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Hubo un momento en el que dejaron de ver. Ya había oscurecido. Eran las tres en punto de la tarde y había oscurecido como si se hubiera puesto el sol. Las nubes, de un verde opaco, medio azulado, venían desde el sudoeste, rasantes, apenas por encima de los edificios altos del centro y terminaron cubriendo todo justo cuando se oyó el primer trueno y empezaron los rayos. El trueno no era un trueno: más bien era el retumbar de una sucesión de truenos. Los rayos caían por ahí, tal vez cerquísima de ahí. Como al llegar había visto montones de veleros navegando frente al puerto de la ciudad, quiso mirar el río, y ya resignada a mojarse bajo el chaparrón, cuando todos trataban de buscar refugio en los vestuarios, fue hacia los balcones de la terraza que daban a la zona del puerto pero la cortina de agua, tan tupida, no permitía ver ni los edificios más cercanos. Después ya no se podía ver nada. Para volver a la zona de los vestuarios se fue guiando por la línea de tablones de teca que rodeaba la piscina y cuando pasó el escalón y llegó a la terraza propiamente dicha, se orientó por el griterío de gente que pujaba en la puerta tratando de pasar al hall de los vestuarios. Acercándose, recién a unos pocos metros se reconocían los cuerpos, y eso sólo por el movimiento colorido de la ropa, los kimonos y los trajes de baño. Desnudas, o vestidas uniformemente de gris, esas figuras se hubiesen confundido con la pared y los cristales de fondo, o con la cortina de agua, también gris, que los envolvía. Sintió un golpe en la frente, y después varios en los hombros. Eran piedras de hielo: nunca imaginó que pudiesen doler tanto. Eso explicaba los gritos: chillidos de mujeres, pero también alaridos de hombres y puteadas. Uno gritaba "¡Auxilio! ¡Auxilio!" y la primera vez que lo escuchó le pareció que llamaba a alguien: su novia podría llamarse María Auxilio, o el encargado de repartir paraguas y sombrillas, ser, justamente, Don Auxilio Fernández. Causaría gracia pensarlo así, si no fuese por el dolor de los golpes del granizo en los hombros, y, ahora que miraba hacia el piso, en la nuca. Causaría risa, sino fuese por el miedo. ¿Miedo de qué? No sabía a qué, pero sentía que los chillidos, el griterío y el reclamo de auxilio, que repetían voces de gente mayor y de mujeres, le habían contagiado miedo. Eran treinta personas: supo la cuenta después, cuando todo había terminado. Pero allí, en aquel momento, entre lo que creyó serían cincuenta personas, no había un solo hombre capaz de usar una mesa, una silla o alguno de los caños que sostenían la tarima que se había derrumbado, para romper el cristal o para forzar la puerta que daba paso al hall de los vestuarios y a la escalera y los ascensores. Hombres y mujeres, iguales, estaban ahí empujándose y gritando instrucciones a los primeros de la cola, sin pensar otra cosa que en protegerse de la lluvia y del impacto de las piedras de hielo. Ella también: podía tolerar la lluvia, helada, pero no los chicotazos del hielo, que seguramente le marcarían con moretones los brazos y la espalda. Probó gritar: gritó un "ay" parecido a los chillidos de los otros. En ese momento una mujer fue a dar al piso sacudiéndose y varios retrocedieron para no tropezar con su cuerpo. Entonces pudo avanzar unos pasos hasta ubicarse entre dos hombres corpulentos, más altos que ella. El cuerpo del más gordo -un morocho velludo, que sólo vestía un short de baño- le protegió la espalda y atenuó el golpeteo del granizo. Ahora todo se parecía a un ataque de nervios. Gritó "¿por qué carajo no abren?" y volvió a gritar y a exclamar "¡Abran carajo!". A su alrededor todos gritaban frases parecidas o chillidos.

