Ella no responde, vigilando el trabajo de sus manos.

Pasaba corriendo a través del patio, viniendo desde el rancho, cada mañana, en dirección al río, con el pantaloncito descolorido y la piel quemada y vuelta a quemar por el sol de enero; pasaba cerca del paraíso, seguido por su sombra, y desaparecía por el senderito de arena hasta que desde el patio se oía por fin el golpe seco de la zambullida y después el chapoteo de las brazadas. Volvía media hora después, chorreando agua, la piel oscura quemada y vuelta a quemar por el sol, el pecho flaco listado por la presión de las costillas, y se quedaba parado, casi en el mismo lugar en el que ahora está el brasero, riéndose y mostrando una doble hilera de dientes blancos que brillaban y brillaban. Proyectaba una sombra el triple de larga que la del brasero. Se vestía y salía con Wenceslao a recorrer los espíneles tendidos la noche antes, y hasta media mañana iban de una orilla a la otra, remando despacio en la canoa verde que dejaba una estela débil en la superficie lisa del río, recogiendo los pescados todavía vivos que destellaban al sol y cargando en la canoa las redes y las líneas para ponerlas a secar. Justo tenía que venir a cumplir veinte años y tenía que venir a tocarle la conscripción y enviciarse con esa ciudad de porquería y quedarse en ella cuando terminó la conscripción. Y tenía que pasarle justo a él encontrar ese trabajo en la obra de construcción, y que hubiese puesto en el andamio ese balde de mezcla con el que tenía que tropezar y venirse abajo.

Después de un momento, ella dice:

– Ellos saben que yo no salgo.

Wenceslao no contesta. Vuelve a llenar el mate y empieza a chupar la bombilla, los ojos fijos en el vacío. Por la expresión de su cara pareciera estar pensando algo ya pensado muchas veces, tantas que la costumbre misma de ese pensamiento le da a su cara no sólo un aire de profunda meditación sino también de profunda certeza. El Chiquito llega corriendo y se para de golpe junto a Wenceslao, mirándolo fijo: sus ojos dorados giran en espirales doradas, imperceptibles, y la pelambre en tensión, manchada de puntos negros, está como erizada. El Negro llega en seguida, su pelo negro emitiendo destellos azulados, y empieza a jugar con las patas en la cabeza del Chiquito. Éste se sacude violento, dos o tres veces, y después corre hacia atrás, seguido por el Negro. Sus ladridos resuenan en el aire inmóvil que está comenzando a entibiarse. A mediodía el sol calcinará el aire, lo hará polvo; la arena de la costa se pondrá blanca, la tierra parecerá cocida y después como encalada, y cruzando el río y a una hora de a pie desde la otra orilla, el camino de asfalto que lleva a la ciudad se llenará de espejismos de agua.

Cuando termina su mate Wenceslao lo deja sobre la mesa y se levanta, dirigiéndose al interior del rancho. De un clavo en la pared del dormitorio descuelga un sombrero de paja y se lo cala sin ningún cuidado. Recoge un paquete de "Colmena" de encima de la mesa de luz, saca un cigarrillo y se guarda el paquete en el bolsillo del pantalón. Sale otra vez y su sombra se proyecta sobre la pared de adobe del rancho. El ala curva del sombrero de paja le hace sombra sobre la frente y los ojos. Ella no se ha movido de la silla; de espaldas a Wenceslao, continúa encorvada sobre su trabajo, los pies descalzos apoyados en los travesaños de la silla, entre cuyas patas se hallan las chancletas vacías, descoloridas. Wenceslao va hacia el brasero, se acuclilla, apoya un momento el extremo del cigarrillo contra una brasa, y después lo retira llevándoselo a los labios. Chupa con fuerza, la mano que ha sostenido el cigarrillo detenida abierta cerca de la cara, en el aire, y cuando echa la primera bocanada se incorpora y se dirige despacio hacia el patio de atrás. El humo queda detrás suyo, una nube grisácea en el aire inmóvil que nunca termina de disgregarse y desaparecer, tan evanescente que no proyecta ninguna sombra en el suelo.

La canoa se ha deslizado el último tramo sin necesidad de los remos, uno de los cuales yace en el fondo de madera. La canoa toca la costa. La niebla rodea todo, compacta, húmeda y blanca, y ellos dos y la canoa son lo único que se ve. No se ve ni el agua, como si la canoa y sus dos ocupantes, sentados uno frente al otro, constituyesen el único centro móvil y corpóreo flotando indeciso en la nada. Al tocar la costa y vararse la embarcación débil vibra y se estremece, y el hombre, sentado de espaldas a la dirección que han venido llevando, vuelve lento la cabeza cubierta por un sombrero gastado de fieltro negro. El chico mira siempre, ansioso pero en retardo, en la dirección que sigue la mirada del padre.

– Llegamos -dice Wenceslao.

– Parece que sí -dice el padre.

