– Entonces, nosotros somos…

Arturo le interrumpió de nuevo.

– No hemos nacido en este mundo, Dulac; ni tú, ni yo, ni Ginebra, ni otros más. Nosotros venimos de la Tir Nan Og, la Isla de los Inmortales.

– ¿Avalon? -preguntó Dulac. ¿Por qué no se lo decía sencillamente? Ya no tenía importancia.

– Las personas han encontrado muchos nombres para ese lugar -respondió Arturo-. Todos significan lo mismo… el lugar, que nadie de ellos ha visto y que en su interior sienten que existe. Lo anhelan porque allí existe todo lo que nunca podrán tener.

– ¿Merlín también provenía de allí? -preguntó Dulac.

– Era uno de los magos más poderosos del otro mundo -aseguró Arturo.

– Entonces… ¿vos también sois un mago?

Arturo sacudió la cabeza con una sonrisa triste.

– ¿Yo? Oh, no. A veces desearía serlo, pero sólo soy un guerrero. Fui enviado aquí para velar por estas personas. Son un pueblo fuerte y muy orgulloso, pero son jóvenes y todavía tienen mucho que aprender. Merlín y algunos fieles más me acompañaron, pero de eso ha pasado mucho tiempo. Al final sólo quedamos Merlín y yo. Y ahora, sólo yo.

– ¿Y… y yo? -preguntó Dulac.

Arturo sacudió la cabeza con tristeza.

– Durante bastante tiempo esperé que tú fueras aquél cuya venida Merlín me profetizó, pero no lo eres. A veces… -buscó las palabras precisas-. A veces algún niño del otro mundo se pierde en éste, ¿sabes? La mayoría mueren o los matan, porque son distintos y porque las personas siempre temen lo que no entienden. Existe una vieja profecía que dice que uno de esos niños se hará un hombre y socorrerá Camelot en la hora de su mayor desgracia. Durante bastante tiempo, Merlín y yo creímos que tú podías ser ese chico. Pero me temo que no lo eres.

– ¿Porque voy a morir?

– Porque ya lo he encontrado -contestó Arturo con pena-. Vino cuando la desgracia era mayor, salvó Camelot y desapareció de nuevo, como predijo Merlín.

– El Caballero de Plata -conjeturó Dulac-. Lancelot.

– Te habría caído bien -dijo Arturo con una sonrisa-. No era mucho mayor que tú, pero era un caballero que me hizo ver, incluso a mí, lo que era el miedo.

– ¿Por qué se marchó? -preguntó Dulac.

– No lo sé -contestó Arturo despacio-. Quizá sea por lo que acabo de decir. Las personas temen lo que no comprenden, y lo que temen lo odian.

– Pero ¡A vos sí os quieren!

– Nunca les he mostrado mi verdadera fuerza -respondió Arturo-. Y me necesitan. Mi protección y, sobre todo, mi espada. Camelot tiene que seguir existiendo, Dulac. Por eso, debo casarme con Ginebra. Sólo uno de nosotros puede ascender al trono de Camelot. Tiene que ser así. Si Camelot cae, todo el país caerá en la barbarie, de la que nosotros la sacamos.

Dulac sintió que la corriente de agua estaba rezumando ya. Ahora sólo era un chapoteo apenas audible y no ya la violenta riada de energía vital que alcanzaba para toda una vida. Pero esta vez se resistió con desesperación a la debilidad que se apoderaba de él. Había algo que tenía que saber.

– ¿Por qué… me estáis contando todo esto, señor? -preguntó.

– Porque quiero que me perdones -respondió Arturo.

– ¿Perdonaos? Pero qué tendría yo que…

Arturo levantó la mano para que dejara de hablar.

– ¿Realmente crees que yo no noto cómo miras a Ginebra y cómo te mira ella a ti? ¿Que entre vosotros hay mucho más que una simple amistad? No quería mandarte lejos sólo para que tuvieras una buena educación -se encogió de hombros con un gesto de culpabilidad-. Quería sacarte de aquí y me pareció una buena manera. Y tú, en cambio, regresas y ofreces tu vida por mí, sin dudar ni un segundo. Estaré eternamente en deuda contigo.

Dulac sonrió abatido.

– No queda tanto tiempo.

– ¿Te puedo hacer una petición? -preguntó Arturo.

Incluso en su estado, Dulac abrió los ojos con incredulidad. Arturo, ¡el rey!, le preguntaba a él si podía pedirle algo…

– Por supuesto.

– Esta mañana no te he mandado a la cámara del tesoro sin motivo -dijo Arturo-. Aquí en la corte tú eras siempre el que pasaba más tiempo con Merlín. El que estaba más próximo a él. Ordené llevar las cosas de Merlín, sus enseres y sus libros, a la cámara del tesoro. ¿Conoces sus secretos? ¿Sabes cómo los utilizaba?

– No -respondió Dulac. El no había sido el aprendiz de mago de Merlín. Las pocas veces que había sido testigo casual de su magia, aquello que había visto le había asustado demasiado.

Arturo encogió los hombros.

– La ayuda de Merlín me falta dolorosamente. Si recordaras algo, sería muy importante.

– No -dijo Dulac de nuevo-. Lo siento.

– No tienes por qué -contestó Arturo. Le resultaba difícil ocultar la decepción. A pesar de ello, sonrió al levantarse-. Lo más probable es que no fuera tan relevante. Te agradezco que lo hayas intentado.

Iba a darse la vuelta para marcharse, pero Dulac se lo impidió.

– ¿Arturo?

El rey se quedó parado y se giró a medio camino de la puerta.

– ¿Sí?

– ¿Puedo yo también haceros una petición? -preguntó Dulac.