Nunca había tenido un ataque de nervios y esa vez había comenzado fingiéndolo, pero ahora las ganas de gritar y empujar al hombre que tenía delante eran incontrolables. A la derecha, en el piso, vio a unos que intentaban avanzar pisando sobre las piernas de la mujer caída. Sintió frío: las gotas de la lluvia eran cada vez más frías y empezó a temblar. La mujer del piso también temblaba. Ahora podía verle la cara: tendría su edad, cuarenta o cincuenta años y no chillaba: emitía un "ah…" grave y gutural con cada sacudida de su cabeza. Solo un hombre, vestido con ropa de calle, se había agachado para auxiliarla. Oyó que alguien decía "epiléptica" y que otros ordenaban inútilmente "¡Hagan algo!" y "¡Traigan un médico!", pero esos también buscaban abrirse paso por encima del cuerpo. El hombre agachado pedía ayuda y reclamaba un médico: no tenía fuerzas para impedir las sacudidas del cuerpo y la cabeza, que golpeaba contra el piso. Por un momento llegó a sentir en la planta de los pies que los golpes de las sienes de esa mujer repercutían por el mosaico. Después un rayo iluminó todo como el sol del mediodía. Una antena, a pocos metros de allí, permaneció durante varios segundos brotada de chispas. Muchos se volvieron para mirarla, y el gordo velludo dijo algo, y señaló hacia el lugar, pero ella ya lo había visto y cuando el gordo la miró y le habló, la antena había dejado de chisporrotear. En ese momento los empujaron. Un grupo de parejas, desde el lado derecho, trataba de desplazarse hacia la puerta y los hombres apartaban a los que, como ella, ni querían ni podían abrirles. De todos modos, no valía la pena protegerse bajo el alero porque la lluvia y el granizo volaban horizontalmente. Y hacia cualquier lado, porque el viento, cuyo sentido podía advertirse mirando el trazo de las gotas, se entubaba en la terraza y la recorría en remolino, para escapar después hacia lo alto, en el ángulo norte, donde antes había unos macetones con palmeras y ahora se amontonaban mesas, sillitas y reposeras junto a manteles y montículos de basura. Horas después uno dijo que había llegado a ver una mesa que se levantaba con el mantel inflado como un paracaídas y giraba en el aire para salir volando y perderse hacia el lado de la avenida Callao. ¿Sería posible? Mesas, manteles, bolsos y tantas cosas que volaron y terminaron perdiéndose, estaban en aquel rincón norte y también en la pileta: unas hundidas y otras flotando y recorriéndola movidas por el viento y por el remolino artificial del hidromasaje que estuvo funcionando hasta que se cortó la electricidad. O la cortaron. Eso se oía: un plural. "Que abran la puerta de una vez", "¿Por qué no vienen?" "¿Por qué no suben de una vez?" "¡Trabaron todo!". Era una lluvia de gritos, una catarata de plurales vacíos porque nadie tendría una idea precisa acerca de quiénes debían ser "ellos". En realidad, nadie debía tener una idea precisa sobre nada, salvo el hombre que trataba de asistir a la epiléptica y había conseguido ponerle en la boca una servilleta recogida del piso, y gritaba que, de ese modo, no se cortaría la lengua con las dentelladas involuntarias. Pero tal vez se trague la servilleta y se ahogue, pensó ella, y alguien dijo que había visto un ahogado en la pileta, aunque pudo confundirlo la imagen de un mantel semiflotante.

