– Loco viejo -dijo Chin.

– ¿Vas a salir de serenata esta noche? -dijo Agustín, dirigiéndose a Salas el músico.

– Seguro que sí -dijo Salas el músico.

Agustín sonreía. Tenía un sombrero rotoso de paja por debajo de cuya ala quebrada se veían brillar unos ojitos oscuros y húmedos; los labios rojos emergían de-entre un matorral de barba negra. Permaneció parado a dos metros de la mesa, las manos cruzadas sobre el abdomen magro y los ojos sonrientes fijos en Salas el músico, mientras los otros lo contemplaban. Después su sonrisa se volvió superflua, anacrónica, pero no la abandonó: la transformó en una mueca temblorosa, expectante, y siguió sonriendo y mirando a Salas el músico ahora con los ojos entrecerrados, las manos cruzadas contra el abdomen y nada que decir o que preguntar.

– ¡Berini! -dijo el otro Salas-. ¡Una cerveza blanca!

Salas el músico desvió la mirada. El otro Salas concentró otra vez su atención en la mesa, después de haberse vuelto un poco hacia la puerta del almacén para llamar a Berini. El de la camisa colorada encendió otro cigarrillo y echó una mirada fugaz a la motocicleta apoyada a la sombra contra la pared de ladrillos sin revocar; el sol que se colaba por entre las hojas de los árboles hacía centellear las partes cromadas de la motocicleta. El humo que despedía su cigarrillo ascendía con lentitud tortuosa y al atravesar los rayos solares que penetraban la fronda de los árboles se desplegaba y parecía alisarse ya que los arabescos se disolvían y el humo se distribuía en estratos planos, superpuestos unos a otros. El otro Salas tragó un bocado y dijo con gran seriedad:

– Después de la crecida del sesenta vino la seca grande del sesenta y uno. Donde antes había estado el río crecía pastito.

– Fue grande esa seca, sí -dijo el que había hablado una sola vez.

– Estuvo un año sin llover -dijo el otro Salas.

– En este camino -dijo Salas el músico, señalando con la cabeza el camino de arena por el que había venido Agustín, el camino que se extendía en dirección a la costa- había así de polvo. -Hizo un ademán, que consistió en poner las palmas de las manos horizontales, paralela una de otra pero en sentido inverso, la izquierda a treinta centímetros de altura sobre la derecha, la palma de la mano derecha hacia arriba y la de la izquierda hacia abajo. – Pasaba un carro y levantaba una nube de polvo que nos dejaba ciegos como por cinco minutos.

– Después había un olor -dijo el que había hablado una sola vez.

– Sí. Había un olor -dijo Chin-. Los animales caían muertos de golpe. En la costa no se podía andar porque había miles de pescados podridos.

Berini salió del almacén con una botella de cerveza y pasó junto a Agustín sin siquiera mirarlo. Agustín lo contempló mientras pasaba y siguió con la mirada la trayectoria de la botella que Berini alzó y dejó sobre la mesa, retirando la otra luego de sacudirla y alzarla para mirarla al trasluz y cerciorarse de que estaba vacía. Después volvió a entrar en el almacén. En ese momento se detuvo un sulky frente al almacén y bajaron dos chicos que no tenían puesto más que un pantaloncito descolorido y estaban tostados por el sol; entre los dos sacaron del sulky un esqueleto de vino lleno de botellas vacías y una bolsa; pasaron junto a la mesa sin saludar, o haciéndolo en voz tan baja que nadie los oyó llevando el esqueleto y la bolsa, y entraron en el almacén. El caballo blanco del sulky estornudó. -¿Así que estás de serenata esta noche? -dijo Agustín. -Sí -dijo Salas el músico. -¿Con el ciego Buenaventura? -dijo Agustín.

– Con el ciego Buenaventura, sí -dijo Salas el músico. Sirvió cerveza en los cinco vasos. Los cinco hombres bebieron. El de la camisa colorada miraba el humo de su propio cigarrillo y Chin la cerveza de su propio vaso: casi no tenía espuma. Chin tenía la camisa manchada de sudor en las axilas y la barba entrecruzada de estelas de sudor sucio. Agustín desvió la mirada, sin dejar de sonreír.

– ¿Convidan un vaso, muchachos? -dijo.

– Cómo debe haber sido -dijo Salas el músico después de un momento de silencio en el que nadie dijo una palabra ni se oyó ningún otro ruido- para que creciera el pastito en el lecho del río.

El que había hablado una sola vez sacudió la botella de cerveza y se sirvió un resto en su vaso. Lo agarró y se lo extendió a Agustín. Agustín dijo "A la salud de todos los presentes y feliz año nuevo" y se lo tomó de un trago, devolviendo el vaso vacío. Después entró en el almacén.

– No me gusta que me vengan a pedir bebida de prepo -dijo el otro Salas, en voz baja.

El que había hablado una sola vez se encogió de hombros y después hizo un gesto con el que quería indicar que no le importaba.

– Y menos ése -dijo Salas el músico.

– Capaz que no es cierto -dijo el que había hablado una sola vez.

– De no ser cierto, no se hubieran ido -dijo Salas el músico.

– Las perdió -dijo el otro Salas.

– ¡Berini! -dijo Salas el músico-: ¡Una cerveza blanca!

