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Están los acondicionadores de aire, circunstancialmente detenidos, pero pronto volverán a funcionar. Están los ascensores, momentáneamente detenidos, pero pronto volverán a circular. Están los pasillos, las escaleras, y los tramos de descanso de los entrepisos, débilmente alumbrados por las linternas de emergencia: amarillea la luz, poco se ve. Están los hombres agrupándose. Hablan en voz muy alta como si no estuvieran a pocos centímetros de quien debe escucharlos, algunos se apartan y suben por la escalera, y otros se apartan para bajar gritando que irán a buscar algo y prometiendo volver. Casi nadie los oye ni le presta atención. Están las mujeres, pocas, con bolsos. Hablan de ir a preparar los bolsos y de buscar un auto, o el auto. Algunas salen con un hombre y miran hacia atrás. Otras discuten con dos hombres, en voz mas baja que los hombres, pero con ademanes de recriminar algo. Una se fue bajo lluvia, mojándose, indiferente a la lluvia o a la llovizna gruesa en que la lluvia se había convertido. Ni buscó reparo en la pared, que por su altura y con los balcones que cada tantos metros despuntaban hacia la calle, creaba una zona de goteo muy ralo. Otras salieron y corrieron taconeando hacia la galería comercial seguidas por algunos hombres. Después se separaron y unas quedaron bajo el alero de una tienda, haciendo señas que algún taxímetro les respondía con un guiño de luz. El resto del grupo entró a la galería, seguramente para acceder a las cocheras del subsuelo. De los móviles estacionados frente al apart, alguno de los cuales había montado las ruedas de la derecha sobre el cordón ocupando un tercio de la vereda, subían y bajaban uniformados. Intercambiaban frases breves, se daban órdenes, operaban equipos portátiles de radiocomunicación y trataban de evitar que los mojara la llovizna y las gotas gruesas que drenaban balcones y voladizos: efectos, restos de la tormenta.

Es natural, sucede siempre cuando el que estuvo ahí cuenta lo que vio. Aunque no haya terminado la tormenta, basta haber visto y oído que se atenuaron gradualmente el viento y el ruido de la lluvia, para interpretar la tormenta como un resto de algo que fue y que pronto terminará de pasar.

Todo es distinto para quien oye. Bien instalado y asistido, uno de estos nuevos grabadores digitales de doce pistas registra una docena de fuentes de sonido simultáneamente. Un oído experto puede escucharlas en otros tantos planos sonoros, y decidir, en cada tramo, cuáles pistas conviene copiar a la matriz -el "master"- para que los técnicos purifiquen el registro, filtren interferencias y abrevien la grabación facilitando eventuales transcripciones.

Quien lea eso nunca termina de tener una idea cabal de lo que estuvo sucediendo, y lo mismo le habrá ocurrido antes al que seleccionó los materiales para grabar el master. Esto se nota bien cuando alguno de los canales del registro digital tiene captada una línea telefónica o una frecuencia de telefonía celular. En el canal telefónico, lo que se escucha viene libre de sobreentendidos a las cosas que quienes dialogan están viviendo, o viendo. Aún en diálogos reticentes, circunspectos o cifrados, la pista telefónica, cargada de registros de frases emitidas fuera del espacio, puede contener mas o menos información, y de valor mayor o menor, pero siempre mas convincente. Es como si el espacio electromagnético de la telefonía, al excluir la realidad de los cuerpos y del espacio que los contiene, librara a las cosas de los efectos distorsivos del mundo. Pero sin ellos, claro, ya no está el mundo y no siempre resulta fácil explicarse por qué a toda esta información sin mundo se le asigna más valor que al magma de cosas y acontecimientos que componen el mundo.