No, Dulac prefería no pensar en lo que podría suceder en ese caso. Algún día, lo sabía, ellos iban a pagárselo. Cuando vistiera una armadura y se hubiera ganado su lugar en la Tabla Redonda del rey Arturo…
– Hasta entonces te queda un largo trecho, amigo mío -esta vez Dulac reconoció la voz enseguida. Asustado, se dio la vuelta.
– Y me temo que está un poco alejado para ti -añadió Arturo. Su voz había adquirido un tono de reproche, pero sonreía y Dulac se dio cuenta de que no estaba enfadado.
De todas formas, desanduvo dos o tres pasos y bajó la vista. Dando un respingo, comprendió que había pronunciado parte de sus pensamientos en voz alta, y por eso Arturo los había oído.
– Perdonad, señor -murmuró-. No quería…
– ¿Qué? -le interrumpió Arturo-. ¿Soñar? Por eso no tienes que disculparte. Los sueños son el bien más preciado que los hombres poseen.
Dulac no entendió realmente lo que quería decir, pero estaba tan embargado por la admiración que tampoco era capaz de darle muchas vueltas. Aunque no acostumbraba a pasar ni un solo día sin ver al rey, Arturo no parecía sentir su presencia. Y que le hablara -salvo para comunicarle alguna orden- le resultaba portentoso. Dulac se preguntó si Arturo sabría en realidad quién era él.
– Me temo que yo… yo no entiendo del todo lo que decís -balbuceó.
Para su sorpresa, Arturo sonrió como si él hubiera dicho algo divertido.
– Entonces eres un chico con suerte -dijo y rió despacio-. Así que quieres convertirte en un caballero -añadió tras una breve pausa-. Si es así, tendrás que familiarizarte con el escudo y la espada -miró en todas direcciones-. Es temprano. Los otros tardarán un rato. Si quieres… -Desenvainó la espada y los ojos de Dulac se abrieron de la emoción. Arturo debió de entender mal su gesto, porque bajó rápidamente el arma y dijo en tono tranquilizador-: No tengas miedo. No voy a hacerte nada.
– Lo… lo sé, señor -tartamudeó el chico-. Sólo que me… me he sorprendido. ¿Arturo, rey de Britania, quería enseñarle el arte de la espada a un simple mozo de cocina? Resultaba difícil de creer.
– Palabras -dijo Arturo.
Se dio la vuelta, se dirigió hacia su caballo y regresó un instante después. En la mano llevaba una segunda espada algo más pequeña y ligera; se la entregó a Dulac por el lado de la empuñadura.
– Cógela -le invitó-. No va a morderte.
Dulac la asió con el corazón desbocado. El arma era más pesada de lo que imaginaba y tenía un solo filo y la punta roma, seguramente para ejercitarse sin peligro de salir mal herido. Tampoco había sido forjada con valioso acero como la espada de Arturo, sino con simple hierro. A pesar de eso, cuando asió la espada con miedo se sintió, por decirlo de alguna manera,… bien.
– ¿Has tenido alguna vez una espada en tus manos? -preguntó Arturo-. Quiero decir: para pelear, no para bruñirla o jugar con ella sin ser visto.
Dulac negó con la cabeza. Realmente, había desenvainado la espada de Arturo en numerosas ocasiones secretamente. Le gustaba admirar el resplandor de su hoja y blandiría para sentirse un verdadero caballero, pero a la pregunta de Arturo debía responder honestamente que no.
– Entonces, ha llegado el momento de la primera lección -dijo Arturo con una sonrisa-. Pero antes de que comencemos, piensa siempre que un arma no es ningún juguete. Hasta esta espada de adiestramiento resulta peligrosa, puede herir e incluso matar. ¿Lo has comprendido?
– Sí, señor -dijo Dulac respetuosamente.
– Todo bien, entonces -dijo Arturo-. Y ahora… atácame.
Dulac no se movió.
– Vamos -dijo Arturo animoso-. Sin miedo. Coge tu espada e intenta tocarme con ella.
– ¿Estáis… seguro, señor? -preguntó Dulac.
– Claro que estoy seguro -contestó Arturo. Su voz sonó algo impaciente-. ¿A qué esperas? ¡Atácame!
El muchacho agarró la espada con ambas manos… y, un momento después, Arturo estaba jadeando de espaldas en el suelo, mientras miraba atónito la espada cuya punta Dulac apoyaba en su garganta.
Nadie estaba más asustado que el propio Dulac. Con un movimiento de horror, saltó hacia atrás, dejó caer el arma y sus ojos desconcertados fueron de sus manos a Arturo, y viceversa.
– ¡Disculpad, señor! -balbuceó-. Por favor, ¡no me lo tengáis en cuenta! Yo… no sé cómo… Oh…
Enmudeció cuando comprendió que Arturo no escuchaba sus palabras. El rey se levantó inseguro, observó a Dulac y, luego, con ojos de desamparo buscó el lugar al que había volado su espada.
– ¿Cómo lo has hecho? -se asombró.
– No lo sé, señor -respondió Dulac, y era cierto. No sólo no tenía ni la más remota idea, sino que tampoco recordaba exactamente lo que había hecho. Todo había ocurrido muy deprisa-. ¡Por favor, disculpadme, señor! ¡No quería heriros! No sé cómo…
– Tengo que haber tropezado -murmuró Arturo-. Qué torpe por mi parte. Levanta tu espada, vamos a intentarlo otra vez.
– Mejor no, señor -dijo Dulac-. No creo que…
Arturo se agachó para recoger su arma, se levantó enérgicamente e insistió:
– ¡Levanta tu espada e inténtalo otra vez!
