– Tú eres la hija del Tigre. -No soy yo, no soy yo -repetí más segura, aliviada de comprobar que, en efecto, yo no conocía de nada a ese tal Tigre.

– Claro que eres tú: la niña de Máximo. ¿Pero es que no te ha hablado nadie de tu padre?

Di un tirón y me libré de sus manazas. Salí corriendo calle abajo y le oí reírse a mis espaldas:

– Por mucho que corras, yo te estaré esperando. Llegué a casa sin aliento, justo a tiempo de ver cómo un gran taxi se llevaba a la abuela hacia- un destino ignorado y remoto. Doña Bárbara se había cambiado sus ropas estupendas por un traje sastre gris oscuro. Cada cinco o seis semanas se ponía ese traje triste y aburrido, agarraba un gran bolso de cuero y desaparecía durante un par de días; y cuando regresaba venía enferma. Se metía en la cama y ordenaba cerrar las persianas, como si durmiera; y todos caminábamos por la casa de puntillas. Todos menos Segundo, que en esas ocasiones daba patadas a los muebles y pegaba portazos y parecía estar más exasperado que nunca.

Aquel día que choqué contra el hombre era la primera vez que la abuela se marchaba; y me asustó que doña Bárbara se ausentase justo cuando nos rondaba una amenaza. Porque el tipo aquel nos quería mal, de eso estaba segura. Se lo conté todo a Airelai después de que la abuela se hubiera ido: las palabras del hombre, la dureza de sus manos y de sus ojos.

– Tenía que suceder -murmuró la enana; y se le encapotó su carita menuda.

No dijo nada más y la tarde se fue sin que ocurriera nada memorable, aunque quizá con más silencios, tal vez con más tristeza. Pero por la noche, cuando Chico y yo ya estábamos dormidos, Airelai entró en nuestro cuarto y nos despertó:

– Eh, pequeñas marmotas, abrid esos ojos y levantaos… Vamos a explorar el mundo un poco…

Detrás estaba Amanda, vestida tan sólo con una camiseta larga, las flacas piernas al aire y los pies descalzos, como si la enana también la hubiera levantado a ella de la cama. Amanda asomaba por encima de los hombros de Airelai, con el pelo alborotado y sofocada por un ataque de risitas nerviosas; parecía una niña y no una madre, la madre de Chico como era, y eso resultaba turbador y me irritaba. Pero Chico extendió enseguida los brazos hacia ella, sonriente y adormilado, y Amanda le cogió en volandas, y le apretó contra su pecho, y bailoteó con él entre grandes carcajadas por todo el cuarto. Y yo no tenía ningún cuello tibio y perfumado al que agarrarme. Baba.

– ¡Venga, venga! Segundo ha salido y como doña Bárbara no está… ¡estamos solos! -urgía risueña la enana.

No habían encendido ninguna luz, ahora me daba cuenta. La casa estaba a oscuras y en silencio; y por la ventana abierta de par en par entraba el resplandor de la luna llena. El mundo parecía otro envuelto en ese aire de plata tan limpio y tan ligero. El lavabo de la esquina, el armario, la puerta, incluso nuestras manos y el brillo de nuestros dientes al reír: todo se veía más bonito y más nítido. Dulce y sin peso, como la sustancia de los buenos sueños. Y en verdad parecía que seguíamos en la cama y que todo lo que hacíamos no era sino soñar.

Por eso no nos entretuvimos en ponernos la ropa y, como Amanda, seguimos a la enana descalzos y en camisa; porque esa manera de vestirse, o de no vestirse, era sin duda la más adecuada para una noche de nata como aquélla, una noche distinta que parecía que jamás iba a ser vencida por el sol, la noche eterna. Y así, bailamos y saltamos en fila detrás de Airelai de habitación en habitación, e íbamos abriendo todas las ventanas por las que pasábamos. Entraba la luna a borbotones, silenciosa y líquida, dibujando grandes rectángulos de luz sobre el suelo y lamiéndonos los pies desnudos con su lengua fría.

