Bien, pero eso fue luego de visitar la casa, el extraordinario palacio que le habían hecho construir. Lo encontró, ¿cómo diríamos?, un poco vacío. Salones y más salones, jardines y piscinas, huertos hidropónicos y máquinas cibernéticas para cubrir todas sus necesidades… menos una.
Una mujer. ¡Eso! Necesitaba una mujer, para compartir aquellas maravillas. Sólo que no podía hacer la petición así, de repente. Le parecía un poco impropio.
– Supongo que terminaron las guerras.
– Afortunadamente, señor… Ahora hemos resuelto el asunto de un modo más humano. La gente emigra.
– ¿A dónde?
– A Venus, a Marte… Se está instalando una ciudad de emigrantes en Júpiter.
– Me alegro… ¿Y nuestros negocios?
– Inmejorables. Somos nosotros, la Yannakmond ínc. quienes estamos encargados de construir esa ciudad.
– ¿Beneficios?
– Unos ochenta mil millones de dólares. Estamos haciendo también la campaña de emigración. Y tenemos la exclusiva de venta de toda la materia prima y de todos los productos que se exporten a Jupiter-ville.
– ¡Espléndido! Le subiré el sueldo.
– Ya me lo subí yo mismo, señor, gracias…
– ¿Vive usted bien? ¿Necesita algo que yo pueda?…
– Nada, señor, gracias…
– Yo, en cambio…
– Diga, señor…
– No sé, creo que esta casa está muy solitaria. Necesitaría…
– ¿Una esposa, señor?
– ¡Eso!… ¡Ha tenido usted una buena idea! Habrá que salir, conocer gente…
– Si usted quiere, señor, eso no será necesario. Podemos ponernos inmediatamente en comunicación con nuestra agencia total.
– ¿Nuestra?
– Es uno de nuestros negocios.
– Está bien, veamos.
Por los vídeos estereoscópicos se pusieron en comunicación con las oficinas de la Yannagenz Ltd. en Leopoldville. Los agentes fueron extremadamente amables con el jefe máximo y desearon complacerle en todo.
– Digamos cómo la desea, señor…
– Bien… No sé… Joven, bonita, complaciente…
– ¿Grupo sanguíneo?
– No importa, no voy a bebérmela.
– Creo que tenemos lo que usted necesita. Una pregunta, ¿matrimonio temporal o permanente?
Yannakopoulos había nacido en 1887 y era un hombre de costumbres. Por eso contestó inmediatamente, casi enfadado:
– i Permanente, claro!
– Yo le aconsejaría, señor… -dijo el secretario.
– ¡No me aconseje!
Tres días después, los médicos analizaron y repusieron la cantidad de hormonas necesarias para que Yannakopoulos pudiera ser un esposo feliz a sus ciento seis años.
Y una semana después, la esposa -que el millonario había contemplado por la pantalla en todas sus facetas, con todos sus vestidos y aun sin vestidos- llegó en el cohete de Kiel y se celebró la boda.
Quince días después, Rossie comenzó a mostrar su carácter. Un mes después, Yannakopoulos hizo llamar a su secretario.
– Anúleme el matrimonio.
– ¡Pero señor, eso es imposible!…
– ¿Quiere decir que no puedo?
– Usted mismo lo eligió, señor. Lo dijo bien claro: permanente. Quise advertirle.
– Un momento. ¿Me protegen las leyes o no?
– No, señor. En esto, no.
– Muy bien, amigo. Yo no soporto más a esta mujer. Voy a hibernarme. Cuando las leyes protejan mi situación, despiérteme.
– Haré lo que pueda, señor…
23 de noviembre de 2020.
– ¡No puede ser! ¡Veintisiete años para conseguir una reforma de la ley…
– No se ha reformado, señor -interrumpió el anciano secretario-. Simplemente, tardé veintisiete años en convencer a Rossie, ¡a la señora, perdón!, para que emigrase a nuestras posesiones de Plutón… Se aferraba a la vida en la Tierra, hasta que comprobó que la casa estaba pasada de moda…
– Pasada de moda, ¿eh?… ¿Y por qué no la ha mandado reformar usted? ¿Por qué no la ha puesto al día?
– Por dos motivos, señor… Primero, porque ya soy viejo y me aferro a las tradiciones. ¡No puedo acostumbrarme a los robots que lo hacen todo! ¡No puedo dejar de hacer siquiera sea algo sin importancia!…
– Tiene usted mis negocios. Hay que cuidarlos…
El anciano secretario apartó la mirada de los ojos de Yannakopoulos.
– ¿Qué ocurre con mis negocios?
– Está usted…
– ¡No! iArruinado, no!
– Bien, señor, no precisamente arruinado… Sólo que su fortuna está totalmente fuera de control.
– Explíqueme eso.
– Verá usted, señor… En mil novecientos noventa y nueve, seis años después de su última hibernación, el Gobierno interplanetario prohibió las fugas de capital y el control de aquellos intereses que se encontrasen fuera del área de fiscalización cibernética.
– No le entiendo.
– Es muy fácil, señor… Las áreas de control se encuentran bajo el dominio de las entidades bancarias reboticas de cada sector llamado financiarlo, dentro del sistema solar…
– ¿Y eso qué es?
– Una inflación controlada, para evitar la convertibilidad de divisas. En un principio, se estableció para contener la bancarrota de Venus, en manos de la milicia comercial transplanetaria. Sus gastos eran tan elevados, que amenazaban la misma naturaleza gaseosa de la moneda de curso legal.
