Do not move
Let the wind speak
That is paradise

Horas más tarde le despertó la ansiedad. El sol brillaba en el centro del cielo, y aunque aún le quedaba una punzada de dolor en los músculos, el sueño le había devuelto una parte del ánimo y las fuerzas quemadas durante los últimos días en la desesperación de aferrarse a la vida, pero apenas se desembarazó de la manta de María Ferré y oyó en el silencio del prado un rumor multitudinario y remoto de motores en marcha comprendió el motivo de su desazón. Fue hasta un extremo del prado y desde allí, emboscado sin necesidad, contempló a lo lejos el desfile de una larga columna de camiones y soldados republicanos que invadían la carretera de Banyoles. Aunque en el futuro inmediato volvería a sentir muchas veces la proximidad amenazante del ejército enemigo, sólo aquella mañana la percibió como un peligro que lo obligó a regresar a su cama improvisada, recoger la manta y el paquete de comida y esconderse en la linde del bosque. Allí, en un refugio construido a base de piedra y ramas que proyectó aquella misma tarde pero no empezó a levantar hasta el amanecer siguiente, pasó casi sin moverse la mayor parte de los tres días siguientes. Al principio la construcción del refugio le mantuvo ocupado, pero luego el tiempo se le iba tendido en el suelo y a ratos durmiendo, recuperando unas fuerzas que, según previó, podía necesitar en cualquier momento, rebuscando en su memoria cada instante olvidado de su aventura de guerra y sobre todo imaginando cómo la contaría una vez que fuera liberado por los suyos, una liberación que, aunque la lógica de los hechos imponía que estaba cada vez más próxima, su impaciencia sentía cada vez más lejana. No hablaba con nadie salvo con María Ferré o con su padre, con quienes charlaba un rato en el pajar cuando venían a oscuras a traerle la comida, y sólo la noche en que el hombre le permitió entrar en la casa para cenar con ellos habló también con dos desertores republicanos conocidos de la familia, quienes, mientras comían un poco y se calentaban junto al fuego antes de proseguir su camino hacia Banyoles, les informaron de que esa mañana las tropas nacionales habían entrado en Gerona.

El día siguiente transcurrió con normalidad; al otro todo cambió. Como cada mañana, Sánchez Mazas se levantó con el sol, cogió el paquete de comida que le habían traído de Mas Borrell y se encaminó al Mas de la Casa Nova; al cruzar el cauce del arroyo tropezó y cayó. No se hizo daño, pero se rompió las gafas. El hecho, que en circunstancias normales le hubiera contrariado, ahora le desesperó: padecía una aguda miopía, y sin el concurso de los cristales la realidad era sólo un puñado ininteligible de manchas. Sentado en el suelo, con las gafas rotas en las manos, maldijo su torpeza; a punto estuvo de echarse a llorar de rabia. Sobreponiéndose a la adversidad, remontó a gatas el cauce del arroyo, y a tientas y guiándose por la costumbre de los últimos días buscó el refugio del prado.

Fue entonces cuando oyó que le daban el alto. Parándose en seco y levantando instintivamente las manos, distinguió a una distancia como de quince metros, destacándose apenas contra el verde confuso del bosque, tres figuras borrosas que empezaron a avanzar hacia él en actitud de expectativa y acecho. Cuando estuvieron más cerca Sánchez Mazas advirtió que eran soldados republicanos, que eran muy jóvenes, que le apuntaban con dos pistolas del nueve largo, que estaban tan nerviosos y asustados como él, y su aire desharrapado de fugitivos y la disparidad sin disciplina de sus uniformes le hizo suponerlos desertores, pero no le dio tiempo de indagar la forma de averiguarlo porque el que llevaba la voz cantante le sometió a un interrogatorio que se prolongó durante casi media hora de tensión, tanteos y medias palabras, hasta que Sánchez Mazas resolvió que aquel encuentro fortuito, justo después de romperse las gafas, sólo podía ser una jugada favorable del destino y decidió apostar el todo por el todo y reconocer que llevaba seis días vagando por el bosque a la espera de la llegada de los nacionales.

