– ¿Qué haces ahí como un pasmarote? -silbó la voz de Tander en su oído-. ¡Muévete de una vez, chico!
Dulac se dio cuenta de que llevaba un buen rato parado bajo el dintel de la puerta. Dio un respingo, se puso rápidamente en movimiento y balanceó la bandeja hasta la mesa. El posadero había unido tres de sus sencillas mesas de madera para improvisar algo parecido a una mesa de banquete. Seguía siendo tosca, pero muy larga. Uther estaba sentado en una cabecera, Ginebra en la otra. Dulac no osó mirar a Ginebra directamente, pero también sentía una cierta timidez que le impedía fijar sus ojos en el rostro del rey. Mientras se aproximaba a la mesa con la cabeza inclinada, vio de todas formas que Uther era mucho mayor de lo que imaginaba. Tras la corta conversación con Tander, no se habría asombrado de encontrarse con un hombre que pudiera ser el padre de Ginebra. Pero Uther era lo bastante viejo para ser, pura y llanamente, su abuelo. Uno de los dos guardianes que estaban junto al rey le impidió el paso, pero Uther le hizo una seña y dijo:
– ¡No! Sólo es un niño. No tendrá ninguna intención de envenenarme -se rió despacio, hizo un gesto conciliador con la mano y tomó la jarra de vino de la bandeja de Dulac. Antes de que uno de sus criados o el propio Dulac pudieran impedirlo, se sirvió él mismo un vaso de vino, lo cató, se agitó exageradamente y dijo-: ¿O quizá sí? ¡Posadero!
Tander apareció al momento.
– ¿Señor? -preguntó nervioso.
– ¿Éste es el mejor vino que tienes en tu bodega? -preguntó Uther.
Por decirlo con más precisión: era su único vino; pero Tander respondió de todas maneras:
– El mejor de los mejores, señor. Sólo tengo unas cuantas cubas, reservadas para los huéspedes más especiales. El mismo rey Arturo lo saborea cuando viene por aquí.
– Sí. He oído que Arturo no rehusa jamás un rato de placer -respondió Uther, confiriéndole a la frase un sentido mucho más amplio. Bebió otro trago, agitó su cuerpo de nuevo y puso el vaso con fuerza sobre la mesa-. Bueno, si no hay nada mejor… Trae ya la comida.
Dulac iba a darse la vuelta, pero Uther lo retuvo.
– Tú no.
– ¿Señor? -respondió Dulac desconcertado. ¿Había hecho algo mal?
– ¿Eres el chico del que me ha hablado Ginebra? -preguntó Uther-. ¿El que sirve en el castillo de Camelot?
Dulac asintió, incapaz de decir una palabra.
– Entonces cenarás con nosotros -afirmó Uther-. Ginebra está ansiosa de escuchar historias del rey Arturo y de los caballeros de la Tabla Redonda… Y yo también, si he de decir la verdad. Puede ser, ¿no?
Tras la última frase, Tander, que casi se atraganta, se apresuró a contestar con una inclinación de cabeza.
– Por supuesto, señor. Lo que deseéis -se dio la vuelta y se marchó cerrando la puerta tras de sí. Dulac lo oyó dando órdenes en la cocina.
Uther rió en voz baja.
– Eso le tendrá un rato entretenido -dijo-. Mírame, chico.
El muchacho levantó la cabeza titubeando. El corazón le latía deprisa y los dedos le temblaban; escondió las manos entre los pliegues de su ropa para que los otros no lo descubrieran. No se sentía a gusto en su piel. Dios sabía que no era la primera vez que se encontraba frente a un rey de carne y hueso, aun sin contar a Arturo, pero sí era la primera vez que iba a comer en su misma mesa. De algún modo tenía la impresión de que no resultaba conveniente. Y además allí estaba Ginebra. Ni siquiera se había atrevido a mirar en su dirección, pero intuía la mirada de ella como el roce de una mano ardiente sobre sus omoplatos.
– Como ordenéis, señor -respondió apocado.
Uther frunció el ceño, pero no dijo una palabra y Dulac empleó unos cuantos segundos en lograr mirarlo atentamente.
El rey Uther era realmente tan viejo como había pensado al principio. Hacía tiempo que había rebasado los cincuenta, pero no tenía aspecto achacoso; los años le habían otorgado una expresión solemne y digna de respeto. Su cabello, bastante abundante aún, era blanco y le llegaba hasta los hombros; la barba, del mismo color, estaba cuidadosamente rasurada y le confería un aire de nobleza.
– ¿Contento? -preguntó Uther un rato después.
– ¿Señor?
– Con lo que ves -le aclaró el rey sonriendo-. Quiero decir: ¿cumplo tus expectativas? Seguro que estás acostumbrado a ver reyes y gente de la nobleza.
– Claro, señor -respondió Dulac-. Es sólo que… -se mordió la lengua para no seguir hablando, pero ya era demasiado tarde.
Uther asintió.
– Entiendo. Tras conocer a Ginebra, esperabas encontrarte a un pobre carcamal.
– ¡No, señor! -contestó Dulac con celeridad, lo que era una mentira lisa y llanamente-. Me ha parecido… quiero decir… Vos… bueno, yo.
– ¿Por qué le mortificas tanto, Uther? -se metió Ginebra en la conversación-. Se va a morir de miedo.
La joven se rió y Dulac, titubeando, se dio la vuelta hacia ella.
Ginebra le pareció todavía más hermosa que al mediodía. Llevaba el mismo vestido, pero fruncido a la cintura, y se había puesto una diadema de oro. Si Dulac había visto en alguna ocasión una mujer que se ganara el título de reina, era Ginebra en aquel instante, a pesar de su juventud.