– Por supuesto -contesto Arturo-. Lo que quieras.

– No quiero morir aquí -dijo Dulac-. Haz que me lleven… al lugar donde me encontraron. El sitio en el lago -titubeó un momento-. El pequeño lago que está de camino hacia El jabalí negro, ¿no es allí?

Arturo asintió.

– Es un trayecto largo y pesado para ti -dijo-. Estarías muerto antes de que abandonásemos la ciudad.

– ¿Y? -preguntó Dulac. Sabía que, con toda probabilidad, no superaría el camino hasta el lago. Pero algo tiraba de él hasta allí con una fuerza inusitada. Debía de ser lo que había dicho Arturo: su hogar estaba al otro lado y algo dentro de él le decía que el camino comenzaba en el lago.

Pero había otro motivo, por lo menos tan concluyente como aquél. Su hombro había empezado a dolerle. No mucho, pero sentía que pronto sería peor. No iba a tener una muerte fácil. Iba a sufrir; quizá, hasta a gritar. Y sabía que Ginebra regresaría en cuanto Arturo se marchara. No quería que le viera así.

– Lo siento, Dulac -dijo Arturo con pesar-. Cualquier cosa, menos ésa. Aunque quisiera, sería totalmente imposible. Metimos a Mordred en el calabozo, pero sus guerreros merodean por los bosques colindantes a Camelot. Todo aquel que abandona la ciudad corre gran riesgo. No puedo exigírselo a nadie.

– No -susurró Dulac-. Claro que no.

– Lo siento -dijo Arturo de nuevo-. No lo haría ni por mí mismo.

Pero esa última frase Dulac ya no la oyó.

No murió, pero su alma se aproximaba a ese punto donde ya no hay vuelta atrás; a no ser que fuera posible regresar sin ella.

Aunque inconsciente, tenía muchos dolores. No sabría decir si era a causa de las extrañas alucinaciones y fantasías motivadas por la fiebre o si se si trataba de dolores reales, que de algún modo se habían introducido en sus sueños. El efecto era el mismo. Dulac deseaba morir cuanto antes, y sólo era para escapar de aquel sufrimiento inimaginable que no causaba únicamente estragos en su alma, sino también en su cuerpo.

Pero, en lugar de morir, se despertó de nuevo en medio de la noche. Su alma flotaba de una visión a otra, su cuerpo era torturado por todos los demonios del infierno y, en un primer momento, no pudo decir si los muros de sillería que le rodeaban eran reales o pertenecían a una de las pesadillas en las que se había sumergido durante las últimas horas.

En la oscuridad de alrededor resaltaba una figura, no más que un fantasma ondulante, sin sustancia y sin rostro, pero más negro que la oscuridad y envuelto por un aura amenazadora casi palpable. Dio un paso hacia él, desapareció, surgió de nuevo y sólo tenía cara. Era el hada Morgana, pero antes de que Dulac tuviera tiempo de asustarse, formó sobre él una onda nebulosa, blanca y llameante, y casi apagó su conciencia. Cuando su vista se aclaró otra vez, Morgana estaba inclinada sobre su cama y le aproximaba un cuenco de madera a los labios, pero ya no era Morgana sino Ginebra.

– Bebe -dijo-. Sabe muy mal, pero atenuará tus dolores para que puedas resistirlos.

Dulac obedeció. No habría tenido tuerzas para resistirse. Incluso el acto de tragar le exigió casi más energía de la que disponía, y Ginebra tenía razón: el líquido estaba caliente y sabía asqueroso, pero el efecto prometido se hizo esperar. Aquel insoportable tormento se estaba extendiendo por todo su cuerpo.

Pero su cerebro comenzó a aclararse. Distinguía los rasgos de Ginebra ton nitidez y no daba la impresión de que fuera a convertirse en su sombría contrincante; e, incluso, fue capaz de hablar, aunque en un principio no se trató más que de un tenue susurro.

– Ginebra. ¿Qué… haces aquí? No quiero que…

– No hables -le interrumpió ella. Su voz era desacostumbradamente fría y muy autoritaria. Como si se hubiera dado cuenta de cómo habían sonado sus palabras, sonrió de pronto y añadió con mayor suavidad-: Por lo menos, todavía. Agotas tus fuerzas.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Dulac. La poción mágica que le había dado sí estaba funcionando. Su omoplato seguía traspasado por un fuego candente, pero el dolor no era ya tan insoportable como para desear la muerte.

– Lo que debo -contestó Ginebra-. Arturo no tenía derecho a negarte tu último deseo. Yo haré lo que te ha negado.

Tardó un rato hasta comprender de lo que estaba hablando. Intentó incorporarse, pero estaba extenuado y se hundió hacia atrás con un gemido.

– No te esfuerces -dijo Ginebra y su cara volvió a desvairse, y cuando tomó cuerpo de nuevo, si había quedado una última semejanza con Morgana, ésta había desaparecido ya. Aunque la bebida que le había dado no acababa de vencer el dolor, sí le había liberado finalmente de las garras de la pesadilla.

– Ojalá pudiera hacer más por ti -dijo ella con tristeza-. Desearía poder empezar de nuevo.

– No… no entiendo… -murmuró Dulac.

– Siempre te he querido a ti -los ojos de Ginebra se llenaron de lágrima-. No a Arturo. ¿Por qué hay que perder algo para darse cuenta de lo mucho que te ha importado?

– No tendrías que estar aquí -murmuró Dulac. Dentro, muy dentro de él oía una voz que le preguntaba si ella estaba diciendo la verdad o si no era más que una mentira caritativa para hacer mas llevaderos sus últimos momentos. Se odio por hacerse esa pregunta y se odió mucho más por la respuesta que él mismo se dio.