Esa inmensa mujer me mandaba llamar de vez en cuando. Me hacía entrar en su cuarto y yo acudía dando diente con diente. Entonces ella me ordenaba sentarme a los pies de la cama y me ofrecía unas riquísimas pastas de piñones. Y hablábamos un poco, o. para ser exactos, hablaba ella. A veces me contaba cosas que yo no entendía; y a veces hacía preguntas absurdas: «¿Estás bien?». «Sí, señora.» «¿Necesitas algo?» «No, señora.» Pero en otras ocasiones se quedaba tan quieta y callada que parecía dormida: y yo no me atrevía ni a roer los piñones para no meter ruido.

Luego, por la noche, Chico me pedía que le contara qué había dicho la abuela. Porque a él doña Bárbara nunca le hacía pasar: parecía ignorarlo casi por completo. A Chico eso le resultaba normal, porque nadie le hacía mucho caso; pero tiempo después la enana nos diría que no era culpa de Chico, sino de su padre. Que era a su padre, a Segundo, a quien doña Bárbara quería mortificar no recibiendo al niño. A Chico le gustó muchísimo esa explicación y a menudo preguntaba, con cara de inocencia, por qué la abuela no le llamaba nunca.

– Porque doña Bárbara no soporta a su hijo, es decir, a este hijo, y nunca le ha soportado. Ése es el asunto. Y tú tienes la mala suerte de que Segundo sea tu padre -repetía la enana por milésima vez, pacientemente.

– Ah… -decía siempre Chico, embelesado- Cuando ellos llegaron, Amanda me dijo que Segundo era mago. Y que hacía aparecer y desaparecer objetos y cortaba en siete pedazos a una persona. Pero yo no veía que trabajara nunca, ni le conocía cualidades mágicas, ni tenía los baúles de colores ni las ropas bonitas que yo había visto en los magos de la televisión. Y en cuanto a lo de cortar a alguien en siete pedazos, de eso sí le creía muy capaz; pero dudaba mucho que luego pudiera recomponer el estropicio. Lo único que parecía hacer Segundo era pasarse la mitad del tiempo en los bares del Barrio, y la otra mitad dormitando en su cuarto. Dormía de día, y a la caída de la tarde se metía en el cuarto de baño y tardaba muchísimo; al cabo salía recién afeitado, la chaqueta impecable, la camisa muy limpia, tirándose de los puños y mirándose de refilón en el espejo del lavabo mientras cruzaba la puerta.

A veces llegaba de visita gente extraña. Por las tardes, e incluso por las noches; a Chico y a mí nos despertó más de una vez el barullo de voces y de pasos. En esas ocasiones Chico siempre me decía: «No te levantes». Y se tapaba las orejotas con la almohada. Pero una madrugada que se reían mucho salí de la cama de puntillas y entreabrí la puerta. Les vi conversar al fondo, de pie en el pasillo: o venían o se iban. Dos hombres con chaqueta, dos chicas muy chillonas y Segundo. Les estuve contemplando durante un buen rato: parecían estar contándose cosas muy chistosas. De pronto, uno de los tipos se volvió y miró hacia mí: era bajo, moreno, vestido de negro, el labio remangado por una cicatriz, las cejas muy juntas. Me estremecí; el pasillo estaba iluminado, mi cuarto muy oscuro y yo sólo había abierto una rendija: no podía verme. ¿0 quizá sí? No me atrevía a moverme por si me delataba y permanecí así, quieta como un madero, un rato larguísimo. El grupo hablaba y reía y el hombre me miraba; y a través del pequeño triángulo que la cicatriz abría en su boca se veía brillar un diente de oro.

