– Hágalo. -Angelats continuó caminando-. Y, si resulta que lo escribió, me gustaría que me lo enviara. Seguro que habla de nosotros, ya le he dicho que él siempre nos decía que le salvamos la vida. Me haría mucha ilusión leer ese libro. Lo comprende, ¿verdad?

– Claro -dije y, sin acabar de sentirme del todo sucio, añadí-: Pero no se preocupe: en cuanto lo encuentre se lo enviaré.

Al día siguiente, apenas llegué al periódico fui al despacho del director y negocié un permiso.

– ¿Qué? -preguntó, irónico-. ¿Otra novela?

– No -contesté, satisfecho-. Un relato real.

Le expliqué qué era un relato real. Le expliqué de qué iba mi relato real.

– Me gusta -dijo-. ¿Ya tienes título?

– Creo que sí -contesté-. Soldados de Salamina.