Sus ojos escrutan la masa blanca y espesa de la niebla, entrecerrándose. El aire líquido ha ido empapándolos, gradual. Wenceslao tiembla aunque en noviembre no hace frío, y mira con ansiedad la cara de su padre para encontrar en ella la explicación de esa niebla blanca que ha borrado lo que ellos conocían hasta media hora antes como "el río" y "la isla", pero el padre no ve la mirada de Wenceslao; se incorpora, con gran lentitud y cuidado, y recoge la cadena. La canoa varada apenas si se mueve. El cuerpo del padre se recorta nítido y lleno de relieves contra ese fondo de niebla que muerde los contornos de su figura. Cada vez que mueve los brazos haciendo correr la cadena que emerge rechinando del fondo de la canoa, parece fundar en medio de la nada núcleos corpóreos nuevos y fugaces, como si la niebla, en vez de retroceder, se abriera para después cerrarse, devorándolos. El padre aferra por fin el extremo de la cadena, del que cuelga una cuña de hierro, y se da vuelta, elevándose un momento al pararse sobre el vértice de la proa, y reduciéndose después al saltar al suelo (es el suelo, porque de haber caído en el agua Wenceslao hubiese oído el chapoteo). No sólo se ha reducido: se ha desvanecido también de golpe en la niebla y su corporeidad consiste ahora en unas manchas oscuras que relumbran húmedas y se mueven transformándose, incesantes. Parecen la figura de un hombre vista a través de un vidrio empañado. Después las manchas avanzan, adelantándose, moviéndose, atraviesan la envoltura húmeda y mordiente de la nada, y cuajan otra vez, después de metamorfosearse varias veces y vacilar, en la figura de su padre elevándose al pisar la proa de la canoa que se estremece un poco, y reduciéndose y volviéndose patente otra vez al sentarse frente a Wenceslao. Es la mirada de su padre, cuyos ojos sonríen de un modo vago, lo que le revela a Wenceslao que no ha respirado durante varios segundos y que tiene la boca abierta y las manos crispadas aferradas al borde del asiento de madera.

– ¿Qué le pasa, mi amigo? -dice el padre.

– Nada -dice Wenceslao.

– No tenga miedo -dice el padre. Comienza a sacar las cosas del fondo de la canoa. Está sentado con las piernas abiertas, los pantalones rotosos empapados, y se inclina hacia adelante sacando la escopeta cubierta por una funda de lona.

– Tenga -dice, dándole la escopeta a Wenceslao, que agarra la escopeta con las dos manos y después la apoya sobre sus rodillas. El padre saca un bulto envuelto en un trapo sucio y se lo entrega.

– Tenga esto también -dice.

– ¿Cuándo va irse esta niebla, papá? -dice Wenceslao.

– Cuando suba el sol -dice el padre.

– ¿Estamos en la isla ya, papá? -dice Wenceslao.

– Sí -dice el padre.

– ¿Hay siempre niebla a esta hora, papá? -dice Wenceslao.

– A veces -dice el padre.

– ¿Viene mucha gente a la isla? -dice Wenceslao.

– A ésta casi nadie -dice el padre-. Si Dios quiere, en enero vamos a limpiar una parte y nos vamos a mudar aquí.

El padre saca las trampas para las nutrias y un palo recto. Va poblando el reducido universo corpóreo y errátil con otros objetos que saca de la nada y que van encontrando su lugar en el sistema cerrado que constituyen. Después agarra el palo y una bolsa de lona que cuelga de su hombro y tercia sobre el pecho. Guarda el bulto envuelto en el trapo sucio y otro paquete, hecho con papeles de diario, dentro de la bolsa, y se tercia también la escopeta en sentido contrario a la bolsa. Se para, enderezándose el sombrero, y recoge el palo. Todo está húmedo y el palo reluce sin destellar en medio de esa luz -o de esa ausencia de luz- líquida.

– Vení conmigo -dice el padre.

Wenceslao se para, sintiendo un ligero temblor en las piernas. El padre pisa la proa y salta a tierra. Wenceslao hace lo mismo. Ahora caminan con gran lentitud, y cuando Wenceslao mira para atrás la canoa ha desaparecido. En su lugar queda otra vez la niebla cerrada, la miríada de partículas blancas húmedas que ha devorado la masa roja de lo que ellos llamaban "la canoa". Un pequeño fragmento de tierra los acompaña, un manchón amarillento -ese amarillo sucio y oscuro del humo sucio de las hojas podridas quemándose al atardecer- sobre el que ellos parecen tratar de avanzar sin resultado, como una plataforma que estuviese desplazándose horizontal bajo sus pies, bastante rápido como para estar siempre debajo e impedirles caer en el vacío. La espalda ancha del padre, cruzada por las cintas de lona, oscila flanqueada por la escopeta y la bolsa. El palo se balancea sostenido por su mano derecha. Hay tanto silencio -un silencio que devora rápido, como la niebla ha devorado la canoa colorada, el chasquido de sus alpargatas sobre la tierra- que en los oídos de Wenceslao resuenan todavía los chapoteos de los remos, únicos sonidos nítidos y persistentes, la caída regular en un río invisible de un par de remos rojos comidos hasta la mitad por la niebla. El padre se para y mira a su alrededor como si estuviera tratando de orientarse. Wenceslao también se para, mirando la cara de su padre, el bigote negro copioso, agolpado sobre el labio superior y cayendo achinado sobre las comisuras, la frente limitada por el sombrero negro. El padre observa la masa compacta de niebla que de vez en cuando despide destellos plateados, opacos, como tratando de conjurarla con la mirada y hacerla retroceder. No le responden más que la quietud y el silencio. Ahora no parece ni que se hubiesen levantado, hubiesen tomado el desayuno magro, dejando a la madre y a los chicos durmiendo en el rancho, y hubiesen atravesado lentos el río en la oscuridad, un río todavía visible aunque negro, y hubiesen penetrado en la niebla; y la más inescrutable oscuridad era toda la vida mejor que eso. Ahora no parece sino que la niebla hubiese devorado también el tiempo y su depósito, la memoria. El padre trata de horadar con la mirada la pared compacta de partículas blancas, como si esperara leer en la niebla un significado escrito en ella, el significado de la niebla misma, o el que la niebla oculta y ellos han venido a buscar, el significado de la razón que han tenido para venir a buscarlo.