Así que en 1929, de regreso en Madrid, Sánchez Mazas ya había tomado la decisión de consagrarse por entero a lograr que ese tiempo también volviera a España. En cierto modo lo consiguió. Porque la guerra es por excelencia el tiempo de los héroes y los poetas, y en los años treinta poca gente empeñó tanta inteligencia, tanto esfuerzo y tanto talento como él en conseguir que en España estallara una guerra. A su vuelta al país, Sánchez Mazas entendió enseguida que para alcanzar su objetivo no sólo era preciso fundar un partido cortado por el mismo patrón del que había visto triunfar en Italia, sino también hallar un condotiero renacentista cuya figura, llegado el momento, catalizase simbólicamente todas las energías liberadas por el pánico que la descomposición de la Monarquía y el triunfo inevitable de la República iban a generar entre los sectores más tradicionales de la sociedad española. La primera empresa tardó todavía un tiempo en cuajar; no así la segunda, pues José Antonio Primo de Rivera vino a encarnar de inmediato la figura del caudillo providencial que Sánchez Mazas buscaba. La amistad que los unió a ambos fue sólida y perdurable (tanto que una de las últimas cartas que escribió José Antonio desde la cárcel de Alicante, en vísperas de su fusilamiento el 20 de noviembre del 36, estaba dirigida a Sánchez Mazas); tal vez lo fue porque estuvo basada en un equitativo reparto de papeles. José Antonio poseía en efecto todo aquello de lo que carecía Sánchez Mazas: juventud, belleza, coraje físico, dinero y prosapia; lo contrario también es cierto: armado de su experiencia italiana, de sus muchas lecturas y de su talento literario, Sánchez Mazas se convirtió en el más atendido consejero de José Antonio y, una vez fundada la Falange, en su principal ideólogo y propagandista y en uno de los fundamentales forjadores de su retórica y sus símbolos: Sánchez Mazas propuso, como símbolo del partido, el yugo y las flechas, que había sido el símbolo de los Reyes Católicos, acuñó el grito ritual de «¡Arriba España!», compuso la celebérrima Oración por los muertos de Falange, y a lo largo de varias noches de diciembre de 1935 participó, junto con José Antonio y con otros escritores de su círculo Jacinto Miquelarena, Agustín de Foxá, Pedro Mourlane Michelena, José María Alfaro y Dionisio Ridruejo-, en la escritura de la letra del Cara al sol , en los bajos del Or Kompon, un bar vasco situado en la calle Miguel Moya de Madrid.

Pero Sánchez Mazas aún iba a tardar algún tiempo en convertirse en el principal proveedor de retórica de la Falange, como lo llamó Ramiro Ledesma Ramos. Cuando llegó a Madrid en 1929, aureolado por su prestigio de escritor cosmopolita y por sus ideas novísimas, nadie en España pensaba seriamente en fundar un partido de corte fascista, ni siquiera Ledesma, que un par de años más tarde crearía las JONS, el primer grupúsculo fascista español. Como la otra, la vida literaria, sin embargo, se radicalizaba por momentos al calor de las convulsiones que sacudían Europa y de los cambios que se vislumbraban en el horizonte político español: en 1927 un joven escritor llamado César Arconada, que había profesado el elitismo orteguiano y que no tardaría en engrosar las filas del partido comunista, resumía el sentir de mucha gente de su edad cuando declaraba que «un joven puede ser comunista, fascista, cualquier cosa, menos tener viejas ideas liberales». Ello explica en parte que tantos escritores del momento, en España y en toda Europa, cambiaran en pocos años el esteticismo deportivo y lúdico de los felices veinte por el combate político puro y duro de los feroces treinta.