– Qué bonita es la noche -decía Airelai-. Noches de casas oscuras y cocinas vacías, de balcones abiertos y olor a geranio recién regado… La noche es de las mujeres. Y también de los niños, hasta que se hacen hombres y olvidan quiénes son.

Y abría la puerta del cuarto de los gatos y permitía que los animales nos siguieran por toda la casa y se afilaran las uñas en el sofá de Segundo.

Estábamos en junio y ya empezaba a hacer calor; por las ventanas entraba el olor de las madrugadas en verano, que es un aroma seco y tibio, como a sábanas planchadas o a barro recién cocido. Fuimos a la habitación de Amanda, y luego al cuarto de la enana a rebuscar entre sus tesoros, y después corrimos o quizá volamos hasta la cocina, en donde devoramos una miel que, a la luz de la luna, era brillante y negra como azabache derretido.

– Es que, por las noches, las cosas están llenas de sus propias sombras, y por eso son distintas a como son durante el día; porque de día las cosas se desdoblan y la sombra sale de ellas y todo pierde un poco de sustancia -explicaba Airelai-. Pero, claro, como vosotros os pasáis las noches durmiendo como lirones, pues no os habíais dado cuenta.

Y debía de tener razón la enana, porque esa miel espesa y negra era la más rica que jamás había comido; y porque todo era semejante al mundo habitual pero todo era distinto: los colores transparentes, los muebles flotando sin peso en la penumbra, las frescas baldosas acariciando nuestros pies, la casa que parecía respirar en torno nuestro como un animal amable y cariñoso, y ese aire ligero y espumoso, como si lo hubieran batido hasta hacerle cuajar la nata de la luz de la luna.

Y entramos en la habitación de doña Bárbara. Con sigilo, tropezando los unos con los otros, abriendo mucho los ojos para enterarnos de todos los detalles. El sillón era un guardián furioso sumergido en las sombras; cuando la enana descorrió las cortinas, a la luz de la luna se convirtió en un trono. Y en la cama parecía reposar la sombra de doña Bárbara. Nos callamos todos; la gata Manuela Fornos Saríz, que había entrado con nosotros, agachó la cabeza y se fue de puntillas. Moviéndose con la seguridad de quien conoce los lugares, la enana abrió el cajón inferior de la cómoda y sacó la caja cuadrada de las pastas de pifiones. Todos cogimos una y, sentándonos en semicírculo en el suelo, la comimos a la vez y a mordisquitos, como si fuera un rito. Debajo de nosotros daba vueltas el mundo.

Aun sin estar la abuela olía a la abuela; a incienso y a linimento. Miré la foto de mi padre: su rostro destacaba en la penumbra, fuerte e intenso.

– Es Máximo, sí -musitó la enana, que me estaba observando-. Yo me encontraba allí cuando se hizo esa foto.

Intenté disimular porque no quería que supieran que esperaba el inminente regreso de mi padre.

– ¿Y el otro retrato? -Es del marido de doña Bárbara. Vuestro abuelo. Era un mago muy bueno. Aprendí mucho con él -contestó Airelai.

– Me da miedo -dijo Chico. -Es que está muerto. ¿Entendéis lo que os digo? Cuando le hicieron la foto ya estaba muerto. Nunca consintió en fotografiarse mientras vivía. Decía que los retratos le roban a uno el alma.

Esos ojos azules tan terribles, esa cara de músculos exangües. Chico se abrazó a su madre.

– Me da miedo -repitió. Y se ovilló en el regazo de Amanda.

Retorcido como estaba, la ligera camiseta se le había subido hasta media espalda. Vi la carne blanca y suave del niño, los picudos huesines de la columna vertebral; y esas extrañas marcas oscuras y redondas. Me incliné y miré más de cerca: eran unos pequeños círculos de piel arrugada y más oscura. Había dos o tres, quizá por delante hubiera más. Podrían ser quemaduras. Cicatrices.

