolo arcaico y sanguinario cuyo descubrimiento aportaría a su amigo la calma y la emancipación. Brusca, la chicharra del teléfono empezó a sonar, y los pedacitos de papel de la carta reconstituida se agitaron un poco, a causa tal vez de las ondas sonoras, de las vibraciones internas del aparato que se transmitieron al escritorio, o del sobresalto de Morvan, que a decir verdad fue más mental que físico. El agente de guardia le anunció a una tal Madame Mouton que estaba buscando al comisario Lautret, pero como el comisario no estaba en el despacho especial esa mañana, la mujer le había pedido que la comunicara con Morvan. Intrigado, Morvan esperó unos segundos, hasta que la voz todavía firme de una anciana empezó a resonar en su oído a través del aparato, una de esas voces desconocidas que llegan por teléfono y que, a causa de sus inflexiones, nos inducen a atribuirle a su emisor casi de inmediato una fisonomía imaginaria: Morvan vio a una mujer más que madura, todavía cuidadosa de su persona, viviendo sola en un departamento más bien confortable, y titular de una jubilación importante y de rentas jugosas como se dice, o sea con demasiada libertad económica como para resignarse a depender de nadie, aun cuando se tratase de la policía, pero también demasiado vieja como para que su insistencia, mal disimulada por una entonación mundana, no dejase transparentar una buena porción de ansiedad, y a todo eso Morvan agregó la observación suplementaria de que la protección policial que reclamaba encubría quizás fantasmas de algún otro tipo. De la marea de palabras, Morvan sacó en claro lo siguiente: ella había conocido al comisario Lautret una vez que había ido al despacho especial para informarse sobre la situación alarmante que creaban, para las personas de edad, todos esos crímenes espantosos que se estaban cometiendo en el barrio. El comisario había sido muy amable con ella y había prometido ir a visitarla una noche después del servicio para ver si el edificio en el que vivía y también su departamento observaban las normas de seguridad que había recomendado la policía. La víspera se lo había cruzado a la salida del supermercado, y el comisario le había prometido que iría a verla al día siguiente a las ocho de la noche -Es decir hoy, había repetido Madame Mouton en forma cada vez más perentoria- y ella llamaba por lo tanto para recordarle la cita. El comisario Lautret le había dicho que su visita sería de pura rutina, un simple pretexto para tomar un aperitivo y estrechar los vínculos entre la policía y el vecindario, pero ella acababa de escuchar por la radio la noticia sobre el crimen de la Folie Regnault, que quedaba cerca de su casa, y a decir verdad estaba bastante inquieta. Si se atrevía a molestarlo a Morvan, era porque el comisario Lautret le había dado también su nombre para el caso de que necesitase ayuda urgente y él, Lautret, estuviese ausente en ese momento. Morvan trató de tranquilizarla y, después de anotar su dirección y su número de teléfono, le prometió transmitir el mensaje a Lautret. Después colgó.

