– Sí, usted… ¿Por qué no hemos de ponerle un cebo a ese maníaco?

En los días siguientes, diez agentes escogidos entre los que tenían unas características físicas más o menos idénticas a los hombres asesinados se pasearon día y noche por la ciudad, procurando pasar lo menos inadvertidos posible y recorrieron todos los barrios, cafés de mala nota y prostíbulos en los que, de un modo u otro, cupiera la posibilidad de encontrar a un asesino.

Transcurrió una semana totalmente inútil. Una semana en la que los agentes seleccionados pudieron revolver la ciudad y hacerse ver, en una u otra ocasión, por cada uno de sus tres millones de habitantes. Una semana en la que, además, no volvió a aparecer ningún nuevo asesinado.

Habría parecido que los temores de la policía no iban a confirmarse. La vida en la comisaría resbalaba lenta y pegajosa, como la de toda la ciudad inundada de calor. Los informes sobre los cinco extraños asesinatos fueron acumulándose, sin que nada pudiera sobrepasar las sospechas de una porción de testigos que, en su mayoría, trataban únicamente de hacerse notar por su celo ante la justicia, sin que nada interesante respaldase sus oscuras declaraciones insensatas.

Los informes pedidos a los distintos organismos judiciales no arrojaron tampoco ninguna luz. Se analizaron las ropas de los muertos y la conclusión que sacaron los peritos, después de consultar con los más importantes fabricantes de tejidos, era que aquellas prendas parecían de artesanía y que, probablemente, ninguno de los grandes telares industriales del país las había confeccionado.

Se consultó igualmente a los pocos tatuadores profesionales que aún subsistían miserablemente en su negocio. Ninguno de ellos pudo haber hecho el tatuaje cuidadosísimo que apareció en los brazos de los muertos. Y en ninguna parte se pudo saber lo que significaba. Porque aquel trabajo parecía deberse, más que a un capricho, a alguna señal distintiva de rango o de profesión.

Parecía… Todo parecía y en nada se asentaba una absoluta seguridad. Por eso el mismo Lebeau no había sido capaz de exteriorizar ante el comisario ni ante nadie el recóndito temor que le atenazaba desde el día en que tropezó al amanecer con la silueta pequeña y fornida del viejo físico. Aquello tenía que saberlo por sí mismo, y las razones que tenía para que fuera así eran poderosas. En primer lugar, él no era un investigador profesional y sus relaciones con la justicia eran puramente empíricas, sin que nada ni nadie tuviera que darle crédito por una sospecha sin fundamento. Pero, además, se trataba del profesor Braunstein y había que pensarlo muchas veces antes de ponerle la mano encima a una eminencia que se entregaba en cuerpo y alma al servicio incondicional del país, hasta constituir prácticamente su gloria más brillante. Ya nadie recordaba la época, treinta años antes, en que Braunstein llegó refugiado desde su lejana patria de la Europa Oriental, perseguido por la furibunda oleada de racismo. Nadie recordaba que llegó solo, con todos sus parientes y amigos asesinados en nombre de una extraña definición de la palabra “raza”. Sabían sólo que Braunstein se debía a su patria adoptiva y que cada paso de su investigación llevaba a esa patria un paso más adelante sobre el nivel del progreso de los demás países. Eso era lo que importaba, lo que hacía del profesor Braunstein un intocable, a pesar de todo cuanto Lebeau sospechase que podía haber hecho.

Sin embargo, no osó dar un solo paso hasta que, diez días después de haber sido hallado el último cadáver, apareció otro, en el mismo lugar y en las mismas circunstancias que los anteriores. El hallazgo se efectuó a plena luz del día y, si con los anteriores logró la policía que la prensa se mantuviera absolutamente ignorante de los hechos, de tal modo que ningún periódico había dado la menor noticia de los anteriores hallazgos, esta vez los grandes titulares rompieron ruidosamente el secreto y pusieron en entredicho la eficacia de la policía nacional. La amenaza se cernía sobre todos sus componentes y las razones que sacó a relucir la prensa no permitían la menor excusa: seis cadáveres en dos semanas; ninguno de ellos identificado; la policía no logra saber ni siquiera quiénes eran esos hombres, ni de dónde venían. Se dudaba de que algún día se llegase a averiguar la identidad de su asesino. Atención: el pueblo está en peligro, en manos de un peligroso sádico asesino que la misma policía se declara incapaz de identificar.

***

– ¿Pero por qué dirán eso, Dios?… -Kraut arrojó desesperado el periódico sobre su mesa-. ¡Si creerán que así facilitan las cosas!…

– En cualquier caso, sólo los hombres rubios de treinta años pueden sentirse en peligro, ¿no cree usted? -preguntó Lebeau.

– Ni aún esos… ¿Qué ocurrió con nuestros cebos?… ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Se metieron desarmados en la misma boca del lobo, se codearon con todo el mundo a todas horas del día y de la noche… ¡y no corrieron el menor peligro, se lo aseguro a usted, Lebeau!… ¡Si lográramos saber de dónde han salido los muertos!…

El siguiente paso de aquella policía desorientada fue el control total de todos los puestos fronterizos. Se trasmitieron órdenes tendientes a localizar y seguir a todos los extranjeros que entrasen en el país y que reuniesen las características físicas requeridas. En diez días más, mientras la prensa desataba su bilis contra las instituciones, veintinueve extranjeros fueron localizados, seguidos día y noche y controlados en cualquier movimiento. Aquellos hombres, ignorantes de la persecución de que eran objeto, hicieron turismo o se dedicaron impunemente a sus negocios. Y ninguno de ellos corrió el menor peligro durante su estancia en el país. Ninguno de los que les siguieron advirtieron nunca que les amenazase nada ni nadie.