Sánchez Mazas no fue ninguna excepción. De hecho, toda su actividad literaria en la época anterior a la guerra se limita a la escritura de innumerables artículos de prosa aguerrida donde la definición de la estética y la moral falangistas -hechas de deliberado confusionismo ideológico, de mística exaltación de la violencia y el militarismo y de cursilerías esencialistas que proclamaban el carácter eterno de la patria y de la religión católica- convive con un propósito central que, como afirma Andrés Trapiello, consistía básicamente en hacer acopio de citas de historiadores latinos, pensadores alemanes y poetas franceses que sirvieran para justificar la razia cainita que se avecinaba. La actividad política de Sánchez Mazas, en cambio, fue en estos años frenética. Después de participar en varios intentos de crear un partido fascista, en febrero de 1933, junto con el periodista Manuel Delgado Barreto, José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma Ramos, Juan Aparicio y Ernesto Giménez Caballero -con quien durante años mantendría una pugna no siempre soterrada por hacerse con el liderazgo ideológico del fascismo español, que acabó ganando-, Sánchez Mazas fundó el semanario El Fascio, que supuso el primer encuentro de las distintas tendencias nacionalsindicalistas que acabarían confluyendo en la Falange. El primer y único número de El Fascio apareció un mes más tarde y fue de inmediato prohibido por las autoridades, pero el 29 de octubre del mismo año se celebró en el Teatro de la Comedia de Madrid el acto fundacional de Falange Española, y Sánchez Mazas, a quien meses más tarde se le asignó el carnet número cuatro del partido (Ledesma tenía el uno; José Antonio el dos; Ruiz de Alda el tres; Giménez Caballero el cinco), fue nombrado miembro de su Junta Directiva. Desde aquel momento y hasta el 18 de julio de 1936 su peso en el partido -un partido que antes de la guerra nunca consiguió atraer a lo largo de la geografía española más que a unos centenares de militantes, y que en todas las elecciones a las que se presentó jamás cosechó más que unos miles de votos, pero que iba a resultar decisivo para el devenir de la historia del país- fue determinante. Durante esos años de hierro Sánchez Mazas pronunció discursos, intervino en mítines, diseñó estrategias y programas, redactó ponencias, inventó consignas, aconsejó a su jefe y, sobre todo a través de FE., el semanario oficial de la Falange -donde se encargaba de una sección titulada «Consignas y normas de estilo»-, difundió en artículos anónimos o firmados por él mismo o por el propio José Antonio unas ideas y un estilo de vida que con el tiempo y sin que nadie pudiera sospecharlo -y menos que nadie el propio Sánchez Mazas- acabarían convertidos en el estilo de vida y las ideas que, primero adoptadas como revolucionaria ideología de choque ante las urgencias de la guerra y más tarde rebajadas a la categoría de ornamento ideológico por el militarote gordezuelo, afeminado, incompetente, astuto y conservador que las usurpó, acabarían convertidas en la parafernalia cada vez más podrida y huérfana de significado con la que un puñado de patanes luchó durante cuarenta años de pesadumbre por justificar su régimen de mierda.

Sin embargo, en la época en que se incubaba la guerra las consignas que difundía Sánchez Mazas aún poseían una flamante sugestión de modernidad que los jóvenes patriotas de buena familia y violentos ideales que las acataban contribuían a afianzar. Por entonces a José Antonio le gustaba mucho citar una frase de Oswald Spengler, según la cual a última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización. Por entonces los jóvenes falangistas sentían que eran ese pelotón de soldados. Sabían (o creían saber) que sus familias dormían un inocente sueño de beatitud burguesa, ignorantes de que una ola de impiedad y de barbarie igualitaria iba a despertarlas de golpe con un tremendo fragor de catástrofe. Sentían que su deber consistía en preservar por la fuerza la civilización y evitar la catástrofe. Sabían (o creían saber) que eran pocos, pero esta mera circunstancia numérica no les arredraba. Sentían que eran los héroes. Aunque ya no era joven y carecía de la fuerza y el coraje físico y hasta de la convicción precisa para serlo -pero no de una familia cuyo inocente sueño de beatitud preservar-, Sánchez Mazas también lo sintió, y por eso abandonó la literatura para entregarse con empeño sacerdotal a la causa. Esto no le impedía frecuentar con José Antonio los salones más selectos de la capital, ni secundarle en algunas de sus sonadas excentricidades de señorito, como las Cenas de Carlomagno, unos banquetes enfáticamente suntuosos que una vez al mes se celebraban en el Hotel París para conmemorar al emperador y, sobre todo, para protestar con su rigurosa exquisitez aristocrática contra la vulgaridad democrática y republicana que acechaba más allá de las paredes del hotel. Pero las reuniones más asiduas de José Antonio y su séquito perpetuo de futuros poetas soldados se celebraban en los bajos del Café Lyon, en la calle Alcalá, en un lugar conocido como La Ballena Alegre, donde discutían acaloradamente, hasta altas horas de la noche, de política y de literatura, y donde convivían en una atmósfera de cordialidad inverosímil con jóvenes escritores de izquierdas con quienes compartían inquietudes y cervezas y conversaciones y bromas y cordiales insultos.