– ¿Moneda gaseosa?
– Es un modo de contar. En realidad, la moneda se ha convertido en una simple capacidad de crédito, de acuerdo con los análisis genéticos personales de sus propietarios.
– ¡Basta!…
De pronto, se había dado cuenta del retraso que llevaba su cerebro y le aterró. No sabía nada. Los principios que habían regido sus negocios cincuenta y cinco años antes estaban totalmente pasados. Tenía que empezar desde cero y, si era posible, recuperar lo que ahora, a través de aquella palabrería incomprensible, se le aparecía como remotamente perdido en las inmensidades siderales. ¡Su dinero en los cielos!
– Tengo que hacer un curso de economía. ¿Cree usted que podré matricularme?
– No será necesario, señor… Podemos pedir los cursos a la Hipnofón y la misma sociedad le dará el diploma que necesite. ¿Qué desea?
– ¿Cómo que qué deseo? Poder controlar mis negocios, naturalmente.
– ¡Hmmm!…
– ¿Qué es eso? ¿Imposible?
– No, señor. Hoy, según dicen los jóvenes, no hay nada imposible. Sólo es más o menos difícil. Y le aseguro que su deseo será muy difícil de cumplir. Para lo que usted desea, hoy se emplean sólo máquinas controladas por el Gobierno.
– ¡No quiero controles! Quiero saberlo todo por mí mismo.
– Lo intentaremos, señor.
La Hipnofón remitió los cursos completos de economía, puestos al día por sus computadoras. Según las instrucciones, harían falta unos treinta años de sueño hipnótico para asimilar todas las enseñanzas, que se habían ramificado y complicado hasta límites increíbles.
Yannakopoulos pensó largo rato. Treinta años más era mucho tiempo. Cuando terminase tendría ciento sesenta y tres años.
– ¡Pero merece la pena!…
18 de julio de 2048.
– Un espécimen de la misma edad sería imposible de encontrar. Este fue el primer hombre que se sometió voluntario a la hibernación, en mil novecientos sesenta y cinco, cuando contaba setenta y ocho años de edad. Hoy, con su aspecto de hombre sesentón, cuenta ciento sesenta y un años y es, a no dudarlo, el hombre más viejo del sistema solar. Observen el funcionamiento natural de sus visceras.
Los estudiantes se aproximaron a la corriente anular de antiprotones que convertía en trasparente la epidermis del durmiente. El corazón marchaba a ritmo lentísimo, una pulsación cada seis o siete minutos. El estómago y todo el sistema digestivo se había aletargado y la sangre circulaba como barro espese por sus venas.
– Observen ustedes cómo esa misma lentitud ha provocado la destrucción de los síntomas de esclerosis que habrían aparecido hace mucho tiempo en un hombre de su edad. Sus funciones, cuando vuelva a la vida, serán completamente normales y, les diré más, ¡más normales que las de un hombre de la edad que él tenía cuando se sometió por primera vez al proceso de hibernación! Fíjense ustedes ahora cómo vuelve lentamente a normalizar sus funciones vitales…
El profesor movió lentamente el dial que tenía a su derecha y saltó una única chispa que atravesó limpiamente el cuerpo inmóvil de Yannakopoulos.
Pasó un minuto escaso, mientras la sangre se aceleraba en las arterias y el corazón tomaba su ritmo. Un termómetro fue registrando la elevación progresiva de la temperatura, desde los 30° C a los 36'5° C. Al llegar a ese punto se detuvo.
Yannakopoulos abrió los ojos, miró a su alrededor comprobó dos cosas importantes: la primera, que se hallaba tendido en el aire. La segunda, que le rodeaban sesenta muchachos con cara de curiosidad.
– ¡Un momento! ¿Qué es esto?
El profesor continuaba:
– Observen ustedes ahora, por la utilidad que pueda serles en su clase de Historiografía comparada, las reacciones psíquicas del espécimen.
– ¿Qué está usted diciendo? -rugió el vejeta-. ¿Eso de espécimen va conmigo?
– Ignorará su función de ente integrante de la sociedad y se aferrará a su individualismo -continuó el profesor, impasible, mientras los chicos y chicas le miraban.
– ¡Oiga, que estoy desnudo!
– Observen ustedes sus reacciones individualistas. El sentirse desnudo provoca en él una cadena de prejuicios que eran llamados morales; sentirá vergüenza y tratará de cubrirse.
Los alumnos lanzaron a coro una carcajada. Yannakopoulos se sentó en el aire.
– ¡Un momento! -gritó, dominando las risas y sin cuidarse de su desnudez blanca como la leche-. Soy Stephanos Yannakopoulos ¡y no tolero ser tratado como un objeto!
– ¿Qué dice, profesor?
– Nada de importancia. Recuerda el nombre específico y personal que se acostumbraba a llevar en su época. Probablemente recordará también su idioma y hablará con palabras.
La risa se hizo más fuerte. Yannakopoulos se levantó, dio un salto en el vacío y se quedó de pies entre los estudiantes. Le envolvían las carcajadas y su rostro comenzó a congestionarse con la ira. Inconscientemente, le salieron las palabras que el sueño hipnótico le había enseñado en su reciente y larga hibernación:
– ¡Basta!… ¡Basta, o haré que les sean incrementados a todos los niveles económicos potenciales!… ¡Les arruinaré!… ¡Soy Stephanos Yannakopoulos!…Todas las factorías de helio me pertenecen… ¡Y es mía Jupiterville!… ¡Mía, me entienden!…