– Un trono -dijo Mordred con malevolencia.

– También lo voy a tener -dijo Ginebra sonriendo.

– Y Camelot, una nueva reina -añadió Arturo-. Por fin. Y tal vez, si es designio de Dios, un heredero que pueda ascender al trono cuando llegue mi hora.

Sus palabras golpearon como un puñetazo la cara de Mordred. Los ojos del Caballero Negro llamearon de odio.

– Qué satisfactorio para vos, Mylord -dijo con aspereza y señaló en la dirección de Ginebra-. Mylady, os deseo felicidad. Pero si me permitís una pregunta, Arturo…

– ¿Por qué os he invitado? -el rey sonrió-. Pero ¿no os lo podéis imaginar? Mi corazón rebosa de contento y deseo que todo el mundo participe de esa felicidad. No me parece que la guerra y la muerte tengan nada que ver con esto. Por eso, os brindo la paz.

– ¿Estamos en guerra? -preguntó Mordred.

Arturo ignoró la pregunta.

– Pretendo que los festejos duren una semana -dijo-. Todo Camelot participará conmigo de esas fiestas y será feliz. Una semana es mucho tiempo. A lo largo de esos días encontraremos una oportunidad para mitigar nuestras diferencias de opinión, estoy seguro.

Mordred titubeó antes de responder. Dulac intuyó cómo los pensamientos se agolpaban detrás de su frente.

– Es muy amable por vuestra parte, Mylord -dijo-, pero…

– Por supuesto, permaneceréis en el castillo, como mi invitado, hasta entonces -le interrumpió Arturo-. He hecho preparar mis aposentos privados para vos.

– A lo dicho, vuestro ofrecimiento me honra -respondió Mordred. Sus manos comenzaron a temblar ligeramente, para disimularlo cogió de nuevo la copa de estaño-. Sin embargo, no puedo aceptarlo. Es…

– Me temo que no me estáis entendiendo, Mordred -Arturo le interrumpió nuevamente-. Insisto.

Se hizo el silencio. Mordred dejó despacio la copa deformada sobre la mesa y, a continuación, levantó la mirada, aún más despacio.

– Verdaderamente, me temo que no os entiendo -señaló.

– Deseo que os quedéis en Camelot hasta que hayan finalizado los festejos de la boda -contestó Arturo. Seguía sonriendo, pero su voz era tan fría como el hielo y la expresión de sus ojos recordó a Dulac una espada afilada.

– ¿Como vuestro invitado… o como vuestro prisionero? -preguntó Mordred con claridad.

– Esa decisión -respondió el monarca- depende exclusivamente de vos. Pero yo sería muy feliz, si decidierais correctamente.

– Lo haré, Arturo -dijo Mordred-. Podéis tenerlo por seguro.

Pegó un salto hacia delante, su mano derecha desenvainó la espada mientras la izquierda se posaba en el cincho, sacaba un puñal y lo blandía con violencia hacia Arturo. El puñal se transformó en un punto luminoso y tan veloz que la vista humana no podía seguirlo.

Pero Dulac fue más rápido.

No era consciente de lo que hizo. Algo en él -tal vez el Caballero de Plata, que todavía latía dentro de su persona- tomó el control de la situación. Tiró la jarra de vino, que aún tenía entre las manos, sobre Mordred y, con los brazos extendidos, se lanzó sobre Arturo. Lo hizo con tanto impulso que el rey y su silla cayeron de lado, chocaron contra Ginebra, y también ella perdió el equilibrio.

Dulac sintió un golpe suave en un lugar de la espalda cercano al hombro. Supo perfectamente lo que era y esperaba un gran dolor; sin embargo, no fue así. Pero el impacto fue tan fuerte que Arturo, Ginebra y él cayeron juntos. Las dos sillas se reventaron y Dulac pudo oír los gemidos del rey y los gritos de miedo de la joven.