Lo único que no concordaba del todo con su distinción era el brillo burlón de sus ojos.
– No dejes que Uther te tome el pelo -dijo-. A veces le gusta poner a las personas en apuros. Déjale, Uther.
La mirada desconcertada de Dulac fue de Ginebra a Uther y viceversa. Tenía la impresión de que ambos se permitían con él algún tipo de juego que no acababa de comprender.
Gracias a Dios la puerta se abrió en ese momento y Tander y sus dos hijos entraron para servir la cena. A la orden de Uther colocaron un servicio más en la mesa, lo que, si bien provocó en el posadero una mirada de horror, hizo nacer en Dulac un intenso sentimiento de alegría. Nunca habría podido imaginar que fuera a ser servido por Tander. Seguramente lo pagaría amargamente, pero en aquel momento le daba lo mismo.
– Bueno -dijo Uther, cuando ya estuvieron servidos y solos de nuevo-. Háblanos de una vez de Camelot y del rey Arturo.
Dulac titubeó, pero por fin empezó a hablar del castillo y de la vida en la corte. Y una vez que logró sobreponerse, las palabras salieron a raudales de su boca. Habló de Arturo y de sus heroicidades, de los caballeros de la Tabla Redonda y de sus batallas, y de la ecuanimidad de las leyes de Camelot, que desde hacía una generación velaban por la paz y la prosperidad del territorio. Por supuesto, él no había vivido en primera persona ninguno de esos actos, ninguna de esas batallas, pero aquello no le impidió narrarlos con todo tipo de detalles e, incluso, adornarlos con elementos de su propia cosecha. Uther le escuchaba en silencio la mayor parte del tiempo, y sólo le interrumpió para realizar alguna pregunta, pero en ocasiones no podía disimular una sonrisa y un par de veces intercambió una significativa mirada con Ginebra.
– Parece que te manejas bien en la corte -dijo, cuando Dulac llevaba por lo menos una hora hablando, si no más.
– Ya lo veis -respondió el chico con orgullo-. Sólo soy un mozo de cocina, pero casi siempre ando cerca de Arturo.
– Los mozos de cocina y los criados suelen estar mejor informados que los ministros y los generales -contestó Uther-. Dime, Dulac, ¿Dagda sigue cocinando para Arturo y sus caballeros?
El muchacho asintió.
– ¿Conocéis a Dagda?
– Por supuesto -respondió Uther-. Cualquiera que haya estado en Camelot recuerda a Dagda y los exquisitos bocados que prepara en su cocina.
– Vos… vos ¿habéis estado ya en Camelot? -preguntó Dulac perplejo.
– Más de una vez -respondió Uther-. Pero hace muchos años. No me podía imaginar que Dagda todavía viviera -sacudió la cabeza-. ¡Entonces ya debía de tener casi cien años!
– ¿Conocéis al rey Arturo? -quiso cerciorarse Dulac, mirando a Ginebra. Ella sonrió y el brillo burlón de sus ojos se reforzó más todavía. Pero ni siquiera intentó responder a la pregunta, se agachó bajo la mesa para tirarle un trozo de carne a Lobo. Desde que había entrado, Dulac no había vuelto a ver al perro. El animal no había parado de saltar y mover la cola alrededor de Ginebra y había comido más de su comida que ella misma.
– Desde hace tiempo -confirmó Uther por su parte-. Ni yo mismo sé ya cuánto.
– Pero, entonces, ¿por qué os habéis alojado aquí y no en Camelot? -se asombró Dulac.
– Acabamos de nombrar una de las causas -respondió Uther sonriendo-. Las especialidades culinarias de Dagda. Tras la última vez que estuve en Camelot, pasé tres meses sufriendo del estómago.
Sí, Dulac sabía a qué se refería. Uther había tenido suerte si había salido de aquello tan sólo con un ligero dolor de estómago.
– Pero ése no es el único motivo -añadió Uther-. Arturo y yo no nos despedimos como amigos.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó Dulac e, inmediatamente, se sintió avergonzado porque a él no le iba ni le venía saber aquello, pero a Uther pareció no molestarle su curiosidad.
– Eso es lo de menos -respondió sonriendo-. No somos enemigos, si eso es lo que temes. Pero en nuestros últimos encuentros hubo… digamos: una disonancia. Es mejor que pasemos la noche aquí y mañana continuemos viaje. Y más ahora, que Arturo tiene ya bastantes preocupaciones.
– ¿Preocupaciones?
– Mordred -respondió Uther.
Dulac se asustó.
– ¿Lo sabéis?
– Ha estado esta mañana en Camelot -confirmó Uther-. Aunque no nos hayas explicado nada de eso… Lo que, por otra parte, respeto en ti. Saber guardar silencio es una gran virtud.
– ¿Quién os lo ha dicho? -preguntó Dulac.
Uther se rió.
– No es ningún secreto que los pictos van camino del sur -contestó-. Creo que Arturo era el único que lo desconocía. Pero mientras Dagda siga cuidándole, no tengo que preocuparme por él.
– Sobre todo si Mordred y su ejército aceptasen una invitación a comer en el castillo -comentó Dulac.
Uther se rió.
– Eso es cierto. Y una buena manera de acabar, según creo. Se ha hecho tarde. Voy a retirarme.
– Por supuesto, señor -Dulac se levantó de un salto y Uther frunció el ceño.
– ¿Qué pretendes?
– Bueno, habéis dicho que…
– Yo iba a retirarme -le cortó Uther-. No que tú tengas que marcharte -señaló a Ginebra-, Hasta ahora sólo hemos hablado nosotros, pero estoy seguro de que Ginebra tiene mil preguntas para ti. Admira profundamente a Arturo, ¿lo sabías?