Hasta que al fin se fueron y se apagó el cuchillo de luz que se colaba por el filo de la puerta entreabierta; el corredor quedó vacío y a oscuras, el lugar en silencio. Regresé a la cama y soñé toda la noche con hombres de labios cortados que me perseguían; y luego con un caserón gélido y sombrío en donde nos encerraban a los niños que no teníamos padres. Me desperté llorando, como en muchas otras madrugadas; y también en esa ocasión, como las demás veces, sólo pude encontrar algún consuelo repitiendo «Baba», mi palabra secreta, que venía de las profundidades de mí infancia y cuyo significado, si es que tenía alguno, no recordaba. Y así, apreté los puños y los párpados y bisbiseé furiosamente: «Baba, Baba». Como en una letanía contra la desolación de las tinieblas: «Baba, Babita, Baba». Y esa palabra sin sentido aliviaba mi tristeza y dejaba en mi boca un sabor dulce.

En la habitación de doña Bárbara, en la mesilla de la derecha, había dos fotos grandes enmarcadas. Dos fotos de hombres. Uno era mayor, con los ojos azules muy abiertos; no tenía una cara desagradable, pero había algo en su expresión que daba miedo. Y el otro era joven, moreno, también de ojos claros, con los pómulos marcados y los labios gruesos. Un día doña Bárbara cogió ese retrato, me lo enseñó y me dijo: «Éste es Máximo, tu padre». «¿Dónde está?», me arriesgué a preguntar. Y ella tan sólo contestó: «Volverá. Yo sé que volverá».

Y desde entonces tuve la absoluta seguridad de que mi padre vendría, antes o después, para buscarme.

La mayoría de las veces Chico era invisible. Quiero decir que, aunque estuviera ante ti, no le veías. Poseía una rara habilidad para permanecer quieto y callado, como oculto o diluido en los pliegues del aire. Se encogía sobre sí mismo y disminuía de tamaño; y así se pasaba las horas, hecho un ovillo, sentado en el peldaño del portal. No tenía amigos y casi nunca jugaba. Simplemente se sentaba en su escalón, esperando que alguien llegara y le encargara algo. Porque Chico hacía recados. Cazaba moscas para la tortuga de Mariano el del bar. Subía los cafés del desayuno, a media tarde, a las mujeres que trabajaban de noche. Daba mensajes. Llevaba paquetitos. En ese voy y vengo se pasaba los días. No íbamos al colegio, ni él ni yo.

Con sus trabajillos, Chico se sacaba unas cuantas monedas; y cuando reunía un puñado se las gastaba en cochecitos de metal y en golosinas. Solía ir a comprar a la tienda de Rita, que tenía un neón en la pared, en la parte de detrás del mostrador, de modo que Rita siempre estaba a contraluz pero ella te veía claramente. Era una mujer de mediana edad, grande y con mucho pecho; los brazos le salían a ambos lados del tórax, enormes y despegados, como las pinzas de un cangrejo. Decían en el Barrio que un día de invierno Rita había matado a un hombre que intentaba atracarla. El tipo le puso la punta de la navaja entre los senos, y entonces ella agarró un martillo y le reventó de un golpe la cabeza, como quien abre una sandía madura. Aunque algunos sostenían que el muerto no era un ladrón, sino un antiguo amigo; y que no iba a robarle, sino que ya le había quitado, tiempo atrás, algo que no era material y era valioso. Pero todo esto lo decían con mucho tiento y entre susurros, porque Rita estaba casada con Juan El Cabezota, que era un hombre muy bruto. Las palabras podían ser muy peligrosas en el Barrio; y más de uno, por hablar demasiado, había aparecido muerto y con la boca cosida con un alambre entre los desmontes de las Casas Chicas.

Chico venía de la tienda de Rita una tarde que le ví llegar cargado de bolsas de papel. Era un niño que sabía ser generoso en la abundancia y enseguida me tendió, magnánimo, un paquete de mentas. Nos sentamos los dos en el peldaño del portal a masticar caramelos.

– Rita dice que hay un tipo en el Barrio que está preguntando por nosotros.

