pared trasera del rancho, de adobe blanqueado, lisa y ciega, sin una sola abertura, y sobre la mesa la carne muerta y despedazada.

– Vamos adelante -dice Rogelio. Wenceslao lo sigue. Todo el espacio rectangular que rodea al rancho está bordeado de paraísos; dan la vuelta y comienzan a caminar a lo largo de la pared lateral blanqueada, hacia la parte delantera, pasando junto a un horno de barro, también blanqueado, y Rogelio se detiene junto a la bomba de agua antes de llegar al frente de la casa. Wenceslao sigue caminando y llega a la parte delantera. Allí hay dos paraísos enormes y una mesa larguísima. A la mesa están sentados el viejo y la vieja, uno frente a otro, en sillas de paja. Justo en el momento en que llega al patio delantero y los ve, Wenceslao comienza a oír el ruido de la bomba y el chorro de agua.

– Buen día -dice Wenceslao. -Layo, hijo -dice la vieja. -Buen día -dice el viejo. -Hijo -dice la vieja.

Hay una pava y una yerbera de madera sobre la mesa. El viejo tiene un mate en la mano y chupa de él: la bombilla se sumerge entre los espesos bigotes blancos que le cubren el labio superior. Termina el mate y lo llena de nuevo, ofreciéndoselo a Wenceslao. Wenceslao lo agarra y comienza a chuparlo. Como ninguno de los tres dice palabra, se oye todavía con más claridad el chorro de agua y el golpeteo de la bomba, a la vuelta, cerca de la pared lateral. La vieja permanece sentada con las manos cruzadas en la falda, la cara llena de arrugas y los dientes comidos, rígida y derecha como una estatua, mirando algo por encima de la cabeza blanca de su marido, que es menos corpulento que ella y sacude lento y constante la cabeza como si estuviese discutiendo algo consigo mismo, en silencio y por dentro. El viejo sostiene la pava con una mano flaca y huesuda, cuya piel áspera está llena de estrías y manchas, demasiado abundante para la carne y los huesos que tiene que proteger, de modo que se llena de frunces por todos lados.

– ¿Cómo está tu mujer, Wenceslao? -dice por fin.

– Bien -dice Wenceslao.

La mesa se extiende entre los dos paraísos que son tan amplios y altos que sus ramas protegen del sol, además del lugar en el que se halla la mesa, gran parte del techo y el frente del rancho más grande (hay otro, chico, también blanqueado, al costado del grande, del lado opuesto al que Rogelio y Wenceslao recorrieron viniendo desde el fondo), y por el otro lado, sobre el sendero de arena que sale, amarillo y tortuoso, desde la puerta de tejido y se pierde en el campo. Los paraísos están a cinco o seis metros uno del otro, alzados paralelos a la casa, de modo que la mesa es perpendicular al frente del rancho. La mesa, los viejos, Wenceslao, parte del rancho y de la tierra, están en el interior de una esfera de sombra que los envuelve y los protege como un limbo de la luz solar, manteniéndolos tranquilos en una zona en la que parece no haber más que silencio, aunque se oigan voces y ruidos, como si no se oyese más que el sentido de las voces y de los ruidos, pero no los sonidos propiamente dichos, y los sonidos del exterior de la esfera (el chorro de agua, el golpeteo de la bomba) resonaran fuera y pudieran oírse, nítidos y compactos.

La voz del viejo es aguda, rápida.

– Hace mal en quedarse siempre en las casas, siempre en las casas -dice-. Tenés que convencerla y hacerla salir.

– Sí, hijo, sí, tiene que salir y ver a la gente -dice la vieja.

– Siempre se lo digo -dice Wenceslao-. Pero no me hace caso. Dice que está de luto.

Ahora es la vieja la que sacude la cabeza, abriendo la boca y mostrando sus dientes comidos; el viejo permanece inmóvil. Parecen ignorarse, uno al otro, pero sin furia ni irritación: más bien como si la larga convivencia los hubiese ido cerrando tanto a cada uno en sí mismo que ponen al otro en completo olvido y si casi siempre dicen los dos lo mismo no es porque se influyan mutuamente sino porque reflexionan los dos por separado a partir del mismo estímulo y llegan a la misma conclusión. Wenceslao le devuelve el mate al viejo y observa cómo el viejo comienza a cebarlo de nuevo, con pulso firme pero con gran lentitud. En ese momento -el chorro de agua y la bomba han dejado de oírse hace un momento pero eso se advierte con la aparición de Rogelio- aparece Rogelio peinándose mientras camina hacia la mesa. Rosa sale también por la puerta del rancho más grande. Tiene un vestido de algodón estampado en unas diminutas flores amarillas y azules contra un fondo blanco. Wenceslao se ha vuelto apenas hacia ambos al oír el ruido de la puerta al abrirse y el de los pasos, así que ahora da la espalda a los viejos y encara al hombre y a la mujer que se acercan sonriendo; Rosa lo saluda.

– Traje unos limones y unas brevas que te manda -dice Wenceslao-. Ella no va venir.

– ¿Este año tampoco? -la piel oscura de la cara de Rosa se arruga, en especial en la frente y alrededor de la boca-. ¿Va seguir de luto todavía? Mi hermana está loca.

Rogelio termina de peinarse, con movimientos rápidos, y deja el peine sobre la mesa. Wenceslao se da vuelta otra vez, cuando Rosa y Rogelio llegan a la mesa, y ve cómo el viejo hunde la punta de la bombilla entre los bigotes blancos y espesos y chupa. La cara reconcentrada y blanca del viejo enflaquece y se reconcentra más a cada chupada. La vieja está inmóvil otra vez.

