– No es para reírse -dijo Salas el músico después de un momento, mirando con los ojos entrecerrados al otro Salas-. El último pensamiento que tuvo fue para la inundación del cinco. Dijo que había tenido miedo, y recién después se murió.

– Porque tu abuelo no vio la del sesenta -dijo el otro Salas.

– No, no la vio, pobrecito -dijo uno de los que escuchaban.

Salas el músico miró al que había hablado, un hombre gordo con una blusa azul descolorida. El hombre gordo tenía barba de tres días y se rascaba la cabeza echándose hacia atrás el sombrero. Gotas de un sudor sucio le corrían por entre la barba.

– Chin lo conoció bien -dijo Salas el músico, señalando al hombre gordo con un movimiento de cabeza-. Chino mi abuelo, ¿era hombre de decir mentira por verdad?

Chin sacudió despacio la cabeza, pasándose la lengua por el labio superior para sorber el sudor.

– Nunca -dijo.

Los ojos de Salas el músico, tan parecidos a los del otro Salas, emitieron chispazos de satisfacción. Alzó la cabeza, dirigiéndola apenas hacia la puerta del almacén.

– ¡Berini! -gritó.

– ¡Bueno! -respondió de inmediato una voz desde el interior del almacén.

– ¡Pese un poco de queso y corte un salamín! -ordenó Salas el músico, siempre con la cabeza vuelta apenas hacia la puerta del almacén y chispazos de satisfacción en los ojos.

El otro Salas no lo miraba.

– Hasta se llevó una locomotora con los vagones y todo -dijo Salas el músico, dirigiéndose otra vez a los de la mesa-. No quedó un solo rancho. Y por diez años no se vio ni un ratón ni una comadreja en toda la zona. En la ciudad el agua llegó hasta el centro. Hay fotos que lo atestiguan.

El otro Salas escupió. El de la camisa roja se levantó y corrió la motocicleta para que no le diera el sol, apoyándola contra el fragmento de pared sobre el que caía la sombra de los árboles.

– ¿Me vas a decir ahora que en la del sesenta los vapores no pasaban de Helvecia a la ciudad navegando por donde antes había estado el terraplén? -dijo el otro Salas.

– ¿Cómo te lo voy a decir si yo mismo lo vi? -dijo Salas el músico-. Pero la del cinco fue peor.

Chin tomó su vaso de cerveza y volvió a llenarlo. Había cuatro botellas vacías sobre la mesa.

– En seguida sudo lo que tomo -dijo, arrugando la cara.

El que todavía no había hablado le dio un golpecito en el brazo.

– Entonces sudas todo el día -dijo, y se rió solo.

– ¿Y por casa? ¿Cómo andamos? -dijo Chin.

– Si no hay una gota -dijo el otro, sacudiendo la botella que Chin acababa de vaciar.

– Ya viene -dijo Chin.

– ¡Berini! -gritó Salas el músico.

– ¡Va! -respondió la voz de Berini.

– ¡Una cerveza blanca! -gritó Salas el músico-. ¡La paga Chin!

Todos se echaron a reír a carcajadas. Los caballos se agitaron un poco y en seguida volvieron a tranquilizarse. Como no corría el más mínimo aire, las voces rápidas y las risas chillonas persistían como inmóviles engendrando su propia refracción y resonando. Entre las risas exclamaron como para sí mismos "¡Está bien!" o "¡Hay que joderse!" o "¡Qué desgraciado!" y los ojos de Salas el músico chispeaban de satisfacción, hasta que de un modo gradual hicieron silencio otra vez y entonces pudo oírse una abeja que entró en el patio zumbando por encima de sus cabezas, entre la fronda fría de los árboles. Después incluso la abeja dejó de oírse y Berini apareció haciendo chasquear sus alpargatas sobre el piso de tierra y dejando la botella de cerveza fría sobre la mesa de metal. Estaba limpio, bien peinado, y tenía puesto un saco pijama blanco que parecía recién planchado. Salas el músico distribuyó la cerveza en los cinco vasos mientras Berini retiraba las cuatro botellas vacías y se las llevaba para adentro, dos en cada mano, haciéndolas tintinear. La cerveza dorada se llenaba de luz y emitía reflejos por debajo del cuello de espuma blanca y opaca. Los cinco hombres bebieron casi al mismo tiempo.

– Hubo invasión de lampalaguas -dijo el otro Salas, pasándose la lengua por el bigote-. Se comían a los perros.

– En la del cinco también -dijo Salas el músico-. Y a más, yaguaretés que bajaban en camalotes desde el Brasil. Echaban cría por estos lados y tuvo que venir el ejército para matarlos. Una vez mi abuelo llegó de noche al rancho y vio un animal que salía a recibirlo y se creyó que era uno de los perros, pero cuando entró con él en el rancho y prendió el farol, vio que era un yaguareté. El cinco, las vacas volaban. -Salas el músico se rió y todos lo acompañaron con risas lentas y suspicaces. Únicamente el otro Salas permaneció serio mirándolo. – La creciente fue tan grande -dijo Salas el músico- que casi tapaba los árboles. Y las vacas se metían entre las ramas para que no se las llevara la correntada. Cuando el agua empezó a retirarse las vacas quedaron arriba y hubo que subir a bajarlas. Mi abuelo dice que cinco años después, andando por la isla, vio un montón de osamentas de vaca arriba de los árboles.

– El abuelo de éste -dijo el otro Salas, sin dirigirse a nadie en particular- poco más y pesca un tiburón en el Ubajay.

