– Léela en voz alta -dijo Chico.

Porque él todavía no sabía leer y quería enterarse. De modo que nos sentamos en el suelo y pusimos la lámpara sobre la alfombra, entre nosotros, para que no pudiera verse el resplandor desde el pasillo. Y leí entre susurros esa carta, que fue en realidad la primera historia que supe de Airelai, y que decía así:

Querido mío:

Te echo tanto de menos que vivo con media imaginación, con medio corazón, con la mitad de mis ideas y de mis sentimientos, como el borracho que está a punto de perder la conciencia, a medias entre la vigilia y el desmayo, o como el agonizante con un pie en este mundo y el otro pie metido ya en la nada negra. Quiero decir que sin ti soy media persona, una auténtica pizca, un cachito de carne y de nervios en punta añorando al ser que me completa. Por eso te escribo, aun sabiendo que nunca vas a poder leer estas líneas; las palabras crean mundos, y son capaces de crearme ahora, mientras te estoy escribiendo, la ilusión consoladora de tu presencia.

Una vez conocí a un hombre, no sé si lo sabes, que fue mi maestro en el arte del habla. Esto sucedió hace mucho tiempo, siendo yo muy joven; y en un rincón remoto del Adriático, en la frontera de lo que hoy es Albania. Un tiempo y un lugar más favorables para el misterio, para la credulidad y para la magia, y no como aquí y ahora. Mi maestro era lo que hoy llamarían un charlatán de feria; pero entonces entretenía y enseñaba a las gentes, y las personas confiaban en él. Yo le servía de reclamo: llegábamos a las plazas del mercado y yo hacía unas cuantas cabriolas y daba dos o tres saltos mortales, porque en mi juventud fui una buena acróbata. El espectáculo atraía a los mirones y una vez reunido un buen corro de espectadores mi maestro empezaba con su arte. Era un narrador muy bueno: en cuanto abría la boca todo el mundo se quedaba prendido de sus palabras. Contaba historias dulces de muchachas enamoradas e historias crueles de caballeros ambiciosos; relatos muy antiguos que hombres y mujeres como él habían repetido siglo tras siglo, o cuentos que se inventaba sobre la marcha. Al final, después de las historias, vendía algo. Raspaduras de tiza mezcladas con arena, que él decía que eran polvos de la luna y que, esparcidos por el umbral de la casa, servían para que no entrara la desgracia; o unas bonitas plumas de colores que pertenecían al ave fénix y que había que colocar por las noches debajo de la almohada para evitar los malos sueños. Cuando sucedió lo que ahora te voy a contar estaba vendiendo unas sortijas. Teníamos muchas; se las había hecho un artesano viejo, muy baratas, en una ciudad lejana. Eran unos anillos de bronce, con una piedra en-

gastada negra y mate. No eran ni bonitos ni buenos, pero la gente los pagaba como si lo fueran porque creía que se trataba de una piedra mágica.

¿Conoces la antigua leyenda de Carlomagno y el anillo embrujado? Ésa era la historia que les contaba mi maestro antes de venderles las sortijas. Carlomagno, siendo ya muy viejo, se enamoró perdidamente de una muchacha campesina con la que se casó y a la que hizo su reina. Tanto la quería y tan deslumbrado estaba el anciano emperador que empezó a descuidar sus responsabilidades oficiales, emborronando así una vida de dignidad y respeto. Entonces la muchacha murió súbitamente; Carlomagno ordenó que la pusieran en una sala engalanada y se encerró con el cadáver día y noche. El reino estaba abandonado; los súbditos, atónitos. Alarmado por el exceso, y sospechando un maleficio, el arzobispo Turpin entró a la sala mortuoria y registró el cadáver con disimulo; y, en efecto, encontró y sacó un anillo mágico que había debajo de la lengua de la muchacha. Carlomagno perdió al momento todo interés por la muerta, pero se enamoró arrobadamente del arzobispo. Turbado y escandalizado por la pasión del emperador el arzobispo arrojó el anillo al fondo del lago de Constanza. Y el anciano emperador se pasó el resto de sus días sentado en las húmedas laderas y contemplando el lago. Es una historia triste, como ves; en ese lago encendido por los rayos mortecinos del sol poniente está el retrato de los deseos, que nunca se alcanzan. Mi maestro contaba la leyenda muy bien: lloré algunas tardes al escucharle. Y eso que aún no te había conocido a ti, que eres mi lago.

Después de hablar de Carlomagno mi maestro sacaba sus anillos. Era un hombre muy listo y sabía que una sortija demasiado poderosa infundiría espanto; no decía, por consiguiente, que sus anillos fueran como el del pobre emperador un imán de corazones y esperanzas. Explicaba que la sortija de Carlomagno y las que él vendía tenían la misma piedra, que era una roca partida por el rayo en noche sin luna; y que ese material irradiaba poder y poseía la energía de las centellas. Los hechiceros usaban esas piedras vivas para confeccionar anillos mágicos que servían para un portento u otro, dependiendo del conjuro con que hubieran sido consagrados. Las sortijas de mi maestro poseían la cualidad de la rectitud; y cuando sentían cerca a un ser malvado, con perversas intenciones o las manos manchadas de sangre, la piedra negra del anillo se ponía a sudar. Vendió muchas piezas. Todo el mundo quería saber con quién se trataba.