Un furor inesperado lo ofuscó durante un momento, como si el espectáculo y las consecuencias de veintiocho crímenes atroces le hubieran parecido menos graves que el cálculo paciente y cínico con que Lautret tejía su red mortal. Le parecía poder seguir por una especie de proyección mimética, cada uno de los pasos que iba dando la inteligencia de Lautret, dura, helada y cortante como una lámina de acero, para armar pieza por pieza la trampa que preparaba. Podía entender e incluso aceptar la violencia repentina de los accesos criminales, pero el álgebra obscena de lo que se preparaba le había hecho perder la calma durante unos minutos. Impaciente, se levantó desplazando con torpeza su sillón, y se dirigió a la ventana: en contradicción con la promesa de los dioses de que nunca perderían las hojas, porque debajo de uno de ellos, en Creta, después de haberla raptado en una playa de Tiro o Sidón, el toro intolerablemente blanco, con las astas en forma de medialuna violó a la ninfa aterrada, los plátanos del bulevar alzaban las ramas lustrosas, cargadas de nieve y de estalactitas afiladas, recortando en fragmentos irregulares el aire oscuro en la mañana de diciembre. Durante un buen rato, Morvan se quedó parado cerca de la ventana, inmóvil, con la vista clavada en la nieve revuelta y sucia, a causa de los rastros que los primeros peatones matinales habían dejado en la vereda de enfrente, entre dos bandas intactas de nieve inmaculada. La penumbra grisácea y brumosa era sin duda la claridad máxima que alcanzaría el día de invierno, y unas horas más tarde, un poco después del almuerzo, la oscuridad empezaría otra vez a cerrarse sobre él, Morvan, y sobre ese lugar llamado París, adherido sin razón aparente a ese punto de la costra terrestre, igual que un molusco de caparazón rugosa al pliegue no menos rugoso, duro y casual de una roca vagamente esférica. Durante unos segundos tuvo la convicción extraña y pasajera, pero que le dejó un atisbo de asombro y de intranquilidad, de que, en medio de esa acumulación de casualidades que urdían la textura del mundo, únicamente el hombre o lo que fuese que salía a repetir, casi cada noche, el rito invariable del que él mismo había establecido las leyes, había sido capaz de rebelarse y de crear, aunque más no fuese para sí mismo, un sistema inteligible y organizado. Algo hervía en el interior de Morvan, contrastando con la penumbra helada de la calle, más allá de los vidrios de las ventanas, que al tacto y a la vista parecían láminas de hielo. Con una precipitación que lo asombraba levemente de sí mismo, llamó al agente que atendía la centralita para decirle que no valía la pena buscar a Lautret por el llamado que acababa de recibir, que no era para nada urgente, y que él mismo se encargaría de transmitírselo cuando lo viera, pero pensando, mientras colgaba otra vez el tubo del teléfono, que de todos modos ni él ni nadie vería al comisario Lautret hasta el día siguiente, y que la única posibilidad de encontrarlo antes sería estar esa noche a las ocho en el departamento de Madame Mouton.

A pesar del frío, la víspera de Navidad obligaba a la gente a salir a la calle, y alrededor de la una, mientras se dirigía caminando despacio al restaurante -iba regularmente a un bar de vinos de la rue León Frot o a un restaurante chino de la avenida Parmentier- pudo comprobar que el Burguer King de la plaza estaba repleto. Familias enteras, cargadas de criaturas y de paquetes, hacían cola frente a las cajas o, instalados alrededor de una mesa en bancos inamovibles atornillados al piso, comían menúes idénticos en platos y vasos de cartón, aprovechando el respiro de corta duración en medio de su fatigosa carrera entre la reproducción y el consumo. Previstos rigurosamente de antemano por cuatro o cinco instituciones petrificadas que se complementan mutuamente – la Banca, la Escuela, la Religión, la Justicia, la Televisión – como un autómata por el perfeccionismo obsesivo de su constructor, el más insignificante de sus actos y el más recóndito de sus pensamientos, a través de los que están convencidos de expresar su individualismo orgulloso, se repiten también, idénticos y previsibles, en cada uno de los desconocidos que cruzan por la calle y que, como ellos, se han endeudado en una semana por todo el año que está por comenzar, para comprar los mismos regalos en los mismos grandes almacenes o en las mismas cadenas demarcas registradas, que depositarán al pie de los mismos árboles adornados de lamparitas, de nieve artificial y de serpentina dorada, para sentarse después a comer en mesas semejantes los mismos alimentos supuestamente excepcionales que podrían encontrarse en el mismo momento en todas las mesas de Occidente, de las que después de medianoche se levantarán, creyéndose reconciliados con el mundo opaco que los moldeó, y trayendo consigo hasta la muerte -idéntica en todos-, las mismas experiencias concedidas por lo exterior que ellos creen intransferibles y únicas, después de haber vivido las mismas emociones y haber almacenado en la memoria los mismos recuerdos.