Cosas, manteles en el agua: algunos parecían fantasmas danzando a pocos centímetros bajo de la superficie, subiendo y bajando del fondo, retorciéndose. Alguien decía "No somos chicos… ¡No somos chicos!". Era obvio: el tipo era un viejo y por lo demás, en la terraza no había habido chicos. Ahora reclamaban un toallón mojado. "¡Pasennós ya un toallón mojado, o un mantel mojado!", pedían los que estaban apretándose contra la puerta. Era ridículo: no quedaba nada seco en todo el lugar. Pensó que lo pedían para la epiléptica, pero en seguida supo que necesitaban trapos para cubrir el cristal porque uno, que se había armado con la base del micrófono de la tarima, no se atrevía romper los cristales temiendo que estallaran. "A veces puede explotar y te dejan ciego", explicaba. "Dale boludo…", gritó ella, animándolo, y en seguida alguien la imitó gritando: "¡Dale maricón!". Pero el tipo no tenía fuerza: golpeó tres veces contra el cristal sobre el que habían adherido una bata de baño y tras el último golpe, cayó la bata y el cristal seguía intacto. Todos le gritaron y el gordo velludo le arrebató el pesado atril y lo hizo girar por sobre su cabeza como un lanzador de martillo, creando un espacio libre a su alrededor y una avalancha de gente que retrocedía asustada. Al primer golpe cedió el cristal y se desmenuzó en pequeños prismas no mayores que las piedras del granizo que estaban por ahí. De la ventana emergió una bocanada de aire caliente: todos ya habrían olvidado el calor de la tarde, antes de la tormenta. Los últimos en pasar a los vestuarios fueron los descalzos. Para ellos hicieron un camino de toallas y manteles plegados, aunque los fragmentos desperdigados del cristal no eran tan filosos como su forma y su brillo azulino llevaba a temer. En el vestuario de mujeres consiguió una toalla seca, pero no bien se secó el pecho y los brazos y se disponía a secarse el pelo, una mujer se la reclamó mintiendo que era suya. Prefirió no discutir y se calzó la bombacha y el jean con las piernas y los pies todavía mojados. Los brazos y los hombros le dolían. Podía reconocer por el roce de la blusa los puntos donde más fuerte había impactado el granizo. Ahora debía bajar diecisiete o dieciocho pisos en la semioscuridad cargando su bolso con los brazos doloridos. Muchos ya estaban bajando y hablaban a los gritos, como si por la escalera y los pasillos los persiguiera la tormenta. Habían entrado a la epiléptica que seguía temblando y sacudiéndose, pero asistida ahora por dos hombres y una mujer a los que se había agregado un policía. Los que bajaban detrás suyo comentaban a los gritos que los policías habían subido por la denuncia sobre un ahogado que alguien había hecho desde un celular, pero que, llegados a la terraza, dijeron que si estaba sumergido, el trabajo de rescate y la confección de las actas correspondía al cuerpo especial de bomberos. Se detuvo en el décimo piso. Allí tenían un apartamento promocional, para mostrar a los futuros clientes y a las agencias de turismo las comodidades del lugar. Aprovechó a conocerlo y, de paso, tomar aliento porque bajar cargando el bolso, con tanto dolor de brazos y de espalda, haciendo equilibrio sobre los tacos altos de las sandalias y calculando cada escalón para no tropezar la habían agotado. Tampoco el departamento tenía electricidad, pero recibía la luz desde una ventana que daba al río. La lluvia había disminuido y se podía ver el puerto y mas allá el agua marrón. No vio ningún velero. Era como si se hubiesen volado por la tormenta, o si los hubiera sepultado la lluvia. Quizá también allí alguien se hubiera ahogado. Otros curiosos que bajaban -uno de ellos seguía en short, y empapado- dijeron que habían llegado los bomberos y se burlaban porque habían traído dos médicos y un buzo táctico para rescatar al ahogado. El de short parecía indignado y se dirigió a ella reprochando el absurdo de la reglamentación policial que requería un buzo para sacar un cuerpo de un lugar donde el agua no pasaba de la altura del ombligo de un hombre normal. ¿Y si la persona estuviera viva o pudiera reanimarse lo dejarían morir igual…?, protestaba. Ella no respondió: el tipo estaba fuera de sí y ni valía la pena averiguar por qué no se había cambiado, ni por qué no se había secado con alguno de los kimonos de toalla que había tirados por la escalera. Ella no llegó a ver al buzo ni a los médicos, pero en los días siguientes, las veces que lo contó, sin llegar a decirlo imaginó una pareja de muchachos de guardapolvos junto a un hombre vestido con traje de neopreno y calzado con aletas de nadador. Es algo natural: son cosas que siempre suceden cuando uno cuenta lo que vio.