Dener apretó fuertemente los ojos. No podía permitirse siquiera el lujo de dudar de las palabras que le llegaban a través de su propio cerebro. La voz del hombre -¿o era acaso la suya propia?- continuó hablando:
“Wiener no podía descubrir la vida artificial en esta época. Eso habría sido algo demasiado peligroso para ustedes y para nosotros mismos: un arma más mortífera que la fisión atómica en un mundo que no está aún preparado para recibirla como fuente de ciencia. ¿Se da usted cuenta? Nuestra elección era entre la vida de Wiener y la de todos nosotros. Por eso tuvimos que hacerlo, doctor Dener. Por eso tuvimos que hacer que la pequeña asesinase a su padre”.
– Pero, ¿por qué no lo hicieron ustedes mismos?
“No podíamos trastocar la historia, doctor Dener, ni podíamos hacer que uno de nosotros interviniera directamente en los sucesos. Compréndalo, era cruel, pero Wiener no sufrió, ni su esposa… En cuanto a la niña… Jud nunca sabrá lo que hizo, a no ser que usted mismo se lo diga. Lo hemos planeado todo con el mayor cuidado y, aunque le parezca ahora monstruoso, ha sido lo menos cruel que hemos podido hallar…”
Dener, ya casi familiarizado con aquella aparición que en un principio había atribuido a su subconsciente abotargado, se encogió de hombros: ¡valiente salida!… ¡Y para eso iba a servir el futuro!…, pensó; pero la voz interior -transmisión de pensamiento, sin duda- le interrumpió en sus propias preguntas:
“Creí que usted sería capaz de comprenderlo, pero ya veo que nuestra moral y la suya son bastante dispares… Déjeme que le diga aún una cosa, doctor… Nosotros hemos evolucionado bastante, aunque nuestra distancia en años de su tiempo sea relativamente corta… Y todo cuanto en nuestra época se ha descubierto nos ha llevado a una conclusión que a usted, como hombre, no le ha de parecer absurda, aunque en su interior la rechace: para nosotros, la Humanidad es lo primero, a despecho de los mismos hombres, ¿me comprende?… La Humanidad, la comunidad de todos los hombres. Por eso, cuando en algún lugar o en cualquier momento, uno de los hombres, sea quien sea, no cumple con las leyes de la comunidad, lo eliminamos, del mismo modo que ustedes extirpan un miembro que se ha gangrenado, o un órgano que ha contraído un cáncer. Y ustedes no comprenderían que la mano izquierda protestase por haber amputado la derecha que estaba podrida y que amenazaba pudrir todo el organismo, ¿verdad?…”
La voz se interrumpió un momento. Luego, como mucho más lejana, se dejó oír de nuevo:
“Gracias, doctor Dener… Diga usted a quien pueda creerle lo que le he dicho. Y advierta que actuaremos del mismo modo siempre que la necesidad nos obligue a ello…”
Dener sintió como si la diminuta figura del otro lado del arroyo se fuera empequeñeciendo, o como si se alejase a velocidad vertiginosa… sin moverse del sitio. Súbitamente, las proporciones y las perspectivas parecieron adquirir otra vez sus dimensiones normales y, mirando a su alrededor, se encontró sentado junto al brocal del pozo, solo y con la mente más despejada de lo que la había tenido en muchos días.
– Claro… -dudó el comisario, observando a Dener como podría éste haber mirado a uno de sus enfermos-. No pretenderá usted que le crea…
Dener ya esperaba aquello y se limitó a sonreír.
– Naturalmente que no… Sería absurdo intentarlo siquiera… Tendría usted que haber pasado por lo mismo que yo pasé para poderlo creer. Sin embargo… ¿tiene usted ahí los resultados del laboratorio?… ¿Han investigado a Miggy?