Fue entonces cuando Lebeau decidió actuar por su cuenta.

***

Una cosa era cierta, ante todo: él, Lebeau, un médico forense sin amigos influyentes no podía ser tomado en cuenta si formulaba una acusación que, por lo demás -él mismo lo reconocía- era totalmente gratuita y sin más base que unas palabras cabalísticas sin apariencia de sentido. Jugaba su baza sobre una sospecha sin fundamento y sobre su corazonada. No había siquiera pensado en circunstancias, motivos, ocasiones, agravantes o atenuantes. Simplemente, se dejaba guiar por su instinto. Y él mismo sabía que su instinto nunca había sido nada especial en lo que pudiera confiar ni siquiera para una sospecha. Mucho menos para una acusación. Pero la visión de los cadáveres destrozados que él mismo había tenido que diseccionar estaba clavada en su mente. Y el hecho horrendo de aquellas muertes espantosas le llevaba directamente a sospechar de la ineficacia de la misma policía para la que estaba trabajando y, por aquel camino, al convencimiento de que aquella misma policía se vería con las manos atadas para actuar con libertad si llegaba a comprobarse que Braunstein tenía algo que ver con la muerte de seis hombres rubios de treinta años. Sabía también que, si llegaba a dar un paso en falso, no solamente pondría en peligro su reputación, sino su puesto y aun -le gustaba regodearse con el autosentimiento del martirio- su propia vida. Porque, si se hallaba sobre una pista cierta, él mismo podría ser la siguiente víctima. Todo esto le produjo una sensación de lástima por sí mismo y se sintió a gusto con ella, una vez que tomó media botella de ginebra pura para darse ánimos.

Estaba decidido y, con esa decisión, logró conciliar el sueño después de quince noches de insomnio.

Se levantó tarde a la mañana siguiente y comenzó a elaborar su plan con todo detalle. Su primera sorpresa fue darse cuenta de que, después de años de trabajo rutinario, sin mirar más allá de lo inmediato, era aún capaz de concentrarse en una cuestión que le fascinaba. Más aún, se alegró dándose cuenta de que había algo -siquiera fuese aquella búsqueda de la que no saldría probablemente nada- que fuera capaz de despertar su entusiasmo hasta absorber totalmente su interés, por encima de la rutina diaria.

En primer lugar, los contactos entre él y Braunstein habían sido hasta entonces únicamente esporádicos y se habían limitado a una lejana presentación en no recordaba qué fiesta municipal y a algunos encuentros callejeros como el que le había abierto el camino de la sospecha que ahora quería comprobar. Lebeau recurrió discretamente a unos amigos comunes, el matrimonio Lind, él profesor adjunto de biología en la Universidad, ella encargada de un seminario de historia. La pareja, joven, había constituido para Braunstein en los últimos años una especie de sucedáneo de la familia perdida tanto tiempo atrás y el viejo profesor, según los mismos Lind le habían contado a Lebeau alguna vez, se escapaba muy a menudo de su trabajo diario para tomar con ellos una taza de té o un ponche caliente en las noches de invierno.

Lebeau se las ingenió lo mejor que supo para fomentar la esporádica amistad que le unía con los Lind y les visitó durante algunos días en su viejo apartamento cercado a la Universidad. El recuerdo de pasados tiempos de escuela secundaria sirvió fácilmente de pretexto y la soledad de Lebeau ayudó largamente a encontrarse a gusto entre sus amigos, hasta el día en que, casualmente, en una de sus ahora frecuentes visitas, se encontró con Braunstein y tuvo ocasión de departir largamente con él. No era difícil esto, por otro lado, puesto que Braunstein, acostumbrado a la soledad de su laboratorio, agradecía -como había agradecido ya en otra ocasión, al encontrarle en la calle- cualquier ocasión de hablar por los codos, con un humor que a Lebeau, de no tener tan arraigada su sospecha, le habría confirmado abiertamente la absoluta inocencia del profesor de física. En cualquier caso, le hizo pensar más bien que, si alguna culpabilidad había en Braunstein, se debería más al silencio por lo que pudiera saber que a una acción directa.

Lebeau, deseoso de escarbar en la vida anterior del profesor, habría querido que aquella conversación hubiera girado en torno a la vida del anciano treinta años antes, porque suponía que, si había en el algún odio recóndito, debería proceder de aquellas lejanas fechas. Sin embargo, Archibald Lind, seguramente sabedor de que a Braunstein le desagradaban o le entristecían aquellos viejos recuerdos, desvió las sugerencias de Lebeau hacia sus actuales trabajos de investigación física, en los que el viejo se sentía más a sus anchas. Braunstein, entusiasmado, se explayó en términos que a Lebeau le parecieron extraños e incomprensibles, muy lejanos de sus posibilidades de entendimiento y más lejanos aún de sus intenciones respecto al viejo investigador.