Se desasió del cuerpo del rey y rodó con dificultad al suelo, donde se quedó tumbado boca arriba. Seguía sin sufrir dolor, pero no lograba moverse. Su hombro izquierdo estaba paralizado y no sentía el brazo. Todo parecía irreal y liviano. Oía ruidos de pelea, gritos y el tintineo del acero. Mordred parecía defenderse con todas sus fuerzas, pero Dulac sabía que acabaría perdiendo. Podía ser tan fuerte como diez hombres, pero la superioridad numérica era demasiada, también para él.

Sin embargo, aquello ya no le interesaba lo más mínimo. La sensación de liviandad que le invadía crecía cada vez más. Le daba lo mismo lo que sucediera con Mordred, con los caballeros; sí, incluso con Arturo. Algo muy dentro de él se había roto y sentía con absoluta certeza que iba a morir.

También eso le daba lo mismo. No tenía ningún miedo. Sólo deseaba que Ginebra estuviera con él.

Y su deseo se hizo realidad. El rostro de Ginebra flotó sobre él, enmarcado en una luz suave, rojo cálido, que ahogó todo lo que había alrededor y le otorgó a su semblante un aspecto casi angelical. Alguien había arrancado un trozo del tiempo, pues él no recordaba que hubiera perdido el conocimiento o se hubiera dormido. Sin embargo, ya no yacía en el suelo frente a la chimenea, sino en una cama blanda. Aquellas piedras labradas, cubiertas de tapices y cuadros, pertenecían a las habitaciones privadas de Arturo y la luz provenía de las antorchas encendidas que colgaban de las paredes.

– ¿Está despierto?

Dulac comprendió que la pregunta se refería a él. Quería asentir, pero su cuerpo se negaba a obedecerle.

En su lugar, respondió Ginebra:

– Sí. Pero no sé desde cuándo.

Dulac intentó enfocar su cara para verla con mayor precisión. La luz roja ya no borraba sus rasgos, con lo que podía distinguir lo infinitamente cansada y agotada que se encontraba. Había llorado.

– ¿Qué… qué ha ocurrido? -murmuró.

– No debes hablar, tonto -le reprimió Ginebra-. Sólo conseguirás cansarte.

– Déjalo tranquilo -se oyeron unos pasos y Arturo apareció en su campo de visión. Parecía tan agotado como Ginebra-. Ya no importa. Y tiene derecho a saberlo.

Dulac tenía la sensación de que esas palabras estaban destinadas a darle miedo, pero ese sentimiento no arraigó en él. lili su lugar sintió un profundo agradecimiento.

Se humedeció los labios con la punta de la lengua, para poder hablar con mayor claridad, y pregunto de nuevo:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Me has salvado la vida -respondió Arturo-. La estocada de Mordred me habría matado. Y a Ginebra quizá también. Si tú no te hubieras interpuesto entre nosotros, ahora estaría muerto.

Dulac iba a responder, pero de pronto sus labios estaban tan ásperos que le fue imposible articular palabra. Ginebra se irguió, y volvió un momento después y le aproximó a la boca un elegante vaso plateado. Dulac tragó con grandes y ansiosos sorbos, tosió con dificultad y escupió gran parte del agua sobre las manos de Ginebra. Cuando intentó hablar por segunda vez, todo fue mejor.

– ¿Y qué ha pasado con…?

– ¿Contigo? -Arturo sacudió la cabeza-. Hemos hecho venir al mejor médico de Camelot, pero ese estúpido no sabe diferenciar una hemorragia de un vulgar uñero. ¡Si estuviera aquí Merlín! Pero así…

– Voy a morir -dijo Dulac.

– Tu hombro está destrozado -respondió Arturo-. Me imagino que algunas astillas han traspasado el pulmón. Aunque lograras sobrevivir, tu pulmón quedaría dañado para siempre. La lesión es demasiado grave.

Ginebra comenzó a llorar en silencio y Dulac preguntó:

– ¿Cuánto tiempo?