– Bueno, precisamente eso es lo extraño… -el comisario pasó al otro lado de su mesa y revolvió brevemente entre los papeles hasta encontrar uno-. Han analizado el plástico con que fue construida. Aquí es totalmente desconocida esa modalidad. Es más, ni siquiera está fabricado a base de polivinilo, sino a partir de una aleación extraña de bórax que, según el informe, es o debería ser imposible de obtener…
– ¿Y… en cuanto al mecanismo parlante?
– Dice aquí que un extraño procedimiento que consiste en células fotoeléctricas adaptadas a pilas de uranio 235 totalmente aislado para evitar la exteriorización de la radiactividad…
– Y dígame, comisario, ¿no se le ha ocurrido pensar en el dinero que costaría hoy esa muñeca puesta a la venta en un bazar?
El comisario señaló el informe del laboratorio.
– En el laboratorio han tenido la curiosidad de presupuestarla. Con precios de mercado, habría costado algo más de tres millones…
Dener se levantó, indignado ante la sangre fría del comisario.
– ¿Pero no se da usted cuenta?… ¡Ese juguete no puede estar a la venta!… Es… ¡es prohibitivo hasta para los más potentes multimillonarios!…
– ¿Y quién le dice a usted que no, amigo?… Esto no hace más que confirmar mi teoría… Una potencia extranjera ha utilizado este método para asesinar a un hombre que les resultaba peligroso… ¡No me venga usted con cuentos de fantasía científica!… ¡Si todo tiene explicación en este mundo!…
Dener salió desolado de la comisaría. Con esto no había contado… O, al menos, no había contado con tan brutal cerrazón. Lo mismo le había ocurrido horas antes, cuando fue a visitar por segunda vez a Spiros. Spiros se había reído de él, aunque tuvo que convenir en que el pasado del profesor Wiener era bastante oscuro. Pero también había encontrado una explicación a aquello:
– ¿Y qué quiere usted? En una época de persecuciones como la que estamos viviendo, los hombres sin patria abundan como las moscas. ¡Vaya usted a saber! Yo nunca se lo pregunté, ¡faltaría más!… Para mí, si era un judío alemán o un anticomunista ruso o un progresista americano, todo es lo mismo. Era un hombre de ciencia, y la ciencia no tiene patria… Tampoco yo la tengo, y es probable que mi hijo carezca de ella, cuando venga al mundo…
– ¡Mamá!… ¡Mamá!…
La señora Spiros se asomó a la ventana de la cocina. El pequeño Tab venía de la parte trasera de la casa jugueteando con algo que llevaba entre las manos.
– ¿Qué quieres?
– ¿Puedo quedarme con esto?
– ¿Qué es?…
– No sé, una caja de música, ¿no?…
– A ver…
El niño mostró a su madre lo que llevaba en las manos. Era una caja con un muñeco encima, un muñeco que, al apretar un botón azul que estaba disimulado entre las flores pintadas, se ponía en movimiento bailando una especie de alegre rigodón, acompañado por la musiquilla que salía de la caja. La señora Spiros miró al pequeño con un enfado divertido:
– ¿De dónde has sacado eso?
– Del pozo.
– ¿Y no había nadie?
– No…
– Se lo habrá olvidado algún niño, Tab… No es tuyo…
– ¿De quién es, entonces?…
La madre trató de decirlo, pero, en realidad, lo ignoraba totalmente. Se limitó a encogerse de hombros, volviendo a sus quehaceres de la cocina.
– Está bien, puedes quedártelo… ¡Pero se lo devolverás a su dueño, si aparece!…
– Sí, mamá…
Y el chiquillo, feliz como unas castañuelas, corrió hacia el jardín y se tumbó en la hierba. Nunca había tenido un juguete tan maravilloso. Apretó el botón y la musiquilla hizo bailar al muñeco. De vez en vez, entre las alegres notas del rigodón, se oyeron unos extraños chasquidos: “¡Prrrip!… ¡Prrrip!… ¡Prrip, prip!… ¡Prrrripl”…