Ahora se rieron todos, incluso Salas el músico. Del interior del almacén llegaba un olor suave de creolina y unos ruidos imprecisos de objetos que chocaban contra el piso y contra el mostrador de madera. Los tres caballos atados a los árboles permanecían inmóviles: debían haber andado un buen rato bajo el sol, porque a pesar de su larga inmovilidad, el sudor hacía restallar sus pelambres oscuras. El de la motocicleta se pasaba sin cesar el dorso de la mano por la tela colorada de la camisa, despacio, sobre el brazo derecho, como si le gustara la sensación que producía sobre su piel la tela lisa. Chin sacudió la botella de cerveza y después la inclinó sobre su vaso, pero apenas si cayó, por el pico un chorro débil de espuma que dejó en el fondo del vaso un sedimento amarillo. Chin se dio vuelta y llamó a Berini.

– ¡Una cerveza blanca! -gritó-. ¡La paga Salas!

Las risas crecieron. Sonaban y resonaban dispersándole lentas y subían para perderse por fin hacia el aire soleado por encima de las hojas verdes. El parecido de los dos Salas creció con la risa, al echar los dos la cabeza hacia atrás y apretar el cuerpo contra el respaldo de la silla, emitiendo al mismo tiempo un ruido áspero y largo por la boca abierta que mostraba una doble hilera de dientes parejos y blancos; se parecían incluso por la vestimenta, porque los dos llevaban camisas grises descoloridas y unos pantalones sin ningún color preciso, y como estaban sentados uno enfrente del otro, con la mesa de por medio, los dos pares de pies enfundados en parecidos pares de alpargatas flamantes se apoyaban contra los travesaños opuestos de la mesa y los oprimían rígidos echando en tensión el cuerpo hacia atrás y haciendo balancear las sillas sobre las patas traseras. Las risas fueron apagándose sin orden, por contraste con la explosión unánime con que habían comenzado, decreciendo lentas, cada una a su turno reiniciándose alguna por un momento después de haberse desvanecido, hasta que no se oyó nada, excepción hecha del eco resonando en la memoria y Berini salió del almacén al patio trayendo la botella de cerveza y dejándola sobre la mesa al mismo tiempo que con la mano libre retiraba la vacía. Chin recogió la botella y llenó los vasos. Berini quedó parado cerca de la mesa, mirando en dirección al camino.

– Gente -dijo.

Las otras cinco cabezas giraron en el sentido en que Berini estaba mirando. Salas el músico debió incorporarse algo para ver: el camino arenoso se extendía recto hacia la costa flanqueando las construcciones de paja y adobe esparcidas en el borde del campo. Un hombre avanzaba por el camino, viniendo desde la costa. Caminaba despacio y parecía renguear. Se lo divisaba reducido por la distancia -unos doscientos metros- y dos o tres perros lo seguían, deteniéndose detrás de él para husmear el camino, juguetear entre ellos o ponerse a escarbar la tierra.

– Culo contra la pared -dijo el otro Salas.

Berini se dio vuelta y entró en el almacén. Los otros volvieron la cabeza y se acomodaron otra vez en sus sillas, tomando cerveza.

– Hay que ponerse culo contra la pared -dijo el otro Salas.

El que había hablado una sola vez se pasó la mano por la mejilla y terminó rascándose la mandíbula. Tenía puesto un sombrero de paja. Hizo un ademán.

– Vaya saber -dijo.

– Le pongo la firma -dijo el otro Salas.

– No se hubieran ido si no -dijo Salas el músico.

– Se fueron y se perdieron -dijo el otro Salas.

Berini salió otra vez del almacén, trayendo un montón de queso y salamín cortados sobre una hoja de papel de estraza. El de camisa colorada hizo a un lado la botella y Berini dejó el alimento sobre la mesa. Dijo que faltaba el pan y volvió a entrar en el almacén. Los cinco hombres se inclinaron al unísono sobre los pequeños cubos amarillos de queso y los redondeles rojos de salamín y comenzaron a llevárselos a la boca. Masticaban y tragaban y volvían a inclinarse para recoger con los dedos pedazos de queso o de salamín y volvían a llevárselos a la boca y a masticarlos y tragarlos. Berini trajo el pan cortado en rebanadas, sobre otra hoja gris de papel de estraza. Entrecerraban los ojos para masticar y de golpe los abrían de un modo desmesurado para tragar. Sus caras estaban sudadas. Chin agarró una rebanada de pan, la cubrió de rodajas de salamín y de pedazos de queso y después tapó todo con otra rebanada y empezó a comerlo. Podía oírse el ruido de la masticación.

– Trabajan las dos en un quilombo de la ciudad -dijo Salas el músico-. Yo las he visto.

– Se ganan la vida, pobrecitas -dijo Chin.

– Hacen bien -dijo el otro Salas.

– No han tenido suerte -dijo Salas el músico.

El de la camisa colorada dirigía la mirada de una cara a otra, a medida que sus compañeros hablaban.

– Siempre van estar mejor que aquí -dijo Chin.

El que había hablado una sola vez se tomó todo el vaso de cerveza de un solo trago y después dejó el vaso vacío sobre la mesa.

– Ojo. Ahí llega -dijo.

Era muy delgado y tenía una camisa rotosa y los pantalones sostenidos con un hilo grueso. Sonreía. Estaba descalzo. Los perros se dispersaron fuera del recinto del almacén, en el camino y en el campo.

– Buen día, muchachos -dijo.

Se paró a distancia y contempló la mesa. Los otros contestaron rápido a su saludo.

– Agustín viejo y peludo -dijo Salas el músico.