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Ese día Malinalli, sentada en el cerro del Tepeyac, después de enterrar su pasado, se encontró a sí misma, supo que era dios, supo que era eterna y que iba a morir. También lo que daba vida moría. Se encontraba en lo más alto del cerro. El viento sopló de tal manera que casi derribó a los árboles. Las hojas se desprendieron llenando de musicalidad sus oídos. El sonido del viento se hizo evidente. Malinalli sintió la fuerza del viento en su rostro, en su cabello, en todo su cuerpo y el corazón del cielo se abrió para ella.

La muerte no la espantaba, todo a su alrededor le hablaba de cambio, de transformación, de renacimiento. Tenochtitlan había muerto y en su lugar se edificaba una nueva ciudad que estaba dejando de ser espejo para convertirse en tierra, en piedra. Cortés estaba dejando de ser el conquistador para convertirse en el marqués del Valle de Oaxaca. Y ella pronto iba a experimentar su última transformación. Lo aceptaba con gusto. Sabía que nunca dejaría de pertenecer al universo, cambiaría de forma, pero seguiría existiendo, estaría en el agua de la fuente donde sus hijos jugaban, en las estrellas que Jaramillo veía por las noches, en las tortillas de maíz que a diario todos ellos comían, en el viento que sostenía a los colibríes que danzaban sobre sus nardos. Existiría en las calles de la nueva ciudad, en lo que fue el mercado de Tlatelolco, en el bosque de Chapultepec, en el sonido de los tambores, de los caracoles, en la nieve de los volcanes, en el sol, en la luna.

Malinalli, sentada y en silencio, se hizo una con el fuego, con el agua, con la tierra, se disolvió en el viento, supo que estaba en todo y en nada. No había nada que la contuviera, que la hiciera sufrir. No había dolor, ni rencor, sólo el infinito. Permaneció en ese estado hasta que los pájaros le anunciaron que se estaban llevando la tarde entre sus plumas.

Cuando Malinalli regresó al lado de su esposo y sus hijos, parecía diferente. Irradiaba paz. Los abrazó fuertemente, los besó, jugó con sus hijos antes de llevarlos a dormir. Hizo el amor con su esposo toda la noche. Luego, salió al patio y a la luz de la luna y con la ayuda de una antorcha, con sol y luna, intentó plasmar en una imagen la experiencia de ese mágico día. Abrió su códice y en la última página pintó a la señora Tonantzin luminosa, protectora, cubriendo con su manto la casa donde su familia dormía. Luego, lavó un pincel en una de las fuentes del patio.

El silencio era total. Aspiró el aroma de los nardos, metió sus pies al agua, caminó por en medio de los canales y llegó al centro del patio. Ahí, en el centro de la cruz de Quetzalcóatl, en el centro de la encrucijada de caminos, donde se aparecían las Cihuateteo, las mujeres muertas en el parto que formaban la comitiva que acompañaba a Tlazolteotl, a Coatlicue, a Tonantzin -diferentes manifestaciones de una misma deidad femenina-, ahí, en el centro del universo, se volvió líquida.

Fue agua de luna.

Malinalli, al igual que Quetzalcóatl, al confrontar su lado oscuro fue consciente de su luz. Su voluntad de ser una con el cosmos provocó que los límites de su cuerpo desaparecieran. Sus pies, en contacto con el agua bañada por la luz de la luna, fueron los primeros en experimentar el cambio. Dejaron de contenerla. Su espíritu se fundió con el del agua. Se desparramó sobre el aire. Su piel se expandió al máximo, permitiéndole cambiar de forma e integrarse a todo lo que la rodeaba. Fue nardo, fue árbol de naranjo, fue piedra, fue aroma de copal, fue maíz, fue pez, fue ave, fue sol, fue luna. Abandonó este mundo.

En ese momento, un relámpago, una lengua de plata se dibujó en el cielo y anticipó una tormenta. Su luz iluminó la inmovilidad del cuerpo de Malinalli, quien había muerto segundos antes. Sus ojos fueron absorbidos por las estrellas, que de inmediato supieron todo lo que ella había visto en la tierra.

Fue un trece, el día en que Malinalli nació a la eternidad. Juan Jaramillo lo celebraba a su manera. Reunía a sus hijos en el patio, lo llenaban de flores, de cantos; luego, cada uno de ellos leía un poema escrito en náhuatl para Malinalli. Terminado el ritual, guardaban silencio para impregnarse de ella antes de irse a dormir.

En contraste con esta íntima ceremonia, en la misma fecha las autoridades coloniales cada año organizaban un festejo para conmemorar la caída de la gran Tenochtitlan, el 13 de agosto de 1521. La celebración se organizaba en la iglesia de san Hipólito, debido a que la fecha del triunfo de los españoles sobre los indígenas correspondió con el día de san Hipólito.

Varias veces invitaron a Jaramillo a ir a la misa de celebración de la caída de Tenochtitlan, mismas que él se negó. Años más tarde, rechazó el honor que le habían conferido de sacar el pendón en la fiesta de san Hipólito, lo cual las autoridades consideraron un desacato.