Estábamos una noche en una ciudad provinciana y pequeña cuando nos vinieron a sacar de la pensión en donde dormíamos. Era la policía y fueron muy bruscos. Nos enteramos, ya en comisaría, que habían degollado a una anciana no lejos de donde vivíamos y le habían robado un buen collar de malaquita y oro. Un vecino de la muerta vio salir al ladrón y aseguró que se trataba de mi maestro, a quien había visto un par de días antes en el mercado. No había más pruebas que ese testimonio; Jamás apareció el collar ni el cuchillo del crimen, ni una gota de sangre en las ropas del acusado. Pero el vecino había comprado una de las sortijas; y cuando fue a comisaría a efectuar el reconocimiento y mi maestro se acercó, la piedra del anillo comenzó a sudar y se perló toda de un agua transparente. El juez no admitió formalmente el prodigio como prueba, pero todo el mundo estaba convencido de que la piedra había señalado al asesino. Eso influyó con toda seguridad en su condena a muerte, de modo que puede decirse que a mi maestro le perdió su propia elocuencia. Yo fui a visitarle en la noche final y luego me entregaron sus pertenencias, porque no tenía ni conocidos ni familia. Me dijeron que había pasado las últimas horas leyendo serenamente un libro y que, cuando vinieron a buscarle para subir a la horca, puso una señal entre las hojas para marcar el lugar por donde iba. Recibí luego el libro: era una edición francesa de Las mil y una noches y tenía, en efecto, un pico doblado entre dos cuentos. Aún guardo el volumen, y la señal. Para un narrador como él, doblar esa hoja con tanta entereza frente a la nada fue una digna manera de morir y un gesto muy elegante. Eso quisiera yo: morir de mi propia muerte, saber acabar con cierta grandeza. Ya que venimos al mundo como animales, ensangrentados y ciegos, inútiles e irracionales, salgamos de esta vida como humanos. Con muertes notorias y simbólicas, dignas del final de una novela: como los héroes que somos de la narración de nuestras vidas. Porque lo que nos diferencia de las criaturas inferiores es que nosotros somos capaces de contarnos, e incluso de inventarnos, nuestra propia existencia. Desde este lado de las palabras, en fin, sin sortija, sin lago y sin paciencia, desesperada por tu ausencia, te escribe para recordarte tu Airelai.

Un día, Segundo fue a hablar con la mujeruca del mostrador, la que daba las llaves; le ví acodarse sobre la madera despintada, mientras ella le miraba con gesto suspicaz y desabrido. Dijo algo Segundo, no le oí, y la vieja negó con la cabeza. Entonces él colocó sobre la mesa un fajo de billetes y luego otro. La mujeruca se apresuró a cogerlos; se ahuecó con los dedos los rizos amarillentos y resecos, salió del chiscón, sonrió y se marchó. Así fue como nos quedamos con toda la pensión. Debíamos de ser ricos.

Doña Bárbara vivía en dos habitaciones grandes que estaban comunicadas por un arco; habían sido en tiempos una academia de baile y todavía conservaban, en uno de los muros, una barra de madera y un espejo rajado. Luego estaba el cuarto de los gatos; el del sofá, que Segundo usaba como sala, y otros dos más, cerrados a cal y canto. Chico y yo permanecimos en el mismo dormitorio en donde yo pasé la primera noche, el de la mugrienta alfombra anaranjada; y enfrente, justo al lado del cuarto del sofá, en una habitación grande y destartalada, dormían Segundo y Amanda, los padres de Chico. A veces se les oía gritar y se escuchaba después un llanto entrecortado. Y en esas ocasiones, Chico se metía en la cama y apretaba los puños y los párpados. Y decía: «Estoy dormido. Estoy completamente dormido». Aunque aquello sucediera en la mitad del día, con el sol entrando a borbotones por la ventana con su aliento de polvo incandescente.

Pero Chico no era el único en meterse en la cama. Doña Bárbara también se pasaba casi todo el tiempo tumbada en el enorme lecho de madera negra que había hecho instalar en sus habitaciones. Ella decía que de ese modo no se desgastaba y que por lo tanto viviría para siempre. Un día le pregunté cuántos años tenía; y ella me contestó que los tenía todos: _Cuando yo nací, comenzó el mundo.

De lo cual deduje que había conocido el Diluvio Universal, el Arca de Noé y a los Reyes Magos. La noticia me maravilló, pero a decir verdad no me sorprendió. Doña Bárbara era tan sabia, tan fuerte, tan grande: no era de extrañar que lo hubiera visto todo. Era una mujer muy alta y muy robusta; los huesos de su rostro, fuertes y prominentes, parecían mal ensamblados los unos con los otros, de modo que el lado derecho de su cara era muy distinto del izquierdo, aunque ambos resultasen igualmente fieros. La nariz era larga y ganchuda; los ojos, dorados y pequeños, intensísimos. Hubiera tenido cara de rapaz de no ser por su gran mandíbula asimétrica.

Siempre iba vestida de manera imponente, incluso cuando permanecía acostada; y se sentaba en el lecho de la misma manera que una reina en su trono almohadillado: no estaba reclinada, sino expuesta. Crujían sus trajes al menor movimiento, pesados ropones de tafetán y seda, de terciopelos y brocados, en color verde oscuro, azul fondo de mar, rojo sangre reseca; el cabello, muy blanco, lo llevaba apretado en un moño perfecto. Alrededor de su cama, sobre las mesas de noche, brincaban las llamitas de las lamparillas de aceite y se enroscaba el atufante humo de las varas de incienso. Parecía una diosa en su capilla; y por eso la única vez que entré en la vieja iglesia del Barrio creí que el retablo del altar mayor, brillando en la penumbra en oro viejo, con sus velas perfumadas y goteantes, sus claveles y su Virgen en medio, no era sino un homenaje a doña Bárbara, un recuerdo de su poder y de su gloria.