– Sólo Dios lo sabe -contestó Arturo-. Esta noche, quizá mañana -titubeó-. Puedo darte algo que lo abrevie, si los dolores son muy fuertes.

– No siento dolores -respondió Dulac, y era cierto. No sentía nada.

– Algo es algo -dijo Arturo aliviado-. Me habría gustado tener mejores noticias para ti. Pero no quiero mentirte.

– ¡Todavía… todavía no es seguro que vaya a morir! -protesto Ginebra. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Su voz tembló-. ¡A veces Dios hace milagros!

– ¿Dios? -la expresión de Arturo era de infinita tristeza-. ¿Qué Dios? ¿El suyo? ¿O el nuestro?

– No tienes… que llorar -susurró Dulac-. Su voz se hizo imperceptible. Esta vez se dio cuenta de que su conciencia se extinguía; no bruscamente, sin que lo sintiera, como había ocurrido antes cuando había podido retomar el mismo pensamiento horas después. Ahora era como si se hubiera producido una corriente de agua invisible, que no había notado hasta ese momento, pero que se estaba introduciendo profundamente en él hasta hundirlo. Todavía tenía un poco de tiempo.

– ¿Por qué no? -preguntó Ginebra-. ¿Por qué no puedo llorar si tú mueres? ¿Por qué te lo tomas así? ¿Por qué no te rebelas?

– Porque está bien así -respondió Dulac y creía firmemente esas palabras. No tenía miedo de la muerte y tampoco estaba descontento con su destino. Al contrario. Por fin, había comprendido el motivo por el que había regresado a Camelot. Había pensado que el destino se había permitido una broma macabra con él, llevándolo de nuevo hasta allí, donde debería ver a menudo a Ginebra, lo que le produciría un dolor insoportable que iría minándolo poco a poco.

La realidad era que había regresado para salvar a Arturo. Y si le costaba su propia vida, era un precio mínimo.

– ¿Bien? ¿Qué puede estar bien en la muerte de una persona? -ahora Ginebra ya no lloraba en silencio; sollozaba, rápida y convulsivamente. Su cabeza se hundió hacia delante y su pelo se deslizó hacia un lado. Vio sus orejas. Eran claras, casi blancas, y tan frágiles como la porcelana, como toda ella; pero, además, tenían una peculiaridad: Ginebra llevaba unos adornos, que Dulac nunca había visto antes. En la parte superior de sus orejas destacaban tinas líneas doradas sobre las que brillaban minúsculas piedras preciosas. ¿Qué sentido podrían tener unas joyas tan incómodas de llevar y que quedaban ocultas a la mayoría de las personas?

A no ser que pretendieran ocultar algo.

No dijo nada y tampoco Ginebra reparó en su sobresalto, pero cuando levantó la mirada se encontró con la de Arturo y lo que leyó en ella le hizo estremecerse.

– ¡No quiero que abandones! -gimió Ginebra-. ¡No… no puedes morir!

Arturo le puso delicadamente la mano sobre el hombro.

– Por favor, déjanos solos, Ginebra -dijo.

– ¿Por qué? -la cabeza de Ginebra volvió a su posición normal. Sus ojos refulgieron-. ¿Para que le puedas dar algo y que todo sea más rápido? -echó enfadada la mano hacia un lado y salió corriendo de la habitación.

Arturo la miró entristecido, hasta que ella cerró la puerta de golpe tras de sí, y, después, se dejó caer en el borde de la cama, junto a Dulac; en el mismo sitio donde había estado sentada Ginebra.

– Ella no pensaba eso -dijo-. A veces hacer daño a alguien ayuda a soportar el propio dolor.

– Ella es…

– Como nosotros -le interrumpió Arturo. Se apartó con las dos manos el pelo de la cara y Dulac vio, sin demasiada sorpresa, que sus orejas tenían sendas cicatrices, menos evidentes que las de Dulac, pero exactamente de la misma forma. Como si hubiera tenido las orejas más largas y puntiagudas y se las hubieran cortado-. Como yo -añadió-. Y como tú.