El estallido de la guerra iba a trocar esa hostilidad afectuosa e ilusoria en una hostilidad real, aunque el imparable deterioro de la vida política durante los años treinta ya había anunciado a quien quisiera verlo la inminencia del cambio. Quienes meses o semanas o días atrás habían conversado frente a una taza de café, a la salida de un teatro o de la exposición de un amigo común, se veían enzarzados ahora desde bandos opuestos en peleas callejeras que no desdeñaban el estampido de los disparos ni la efusión de la sangre. La violencia, en realidad, venía de antes y, a pesar de las protestas victimistas de algunos dirigentes del partido, reacios a ella por temperamento y por educación, lo cierto es que la Falange la había alimentado sistemáticamente con el fin de hacer insostenible la situación de la República, y que el uso de la fuerza se hallaba en el mismo corazón de la ideología del falangismo, que, como todos los demás movimientos fascistas, adoptó los métodos revolucionarios de Lenin, para quien bastaba una minoría de hombres valerosos y decididos -el equivalente del pelotón de soldados de Spengler- para tomar el poder con las armas. Como José Antonio, Sánchez Mazas fue también uno de esos falangistas renuentes, a ratos y en teoría, al empleo de la violencia (en la práctica la fomentó: lector de Georges Sorel, que la consideraba un deber moral, sus escritos son casi siempre una incitación a ella); por eso en febrero de 1934, en la Oración por los muertos de la Falange, compuesta a petición de José Antonio para frenar los ímpetus de venganza de los suyos después del asesinato del estudiante Matías Montero en una refriega callejera, escribió que «a la victoria que no sea clara, caballeresca y generosa preferimos la derrota, porque es necesario que mientras cada golpe del enemigo sea horrendo y cobarde, cada acción nuestra sea la afirmación de un valor y de una moral superiores». El tiempo demostró que esas hermosas palabras no eran más que retórica. El 16 de junio de 1935, en una reunión celebrada en el Parador de Gredos, la Junta Política de Falange, convencida de que nunca alcanzaría el poder por la fuerza de las urnas y de que peligraba su existencia misma como partido político, pues la República lo consideraba con razón una amenaza permanente para su supervivencia, tomó la decisión de lanzarse a la conquista del poder mediante la insurrección armada. Durante el año que siguió a esa reunión las maniobras conspiratorias de Falange -plagadas como estuvieron de innumerables recelos, escrúpulos, salvedades y dudas que traducían tanto su escasa confianza en las propias posibilidades de triunfo como los justificados y a la postre premonitorios temores de su jefe ante la posibilidad de que el partido y su programa revolucionario fueran engullidos por la previsible alianza entre el ejército y los sectores sociales más conservadores que apoyarían el golpe- no cesaron ni un instante, hasta que el 14 de marzo de 1936, después de ser arrasada en las elecciones de febrero de ese mismo año, la Falange fue descabezada cuando la policía cerró su local de la calle Nicasio Gallego, detuvo a su Junta Política en pleno y prohibió sine die el partido.