– Les agarra la locura y son caprichosas -dice el viejo, suspendiendo la succión durante un momento, alzando apenas la cabeza y sin mirar a nadie en particular-. Se les pone una cosa en la cabeza y nadie se la puede sacar. Son cabeza dura.

Hace silencio y sigue chupando la bombilla.

– Deme un mate después, papá -dice Rogelio.

– ¿Cortaste el pescado? -dice Rosa.

– Sí -dice Rogelio.

– Hay que ir hasta el almacén y traer algunas cosas -dice Rosa.

– ¿Dónde está Rogelio? -dice Rogelio. -Salió -dice Rosa.

Wenceslao se recuesta contra el tronco de uno de los dos paraísos. Apoya el hombro en él y siente la corteza áspera y llena de hendiduras y resquebrajaduras contra la parte superior de su brazo, encima de la camisa. El viejo ceba otro mate y se lo entrega a Rogelio.

– Si Teresa no viene ayudarme con la comida no voy a terminar para el mediodía -dice Rosa.

– Yo te ayudo, hija -dice la vieja. -Usted descanse -dice Rosa. Se da vuelta hacia Rogelio-. Pasa por lo de Agustín y decile a Teresa que venga o que me mande la Teresita por lo menos.

– Son caprichosas. No hay forma de hacerles ver la razón -dice el viejo.

Rogelio mira rápido a Wenceslao y emite una sonrisa fugaz a la que Wenceslao responde con un guiño; después Rogelio termina el mate y se lo devuelve al viejo. El viejo empieza a llenarlo otra vez.

– Ahora pasamos con Wenceslao por lo de Agustín y después vamos al almacén.

– Para el Layo -dice el viejo, extendiendo el brazo con el mate. Wenceslao se acerca y lo agarra, y después vuelve a apoyar el hombro contra el tronco del árbol. Están todos en el interior de la esfera de sombra pero rodeados por una esfera todavía más grande de luz matinal, cuya caída en declive lento está empezando a recalentar la tierra que no ha tenido tiempo durante la noche de enfriarse del todo después de la resolana del día anterior. El sol subirá y subirá hasta el mediodía para caer vertical buscando el centro de las cosas, borrando durante una fracción de segundo las sombras, y después empezará a declinar no sin antes llevar por el aire la imagen turbia y ondulante de ríos y esteros y creando en el camino de asfalto que lleva a la ciudad espejismos de agua. Wenceslao chupa el mate en silencio, mirando a sus parientes y sintiendo de un modo cada vez más vago la presión de la superficie áspera del árbol contra el hombro, por encima de la camisa. Si gira un poco la cabeza hacia la izquierda, desde donde está parado puede ver el camino: es una franja irregular y amarilla, ancha y bordeada de verde que se pierde en línea recta en un horizonte de árboles. En este momento está vacía. Al volver la cabeza en dirección opuesta, hacia la casa, Wenceslao vislumbra ya los primeros destellos cegadores del sol contra el adobe blanqueado de las paredes.

– Va hacer calor -dice.

Se saca el sombrero de paja y se lo vuelve a poner, sacándoselo despacio y con cuidado. Acaba con el mate y se lo entrega al viejo.

– Gracias, viejo -dice.

El viejo recibe el mate pero no lo vuelve a llenar; lo conserva vacío en la mano y mantiene la cabeza erguida y los ojos entrecerrados, en actitud pensativa. También la vieja, sentada enfrente de él, ha quedado inmóvil otra vez con las manos sobre la superficie gris de la mesa, las manos que emergen de las mangas azules de su viejo vestido descolorido. Wenceslao los abarca con la mirada y percibe sin advertirlo el contraste de su rígida inmovilidad con los movimientos rápidos de Rogelio secándose las manos en su pantalón y el giro brusco de Rosa en dirección a la casa, de avanzar hacia la casa, Rosa pasa por un hueco circular de luz -el único- que se cuela por entre la fronda de los árboles y choca contra ella produciendo un rápido reflejo para recuperar después su inmovilidad sobre el suelo cuando Rosa termina de pasar y entra en la casa.

– Ya vengo -dice Rogelio, y sigue a Rosa hacia la casa, desapareciendo en ella. La puerta de madera queda entreabierta y sobre la pared blanca se ve la franja lisa y vertical de oscuridad que sale del interior. Rogelio emergerá de allí y vendrá en dirección a la mesa y le dirá "Vamos" y abrirán la puerta de tejido, caminarán un trecho por el camino de arena y después tomarán el sendero que corta el campo en diagonal en dirección al rancho de Agustín y después al almacén. Pasarán por el montecito, por el claro cuadrangular sin un solo árbol, siempre por el sendero que es tan estrecho que los obligará a ir en fila india hasta la casa de Agustín. Le dirán a Teresa que venga o que mande a la Teresita si es que ella no puede venir, y seguirán después hacia el almacén pasando por la larga hilera horizontal de ranchos construidos en el claro, donde no hay un solo árbol que dé sombra. Entrarán en el almacén y tomarán un amargo o una cerveza y Rogelio hará compras. Al entrar en el almacén, percibirán el cambio, después de haber caminado más de media hora bajo el sol: de la luz a la sombra, del calor a la frescura, del olor a luz solar y a pasto y arena al olor de la creolina con que han regado el piso de ladrillos, y a yerba y a queso fuerte.

Sale Rosa y lo llama.

– Layo -dice.

Wenceslao va hacia ella y entra en el rancho. Rogelio espera en el interior, con el sombrero puesto.

– Voy a buscarla -dice Rosa.