– ¿Qué tienes aquí? -dije. Chico dio un respingo y se tapó la espalda de un tirón. Y entonces, por ese gesto suyo, comprendí. Comprendí por qué era tan cuidadoso al desnudarse, con lo que yo creí que eran pudores de varón. Comprendí el pavor que le tenía a Segundo.

Nos quedamos en silencio durante un rato largo, mientras la noche seguía crepitando de luz alrededor. Amanda acunaba a Chico entre sus brazos y bisbiseaba una canción de cuna sólo para él. Ahora ya no parecía una niña, sino mucho más vieja de lo que en realidad era. Airelai se levantó con un suspiro y se acercó a la ventana abierta. La seguí. Allí abajo, junto a la farola de la esquina, apoyado en el muro, estaba el hombre contra el que yo había tropezado esa mañana; fumaba un cigarrillo y parecía esperar algo o a alguien con una paciencia inagotable.

– Tenía que suceder -repitió la enana. Un avión rompió el cielo sobre nuestras cabezas: era como el ruido del rodar de unas nubes de piedra. Y después comenzó a amanecer y se acabó también esa noche eterna.

Airelai tenía dibujada la cruz de Caravaca en el cielo de la boca. Un día nos la enseñó y como era tan bajita se tuvo que subir a la mesa de la cocina para que Amanda se la pudiera ver. Se trataba de un reborde blanquecino que le recorría el paladar; no resultaba demasiado espectacular, pero era la marca de la Estrella.

– Esto indica que poseo la gracia. Inmediatamente Chico y yo nos escudriñamos la boca el uno al otro para ver si estábamos señalados. Pero no.

– No seáis tontos: si la tuvierais lo sabríais, porque éste no es el único indicio -dijo la enana-. El más importante es el del poder de la palabra. Si un niño tiene la gracia, habla desde el vientre de su madre. Pero si la madre lo cuenta, si revela el prodigio, la criatura nace con la marca pero pierde la gracia.

Nos quedamos impresionados. Incluso Amanda apretó los labios, amedrentada por las incalculables consecuencias del decir.

– ¿Por eso eres así, porque tienes esa cosa en la boca? -preguntó Chico tímidamente.

– ¿Cómo así?

– Así de pequeña. Airelai hinchó el pecho diminuto y dio unos cuantos pasos a uno y otro lado con aire satisfecho, como si el niño le hubiera dedicado el mayor elogio.

– Digamos que soy… especial -contestó al fin con una sonrisa.

Y entonces nos contó lo de la Estrella. Porque Airelai hablaba mucho. Con ella, y con sus baúles, y sus útiles de magia, y sus trajes bordados de chispas de luz, llegaron sobre todo las palabras: fascinantes historias de mundos remotos, aventuras extraordinarias, reflexiones incomprensibles pero seguramente importantísimas. Por eso cuando Chico y yo no entendíamos algo, nos aprendíamos las frases de memoria, en el convencimiento de que la vida, con el tiempo, acabaría adaptándose a las palabras de Airelai y nos permitiría extraer su significado. Todo lo sabía nuestra enana; todo lo había vivido. Parecía muy joven, una linda muñeca sin pasado, pero ella aseguraba que tenía muchos años.

– No soy enana, sino liliputiense, esto es, de proporciones delicadas; no deforme ni monstruosa, sino sólo pequeña -explicaba a menudo Airelai-. Los liliputienses somos miniaturas de la vida, muestras perfectas; y por eso mismo, por nuestra perfección, jamás envejecemos. Nunca somos del todo niños, pero tampoco ancianos. Atravesamos la existencia siempre iguales a nosotros mismos, y al cabo, un día cualquiera, nos morimos. Como todos. Pero solemos vivir mucho, porque, como somos pequeños, a menudo la muerte nos olvida.