Esta confesión deshizo el equívoco. Porque, aunque la peripecia de los tres soldados no había hecho más que empezar, el propósito que la animaba era idéntico al de Sánchez Mazas. Dos de ellos eran los hermanos Figueras, Pere y Joaquim; el otro se llamaba Daniel Angelats. Pere era el mayor de los tres; también el más capaz y el más inteligente. Aunque en la adolescencia no había conseguido convencer a su padre -un negociante trapacero pero muy respetado en Cornellá de Terri- de que costeara sus estudios de derecho en Barcelona y por ello tuvo que quedarse en el pueblo ayudando a la familia en su pequeño negocio de ajos, desde niño su indiscriminada avidez de lector, alimentada en la biblioteca de la escuela y en el Ateneo Popular, le refinó el entendimiento y le dotó de una cultura muy superior a la del común. El entusiasmo colectivo despertado por la proclamación de la República atrajo su atención hacia la política, pero hasta después de los hechos de octubre del 34 no empezó a militar en Esquerra Republicana de Catalunya, y la sublevación del verano del 36 le sorprendió acabando de cumplir el servicio militar en un cuartel de infantería de Pedralbes, donde el 19 de julio, más temprano de lo habitual, le despertaron con una intempestiva ración de coñac en el desayuno y con el anuncio de que esa mañana iba a desfilar por Barcelona en honor de la Olimpíada del Pueblo; sin embargo, antes del mediodía ya se había pasado con armas y bagajes, junto con otros soldados de su destacamento, a una columna de obreros anarquistas que en una avenida del centro los conminó a que se uniesen a ellos. Durante toda la tarde y la noche de ese lunes tremendo peleó por las calles para sofocar la rebelión, y en el delirio revolucionario de los días que siguieron, exasperado por las timideces e indecisiones del gobierno de la Generalitat, se sumó al ímpetu libertario de la columna Durruti y partió a la conquista de Zaragoza. No obstante, como ni la borrachera de la victoria sobre los facciosos ni la vehemencia idealista de sus muchas lecturas habían anulado del todo su sentido común de campesino catalán, pronto intuyó su error y, una vez se hubo convencido con los hechos de que era imposible ganar una guerra con un ejército de aficionados entusiastas, a la primera oportunidad ingresó en el ejército regular de la República. Bajo su disciplina combatió en la Ciudad Universitaria de Madrid y en el Maestrazgo, pero a principios de mayo del 38 una bala perdida que le agujereó limpiamente un muslo le deparó una convalecencia de meses, primero en improvisados hospitales de campaña y por fin en el hospital militar de Gerona. Allí, en medio del desorden de fin del mundo que reinaba en la ciudad en los días de la retirada, fue a buscarlo su madre. Aunque acababa de cumplir veinticinco años, Pere Figueras era para entonces un hombre viejo, fatigado y sin ilusiones, un poco sonámbulo, pero ya ni siquiera cojeaba, así que pudo seguir a su madre de vuelta a casa. Para su sorpresa, en Can Pigem les aguardaban, además de sus hermanas, su hermano Joaquim y Daniel Angelats, quienes esa misma mañana habían aprovechado el terror y la confusión sembrados por una bomba caída en la fábrica Grober de Gerona, cerca de la cual se habían detenido a repostar gasolina, para eludir la vigilancia del comisario político de su compañía y huir hacia Cornellá de Terri a través del casco antiguo de la ciudad. Joaquim y Angelats se habían conocido dos años atrás, cuando con apenas diecinueve fueron reclutados y, después de tres meses de instrucción militar en el santuario del Collell, enviados como miembros de la Brigada Garibaldi al frente de Aragón. Su bisoñez les ahorró muchos sinsabores: a ella y a su aire de adolescentes inmaduros para el combate le debieron la fortuna de ser devueltos de inmediato a la retaguardia -primero a Binéfar y más tarde a Barcelona y por fin a Vilanova i la Geltrú, donde se les integró en un batallón de artillería de costas compuesto en su mayor parte por heridos y mutilados y donde durante meses jugaron a la guerra-, pero cuando la República sintió que su destino se jugaba en las playas del Ebro incluso ellos fueron enviados a contener a la desesperada, con sus viejos e ineficientes cañones, la ofensiva nacionalista. Desmoronado el frente, llegó la desbandada: a lo largo del litoral mediterráneo los restos en jirones del ejército republicano se retiraban sin orden en dirección a la frontera, hostigados sin descanso por el fuego de los aviones alemanes y por las continuas maniobras envolventes de Yagüe, Solchaga y Gambara, que encerraban en bolsas sin salida (o sin otra salida que el mar) a cientos de prisioneros aterrados por los alaridos de los regulares. Huérfanos de convicciones políticas, hambrientos, derrotados y hartos de guerra, reacios a la agonía del exilio, persuadidos por la propaganda franquista de que, a menos que tuvieran las manos manchadas de sangre, nada tenían que temer de los vencedores excepto la restauración del orden quebrantado por la República, Figueras y Angelats no tenían a esas alturas otra ambición que conservar el pellejo, eludir la vesania sin límites de los moros y aprovechar la primera distracción de sus mandos para tomar el camino de sus casas y esperar allí a los nacionales.

Así lo hicieron. Pero la misma tarde en que llegaron al hogar de los Figueras un hecho los convenció de que aquel caserón situado justo al borde de la carretera de Banyoles y frente a la estación del ferrocarril no era un refugio seguro para desertores. Mientras acosados a preguntas por la familia saciaban su hambre atrasada en compañía de Pere Figueras sin haberse siquiera despojado de sus uniformes de soldados, oyeron un rumor de motores deteniéndose frente a Can Pigem. Según Joaquim Figueras, fue su madre quien, intuyendo el peligro que corrían, los conminó a que subieran al piso de arriba y se escondieran bajo la enorme cama de la habitación de matrimonio. Desde allí oyeron los golpes en la puerta, las voces desconocidas conversando en el comedor recogido de urgencia, y luego el ruido de las botas militares subiendo la escalera y recorriendo el piso de arriba hasta que las vieron entrar en la habitación; eran dos pares: unas, que aguardaban en el dintel, estaban cuarteadas y polvorientas; las otras, viejas pero recién abrillantadas, todavía marciales, taconearon un poco sobre el piso de baldosas hasta que los hermanos Figueras y Angelats, conteniendo la respiración bajo la cama, oyeron que una voz suave y acostumbrada al mando pedía que se le acondicionara la alcoba para pasar la noche. Apenas volvieron a quedarse a solas, los tres desertores tomaron casi sin palabras la única decisión posible e, instintivamente persuadidos de que sólo la rapidez podía contrarrestar la obligada temeridad de la maniobra, salieron de su escondrijo y, sin mirar a nadie y tratando de que la rigidez de sus movimientos no traicionara su prisa, bajaron la escalera, cruzaron la cocina y el patio y la carretera protegidos por el anonimato de sus uniformes, que los confundían y los igualaban con los soldados que en la casa o alrededor de- la casa esperaban su turno para comer, o descansaban y acomodaban sus pertrechos con una parsimonia resignada de futuros apátridas.