– ¿Por nosotros? ¿Por ti y por mí? ¿Alguien del Barrio? -me asusté.

– Por todos nosotros. Un tío de fuera. Rita no lo conoce.

Y de pronto pensé: puede ser mi padre.

– Pero, ¿preguntó por mí? ¿Por mí en concreto?

– Pues sí -se sorprendió Chico-. Qué raro, ¿no? Preguntó por la abuela Bárbara. Y por Segundo. Y por ti. A Rita no le gustó.

Tenía que ser él. Quién más se interesaría por mí. Tenía que serlo.

– Y era moreno, con los ojos claros y los labios gruesos… -aventuré, expectante.

– No lo sé. A Rita no le gustó. Rita me dijo: «Chico, dile a tu gente que os andan buscando».

– Espera, no se lo cuentes a nadie todavía. Yo avisaré mañana a doña Bárbara -dije, no sé por qué: quizá porque presentía, aún sin conocerla, la relación de Segundo con mi padre.

– Bueno -asintió rápidamente Chico.

No creo que le apeteciera mucho tener que hablar con Segundo. Siempre se refería a su padre así, con el nombre de Segundo, o simplemente decía «él». Nunca decía «mi padre». El niño partió meticulosamente un cordón de regaliz y me dio la mitad. Lo masticamos durante un buen rato en tranquilo silencio hasta que, de pronto, noté que Chico se quedaba extrañamente quieto y que empezaba a adquirir el color de la piedra del portal.

– ¿Qué pasa?

Me volví y les ví bajar hacia nosotros por la calle: tres chicos como de catorce o quince años. Fijándome más, advertí que uno era el Buga. Me levanté y simulé estar sacando algo del destripado y roñoso cajetín de correos. Nunca había tenido un encontronazo con el Buga, pero todo el mundo sabía que era un chulo.

– Eh, troncos, mirad quien está ahí: el mocoso orejudo -dijo el Buga con buen humor.

Y se acercó hacia Chico, sonriente. No me cupo duda de que venían buscándolo, porque para entonces el niño ya tenía el mismo color que la pared y era perfectamente invisible a menos que de verdad quisieras encontrarlo.

– A ver, mocoso piojoso y orejudo: ¿qué tenemos hoy?

Chico, tembloroso, le tendió los dulces que le quedaban. El Buga los inspeccionó abriendo los papeles.

_ ¿Y esto es todo? Pues vaya una mierda… -dijo animadamente, metiéndose un puñado de bolas de menta en la boca-. Hoy te lo has papeado todo, eh, cabroncete…

– No… no he comprado mucho, no… no tenía dinero -tartamudeó el niño.

– ¿Ah, no? Vamos a verlo -dijo el Buga. Agarró a Chico y en un santiamén le puso boca abajo, colgando de los tobillos; le sacudió así unas cuantas veces, el niño chillando y los dos amigos partidos de risa. Yo no lo pude evitar y di un paso hacia ellos. _Déjale ya -dije muy bajito. Y enseguida me arrepentí de haber hablado.

Pero para mi desgracia me habían oído. -¿Qué? ¿Qué dice la piojosa esa? -le preguntó el Buga a uno de sus amigos, como si no pudiera rebajarse a hablar conmigo.

– Que le dejes ya, dice -repitió el otro.

El Buga soltó a Chico, que cayó de cabeza contra el suelo. El golpe retumbó y debió de doler, pero el niño se quedó quieto en el suelo, tal como había caído, sin llorar ni moverse, intentando adquirir la textura y la coloración de las baldosas.

– Pues dejado está. Ya está. Dejado.

Se vino hacia mí y yo noté la presión del muro del portal a mis espaldas. El Buga era bajito y fuerte, con la cara carnosa y los párpados espesos y achinados, casi sin pestañas. El aliento le olía a menta, y los pies, embutidos en unas sucias botas deportivas, a sudor. Me apretó contra la pared y empezó a mascullar irritadamente: