Concluido el juicio, Sánchez Mazas es devuelto otra vez al Uruguay , en una de cuyas celdas pasará los meses siguientes. Las condiciones de vida no son buenas: la comida es escasa; el trato, brutal. También son escasas las noticias que llegan sobre el curso de la guerra, pero conforme ésta avanza incluso los cautivos del Uruguay comprenden que la victoria de Franco está cerca. El 24 de enero de 1939, dos días antes de que las tropas de Yagüe entren en Barcelona, le despierta un rumor inusual, y no tarda en advertir el nerviosismo de los carceleros. Por un momento piensa que lo van a poner en libertad; al momento siguiente piensa que van a fusilarlo. La mañana transcurre entre esas alternativas angustiosas. Hacia las tres de la tarde un agente del SIM le ordena salir de la celda y del barco y subir a un autobús aparcado en el muelle, donde le esperan otros catorce presos procedentes del Uruguay y de la checa de Vallmajor, y los diecisiete agentes del SIM encargados de su custodia. Entre los presos hay dos mujeres: Sabina González de Carranceja y Juana Aparicio Pérez del Pulgar; también están José María Poblador, dirigente jonsista de primera hora y pieza importante en la intentona golpista de julio del 36, y Jesús Pascual Aguilar, uno de los jefes de la quinta columna barcelonesa. Nadie puede en ese momento saberlo, pero, de todos los presos varones que integran el convoy, al cabo de una semana sólo Sánchez Mazas, Pascual y Poblador permanecerán con vida.

El autobús recorre en silencio Barcelona, convertida por el terror de la desbandada y el cielo invernizo en una desolación fantasmal de ventanas y balcones cerrados a cal y canto y de grandes avenidas cenicientas en las que reina un desorden campamental apenas cruzado por furtivos transeúntes que triscan como lobos por las aceras desventradas con caras de hambre y de preparar la fuga, protegiéndose contra la adversidad y contra el viento glacial con abrigos de miseria. Al salir de Barcelona y tomar la carretera del exilio, el espectáculo se torna apocalíptico: un alud despavorido de hombres y mujeres y viejos y niños, de militares y civiles mezclados, cargados con ropas, colchones y enseres domésticos, avanzando penosamente con sus andares inconfundibles de derrotados o subidos a los carros y los mulos de la desesperación, abarrota la calzada y las cunetas, sembradas a trechos de cadáveres de animales con las tripas al aire o de vehículos desahuciados. La caravana avanza con interminable lentitud. De vez en cuando se detiene; de vez en cuando, con una mezcla de asombro, de odio y de insondable fatiga, alguien mira fijamente a los ocupantes del autobús, envidioso de su comodidad y su abrigo, ignorante de su destino de fusilados; de vez en cuando alguien los insulta. De vez en cuando, también, un avión nacional sobrevuela la carretera y escupe unas ráfagas de ametralladora o deja caer una bomba, provocando una estampida de pánico entre los fugitivos y un amago de esperanza entre los presos del autobús, que en algún momento llegan a abrigar la ilusión -pronto desmentida por la estricta vigilancia a que les someten los agentes del SIM- de aprovechar el caos de un ataque para huir campo a través.

Ya es noche cerrada cuando cruzan Gerona y más tarde Banyoles. Luego se internan por una empinada carretera de tierra que serpentea entre bosques en sombra, y al rato se detienen ante un macizo de piedra punteado de luces, como un descomunal galeón zozobrado en medio de la oscuridad envenenada por las órdenes urgentes de los carceleros. Es el santuario de Santa María del Collell. Allí Sánchez Mazas va a pasar cinco días junto a otros dos mil presos llegados de lo que queda de la España republicana, incluidos varios desertores rojos y varios miembros de las Brigadas Internacionales. Antes de la guerra el monasterio era un internado de frailes donde se impartían clases de bachillerato, con aulas de techos altísimos y descomunales cristaleras que daban a patios de tierra y jardines con cipreses, con pasillos profundos y escalinatas de vértigo con pasamanos de madera; ahora el internado ha sido convertido en cárcel, las aulas en celdas, y en los patios, pasillos y escalinatas ya no resuena el guirigay adolescente de los internos, sino las pisadas sin esperanza de los cautivos. El alcaide de la cárcel es un tal Monroy, el mismo que gobernaba con mano de hierro el barco-prisión Uruguay ; sin embargo, en el Collell el régimen carcelario es menos riguroso: no está prohibido hablar con quienes sirven el rancho ni con quienes uno se tropieza al ir y venir de los lavabos; la comida sigue siendo infecta y escasa, pero de vez en cuando aparece en alguna celda un cigarrillo furtivo, que es ávidamente consumido en grupo. La celda que ocupa Sánchez Mazas se halla en el último piso del antiguo internado, y es luminosa y grande; además de él y de varios brigadistas internacionales que no hablan ninguna lengua inteligible, la ocupan el médico Fernando de Marimón, el capitán de navío Gabriel Martín Morito, el padre Guiu, Jesús Pascual y José María Poblador, que apenas puede caminar porque tiene las piernas enfermas de forúnculos. Al segundo día los brigadistas son puestos en libertad y su lugar lo ocupan presos nacionales capturados en Teruel y Belchite; la celda se llena. De vez en cuando se les permite salir a pasear por el patio o por los jardines; no los vigilan agentes del SIM ni carabineros (aunque unos y otros pululan por el santuario): los vigilan soldados tan desnutridos y harapientos como ellos, que se hacen bromas o canturrean entre dientes canciones de moda mientras patean aburridos las piedras del jardín o les miran indiferentes. Las horas de encierro e inactividad fomentan las cábalas: dada la proximidad de la frontera, y sobre todo a partir del momento en que un jerarca como Sánchez Mazas se sumó a su cuerda de presos, muchos acarician la esperanza de ser canjeados en breve, una hipótesis que pierde fuerza a medida que el tiempo transcurre; esas horas propician también el consuelo de la intimidad. Como si mágicamente previera que va a ser uno de los supervivientes del encierro y el único que años más tarde contará el horror de esas horas supremas en un libro minucioso y maniqueo, Sánchez Mazas intima sobre todo con Pascual, que sólo le conoce de oídas y de leer sus artículos en FE., y a quien Sánchez Mazas refiere su odisea de la guerra: le habla de la cárcel Modelo, del nacimiento de su hijo Máximo, de los días inciertos que siguieron a la sublevación, de Indalecio Prieto y de la embajada de Chile, de Samuel Ros y Rosa Krüger , de su viaje clandestino en un camión de hortalizas por una España enemiga en compañía de un niño bien y de una prostituta, de Barcelona y del JMB y de la quinta columna y de su detención y su juicio y del barco-prisión Uruguay.

Al atardecer del día 29, Sánchez Mazas, Pascual y sus compañeros de celda son conducidos a la azotea del monasterio, un lugar que no han pisado nunca y donde se reúnen con otros presos, quinientos en total, tal vez más. Pascual conoce a algunos de ellos, pero apenas puede intercambiar unas pocas palabras con Pedro Bosch Labrús, vizconde de Bosch Labrús, y con el capitán de aviación Emilio Leucona, pues enseguida un carabinero ordena guardar silencio y empieza a dar lectura a una lista de nombres. Porque en su mente vuelve a abrirse paso la esperanza del canje, en cuanto oye el nombre de algún conocido Pascual desea con toda su alma estar incluido en la lista, pero, sin que ninguna razón precisa avale este cambio de parecer, para cuando el carabinero lo pronuncia -poco después del de Sánchez Mazas y justo a continuación del de Bosch Labrús- ya se ha arrepentido de formular ese deseo. Los veinticinco hombres que han sido citados, entre los cuales se hallan todos los que compartían celda con Sánchez Mazas y Pascual, excepto Fernando de Marimón, son conducidos a una celda del primer piso en la que sólo hay algunos pupitres arrimados contra las paredes desconchadas y una pizarra con fechas de efemérides patrióticas garabateadas en tiza. La puerta se cierra tras ellos; se hace un silencio ominoso, roto enseguida por alguien que proclama la inminencia del canje y que consigue distraer la angustia de algunos con la discusión de una conjetura que se desvanece al rato para dejar paso a un pesimismo unánime. Sentado a un pupitre en un extremo de la celda, antes de la cena el padre Guiu confiesa a unos presos, y luego organiza una comunión. Nadie duerme durante la noche: iluminados por la luz gris piedra que entra por el ventanal y que dota a sus caras de una sugestión anticipada de cadáver (aunque conforme pasa el tiempo el gris se espesa y la oscuridad se vuelve real), los presos velan auscultando los ruidos del corredor o buscando el alivio ilusorio de sus recuerdos o de una conversación última. Sánchez Mazas y Pascual están tumbados en el suelo, con la espalda apoyada contra el frío de la pared, con las piernas cubiertas por una manta insuficiente; ninguno de los dos recordará nunca con precisión de qué hablaron durante esa noche brevísima, pero sí los largos silencios que puntuaron su conciliábulo, los susurros de los compañeros y el rumor de sus toses desveladas y de la lluvia cayendo indiferente, asidua, negra y helada sobre las losas del patio y los cipreses del jardín como sigue cayendo mientras el amanecer del 30 de enero cambia lentamente la oscuridad de los ventanales por el color blancuzco de enfermo o de aparecido que tiñe como una premonición la atmósfera de la celda en el momento en que un carcelero les ordena salir.

Nadie ha dormido, todos parecen haber estado esperando aquel momento y, como arrastrados por la urgencia de despejar la incertidumbre, obedecen con diligencia de sonámbulos y se unen en el patio a otro grupo de presos similar al suyo, hasta sumar cincuenta. Aguardan unos minutos, dóciles, silenciosos y empapados, bajo una lluvia fina y un cielo denso de nubes, y al final aparece un hombre joven en cuyos rasgos borrosos reconoce Sánchez Mazas los rasgos borrosos del alcaide del Uruguay. Éste les anuncia que van a trabajar en la construcción de un campo de aviación en Banyoles y les ordena formar en diez filas de cinco en fondo; mientras obedece, ocupando sin pensar el primer lugar de la derecha en la segunda fila, Sánchez Mazas siente que el corazón se le desboca: presa del pánico, comprende que lo del campo de aviación sólo puede ser una excusa, pues carece de sentido construirlo con los nacionales a pocos kilómetros y lanzados a una ofensiva definitiva. Empieza a andar a la cabeza del grupo, desquiciado y temblón, incapaz de pensar con claridad, indagando absurdamente en la expresión neutra de los soldados armados que bordean la carretera una señal o una esperanza, buscando en vano convencerse de que al final de ese trayecto no le aguarda la muerte. A su lado o tras él, alguien intenta justificar o explicar algo que no oye o no entiende, porque cada paso que da absorbe toda su atención, como si pudiera ser el último; a su lado o tras él, las piernas enfermas de José María Poblador dicen basta, y el preso se derrumba sobre un charco y es socorrido y arrastrado por dos soldados de vuelta al monasterio. A unos ciento cincuenta metros de éste, el grupo dobla a la izquierda, abandona la carretera y se interna en el bosque por un sendero ascendente de tierra caliza que desemboca en un claro: una alta explanada rodeada de pinos. De la espesura brota entonces una voz militar que les ordena detenerse y dar media vuelta a la izquierda. El terror se apodera del grupo, que se paraliza con una unanimidad de autómata; casi todos sus miembros giran a la izquierda, pero el espanto confunde el instinto de otros que, como el capitán Gabriel Martín Morito, giran a la derecha. Transcurre entonces un instante eterno, durante el cual Sánchez Mazas piensa que va a morir. Piensa que las balas que van a matarlo vendrán de su espalda, que es de donde ha brotado la voz de mando, y que, antes de que muera porque las balas lo alcancen, éstas tendrán que alcanzar a los cuatro hombres que forman tras él. Piensa que no va a morir, que va a escapar. Piensa que no puede escapar hacia su espalda, porque los disparos vendrán de allí; ni hacia su izquierda, porque correría de vuelta a la carretera y los soldados; ni hacia delante, porque tendría que salvar una muralla de ocho hombres despavoridos. Pero (piensa) sí puede escapar hacia la derecha, donde a no más de seis o siete metros un espeso breñal de pinos y maleza promete una posibilidad de esconderse. «Hacia la derecha», piensa. Y piensa: «Ahora o nunca». En ese momento varias ametralladoras emplazadas a espaldas del grupo, justo en la dirección de la que ha surgido la voz de mando, empiezan a barrer el claro; tratando de protegerse, instintivamente los presos buscan el suelo. Para entonces Sánchez Mazas ya ha alcanzado el breñal, corre entre los pinos arañándose la cara y oyendo aún el tableteo sin compasión de las ametralladoras, finalmente da un tropezón providencial que lo arroja, rodando sobre el fango y las hojas mojadas, por el barranco donde se quiebra la explanada, hasta aterrizar en una hoya encharcada en la que desemboca un arroyo. Porque imagina con razón que sus perseguidores le imaginan alejándose cuanto le sea posible de ellos, decide guarecerse allí, relativamente cerca del claro, encogido, jadeante, empapado y con el corazón latiéndole en la garganta, tapándose como puede con hojas y barro y ramas de pino, oyendo los tiros de gracia sobre sus desdichados compañeros de grupo y luego los ladridos acuciantes de los perros y los gritos de los carabineros apremiando a los soldados a dar con el fugitivo o los fugitivos (porque Sánchez Mazas aún ignora que, contagiado por su impulso irracional de huida, también Pascual ha logrado escapar a la matanza). Durante un tiempo que no sabe si computar en minutos o en horas, mientras, para taparse con barro, araña sin descanso la tierra hasta sangrar por las uñas y reflexiona que la lluvia que no cesa de caer impedirá a los perros seguir su rastro, Sánchez Mazas continúa oyendo gritos y ladridos y disparos, hasta que en algún momento siente que algo se remueve a su espalda y se vuelve con una urgencia de alimaña acosada.