Eructó. Después sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su pantalón, sacó uno y lo colgó de sus labios y tiró el paquete sobre la mesa. El paquete chocó contra el borde de la mesa y cayó al suelo; el de la camisa colorada se agachó para recogerlo y al cabo de un momento reapareció con la cara enrojecida y jadeando y el paquete de cigarrillos en la mano; lo depositó con suavidad sobre la mesa y se cruzó de brazos, su propio cigarrillo humeante colgado de sus labios. Salas el músico encendió su cigarrillo con parsimonia y echando la cabeza hacia atrás lanzó un chorro denso de humo hacia las copas de los árboles. El que le había dado la cerveza a Agustín miraba a Salas el músico con una fijeza abstraída: era un hombre flaco, de nariz ganchuda, y como estaba recién afeitado su piel atezada y tensa emitía una fosforescencia metálica en la parte rasurada. Ahora llegaban desde el interior del almacén la voz confusa de Berini y un ruido de botellas llenas y vacías al entrechocarse y al chocar contra los bordes del esqueleto de madera. Un pájaro empezó a saltar de rama en rama y a cantar nervioso sobre las cinco cabezas. Ninguno de los cinco hombres le prestó atención: continuaron durante un momento en silencio, absortos, esperando la botella de cerveza blanca y oyendo la voz confusa de Berini y el entrechocar de botellas que seguía llegando desde el interior del almacén. El de camisa colorada retiró el cigarrillo de entre sus labios y lo arrojó al aire en dirección a los caballos, pero con tanta fuerza y calculando el envión con tanta exactitud que el cigarrillo pasó por encima de las pelambres oscuras y cayó más allá de los animales, sobre el camino arenoso. Chin comenzó a recoger las migas de pan oprimiendo sobre ellas las yemas de los dedos y llevándoselas después a la boca. Después salieron los chicos con el esqueleto de vino, cargándolo entre los dos, y mientras uno de ellos acomodaba el esqueleto sobre el sulky, el otro volvió a entrar en el almacén y regresó cargando a duras penas la bolsa de arpillera llena de cosas hasta la mitad. El que estaba arriba subió la bolsa que el otro le alcanzaba y la acomodó sobre el esqueleto, en el piso combo del sulky. El de la bolsa subió en el momento en que el caballo blanco comenzaba a andar y se sentó al lado del que llevaba las riendas. Éste maniobró de modo de hacer retroceder al caballo, quedó con el sulky atravesado en el camino arenoso y después indujo al caballo a enfilar hacia la costa. Los hombres lo miraban maniobrar. El caballo empezó a andar despacio y después a trotar, levantando una polvareda débil y haciendo resonar amortiguados sus cascos contra la arena, de modo tal que el ruido de los arneses y de las cadenas contra las varas y los crujidos y los saltos del vehículo apagaban su golpeteo. El sulky fue alejándose gradual, hasta que perdió nitidez, y como el ruido de los cascos y el del sulky se asociaba a su movimiento, a medida que se alejaba y los ruidos dejaban de oírse, el movimiento pareció más y más una cabriola burlesca o paródica, y por fin irreal. En un momento se cruzó con la silueta de dos hombres que avanzaban lentos en dirección contraria: a la distancia parecían tan insignificantes y endebles que cuando la masa oscura del sulky los cubrió durante un momento, en el cruce, pareció que los había arrasado y hecho desaparecer con el simple choque. Pero después el sulky pasó y ellos reaparecieron y continuaron avanzando. Estaban a unos doscientos metros. Berini emergió del almacén con una botella de cerveza y la dejó sobre la mesa. Traía mala cara.

– No está fría -dijo Chin tocando la botella con el dorso de la mano.

– Ni que la fueras a pagar -dijo el otro Salas.

Chin se rió y llenó los vasos.

– No les dan ni tiempo de que se enfríen. Si se las toman a todas -dijo Berini.

Agustín salió del almacén contemplando al grupo y en especial a Berini desde la puerta. Sonreía. Por entre su barba de una semana sus labios rojos se estiraban y temblaban, sonriendo. Parecía no tener un solo diente. Se había puesto las manos en los bolsillos del pantalón y apoyaba las plantas de uno de sus pies descalzos sobre el empeine del otro. Berini parecía irritado.

– Ahí tenés gente -dijo Salas el músico.

– Atened la clientela -dijo el otro Salas.

La mirada del de la camisa colorada iba de una para la otra, a medida que los hombres hablaban. Salvo él, que se hallaba demasiado atento a las expresiones y a las palabras, y Berini, en cuya cara rubia y afeitada fluctuaba una irritación leve, todos los del grupo se pusieron a reír, con discreción. Al oírlos, la sonrisa de Agustín se hizo más amplia. Se acercó.

– ¿Así que estamos de serenata esta noche, muchachos? -dijo.

– Así es, jefe -dijo Salas el músico.

– ¿Y qué se va pagar, jefecito, para despedir el año? -dijo Agustín.

– Por hoy, nada -dijo Salas el músico.

– Jefecito, nomás -dijo Agustín-. Un vino, jefecito.

– Palabra, ando seco -dijo Salas el músico.

Berini se dio vuelta y se dirigió al almacén. Agustín lo siguió con la mirada, sonriendo.

– Berini viejo nomás -dijo.

Berini desapareció en el almacén.

– Anda decirle a Berini que te pague un vino -dijo Chin-. Él te lo va pagar.

Agustín permaneció inmóvil. El de camisa colorada se paró y se puso a tocar su motocicleta. Los rayos del sol que se colaban a través de las hojas hacían centellear las partes cromadas del vehículo y estampaban círculos de luz sobre la tela colorada. Agustín entró en el almacén.