Era una orden que Dulac no podía rebatir. Con manos temblorosas levantó la espada de adiestramiento y miró a Arturo.
– Realmente no quiero hacer esto, señor -dijo-. Quiero decir…
– Pero yo quiero que lo hagas -le interrumpió el rey. Su voz ya no sonaba amistosa-. ¡Atácame!
– Como ordenéis, señor -suspiro Dulac.
Cuando Arturo se levantó por segunda vez del suelo, su rostro había perdido buena parte de su color y un hilillo de sangre manaba a través de una herida de su cuello. Su espada había salido volando tan lejos que no se distinguía en la oscuridad.
– Lo… lo… lo siento muchísimo, señor -volvió a balbucear Dulac. Estaba próximo a las lágrimas. ¡Había vertido la sangre del rey! Daba lo mismo que lo hubiera hecho a propósito o no, merecía la muerte.
– Ah, ¡cierra la boca! -gruñó Arturo. Se levantó, palpó su cuello y miró con el ceño fruncido la sangre adherida a sus dedos.
– Así que no has tenido nunca una espada en tus manos, ¿no? -gruñó-. O tienes un talento natural o eres el mayor mentiroso con el que me he topado jamás.
– Yo os juro, señor, que no… no sé lo que ha sucedido -tartamudeó Dulac, y decía la verdad. Sólo recordaba que… algo había ocurrido. Como si no hubiera sido él quien hubiera blandido la espada, sino la espada quien le hubiera dirigido a él, y tan rápido que ni siquiera había planeado sus propios movimientos.
Temblando de miedo, cayó sobre sus rodillas y hundió la cabeza.
– ¡Perdonadme, señor! -imploró-. Por favor, no me matéis. Os juro que no ha sido intencionado.
Arturo lo observó con una mirada lúgubre, luego se dio la vuelta y se arrodilló junto a la orilla del río para lavarse la sangre del cuello.
– Puedes irte -murmuró.
– ¿Irme? -Dulac levantó incrédulo la cabeza-. ¿Queréis decir que no vais a castigarme?
– ¿Por qué? -pregunto Arturo malhumorado.
– Os he herido -dijo Dulac.
– ¿Herido? ¡No me hagas reír! Ha sido mi propia torpeza, ¿qué te crees, chico? ¿Tengo que aceptar que un mozo de cocina me gane con la espada? -sacudió la cabeza con fuerza-. Vete de una vez. Ve y busca a Dagda, ese viejo curandero. Que venga deprisa y traiga vendas. Y en lo que se refiere a ti, no quiero verte por la corte en los dos próximos días.
Media hora después se hizo de día, pero no encontró a Dagda. Para decir la verdad: no había empleado mucho tiempo en buscarlo.
Dulac se encontraba al otro lado de la ciudad, pero no sabía muy bien cómo había llegado hasta allí. Continuaba absolutamente turbado. Seguía sin comprender ni un ápice de lo que había ocurrido en la ribera del río, pero algo sí tenía claro: no había sido una simple casualidad y tampoco una torpeza del rey. Seguramente Arturo no era invencible en el manejo de la espada, como decía la mayor parte del mundo (los que no vivían en Camelot, se entiende), pero sí era un caballero con largos años de experiencia. Era del todo imposible que un mozo de cocina que nunca antes hubiera empuñado una espada pudiera desarmarlo, y dos veces seguidas.
Y, sin embargo, eso es lo que había ocurrido.
Tenía que hablar con Dagda.
Dulac meditó un momento. No sabía si regresar al castillo, donde a esas alturas Dagda estaría ya sanando las diversas heridas que Arturo y sus caballeros se provocaban cuando se ejercitaban con las armas. Pero el rey le había prohibido muy claramente aparecerse por allí en los dos próximos días, y no tenía ganas de probar hasta dónde llegaba su paciencia. De pronto, recordó que Dagda había emprendido el camino de la posada. Con un poco de suerte todavía podría encontrarlo y les daría tiempo a conversar de regreso al castillo.
Se puso rápidamente en camino. La ciudad despertaba a su alrededor cuando llegó, las calles estaban llenas de gente enfrascadas en su trabajo.
La posada todavía estaba en silencio. No había ninguna luz encendida, pero se oían ruidos que provenían de la cocina y, cuando fue hacia allí, se chocó con Tander, todavía muy dormido y del mismo humor de siempre: detestable.
– ¿Qué haces aquí, holgazán? -le espetó antes de que Dulac dijera una sola palabra-. Hace horas que tendrías que estar en el castillo, trabajando.
– El… el rey me ha mandado -improvisó el joven- para buscar a Dagda.
– Ha estado aquí -gruñó Tander-. Pero llegas tarde.
– ¿Se ha marchado ya?
– Sólo ha estado un momento -dijo Tander contrariado-. Ha hablado con Uther y su esposa.
– ¿Has oído lo que han dicho? -preguntó Dulac.
Tander entrecerró los ojos.
– ¿A ti qué te importa? ¿Estás acusándome de espiar a mis huéspedes?
No, no quería acusarle. Simplemente sabía que era así.
– ¿Ya no tratas conmigo? -preguntó Tander enfurecido cuando vio que el otro no respondía enseguida. Dulac bajó la cabeza por si acaso-. Pero, claro, casi lo había olvidado: ahora eres especial, desde que cenas con reyes y das paseos nocturnos con reinas…
Dulac decidió no contestar tampoco, pero con eso ya contaba Tander, porque siguió sin apenas una pausa:
– No te alegres demasiado pronto. En cuanto esta tarde llegues del trabajo, se te habrá acabado la buena vida.
Dulac logró evitar preguntar a que buena vida se estaba refiriendo. En lugar de eso, encogió los hombros de manera apenas perceptible y dijo despacio: