Jaramillo, que conocía a su mujer como nadie, vio en sus ojos un arrebato de rabia y supo que iba a vomitar sobre Cortés todo su odio. Disculpándose, se levantó, tomó a los niños de la mano y se los llevó a sus habitaciones.
Malinalli tardó en responder a Cortés. Primero juntó todas las palabras que había reunido en sus momentos de dolor y de desesperación. Estaba cansada, extremadamente cansada de Cortés y sus estrategias. Estaba cansada de tolerarlo, de obedecerlo, pero más que nada, estaba cansada de ser su reflejo. Efectivamente, ella podía ser su mejor testigo, pero no sabía qué declarar que no lo perjudicara. Ella, la más humilde, la más ciega de todos, ¡qué podía haber visto! Tomó una larga respiración y le respondió pausadamente:
– La peor de todas las enfermedades nacidas de tu ambición no ha sido la viruela, ni la sífilis. La más grave de todas las enfermedades son tus malditos espejos. Su luz hiere, como hiere tu filosa espada, como hieren tus crueles palabras, como hieren las bolas de fuego que tus cañones escupieron sobre mi gente. Tú trajiste los espejos plateados, nítidos, tirantes, luminosos. Mirarme en ellos me duele, pues el rostro que el espejo me regresa es un rostro que no es el mío. Es un rostro angustiado y culpable. Un rostro envuelto por tus besos y marcado por tus amargas caricias. Tus espejos devuelven a mi vista el espanto de las muecas abiertas que tienen los rostros de los hombres que se han quedado sin lenguaje, sin dioses. Tus espejos reflejan a la piedra sin volcán y al futuro sin árbol. Tus espejos son como pozos secos, vacíos, que no tienen espíritu ni eternidad. En las imágenes de tus espejos hay gritos y crímenes devorados por el tiempo. Tus espejos distorsionan y enloquecen al ser que se mira en ellos; lo contagian de miedo, le deforman el corazón, lo destrozan, lo sangran y lo maldicen; lo engañan con su alma escurridiza, quebradiza, falsa. Mirarte tanto tiempo en tus espejos te ha enfermado, te ha mostrado una gloria y un poder equivocado. Lo peor de todo es que el rostro que miras en tu espejo creyendo que es tu cara tampoco existe. Tus espejos lo han desvanecido y en su lugar te muestran un infierno alucinante. ¡Infierno! Esa palabra que aprendí contigo, esa palabra que no entiendo, ese lugar creado por tus gentes para maldecir eternamente todo lo que vive. Ese universo aterrorizante que has fabricado, ése es el que recorta tu imagen y la congela en el espejo. ¡Tus espejos son tan terribles como tú! Lo que más odio, Hernán, es haberme mirado en tus espejos. En tus negros espejos.
»La búsqueda de los dioses es la búsqueda de uno mismo. Y ¿dónde nos encontramos escondidos? En el agua, en el aire, en el fuego, en la tierra. Estamos en el agua, en el río escondido. El agua forma parte de nuestro cuerpo, pero no la vemos. Circula por nuestras venas, pero no la sentimos. Sólo vemos el agua externa. Sólo nos reconocemos en los reflejos. Cuando nos miramos en el agua, también sabemos que somos luz, de otra forma no podríamos reflejarnos. Somos fuego, somos sol. En el aire estamos, en la palabra. Cuando pronunciamos el nombre de nuestros dioses, pronunciamos el nuestro. Ellos nos crearon con su palabra y nosotros los recreamos con la nuestra. Los dioses y los hombres somos lo mismo. El hijo del sol, el hijo del agua, el hijo del aire, el hijo del maíz nacen del vientre de la madre tierra. Cuando uno encuentra el sol, el fuego en movimiento, el agua, el río escondido, el aire, el canto sagrado, la tierra, la carne de maíz, dentro de sí mismo, se convierte en dios.
A Malinalli le era urgente y necesario reencontrarse, reencontrando a sus dioses. Después de la terrible discusión con Cortés del día anterior, sentía que no estaba dentro de su cuerpo, que su alma se había escapado, que había huido, que se había evaporado con los rayos del sol.
Verse reflejada en Hernán Cortés la había dejado confundida. Tenía que enfrentar su parte oscura antes de recuperar su luz. Para lograrlo, tenía que realizar el mismo viaje que Quetzalcóatl había realizado por el interior de la tierra, por el inframundo, antes de convertirse en estrella de la mañana. El ciclo de Venus es el de la purificación, del renacimiento. Venus-Quetzalcóatl en determinado momento desaparece, no se le ve en el cielo porque se introduce en el vientre de la madre tierra, baja a recuperar los huesos de sus antepasados. Los huesos son la semilla, el origen del cuerpo humano sembrado por el cosmos. Antes de recuperar su cuerpo, Quetzalcóatl debe confrontar sus deseos, verse en el espejo negro para conseguir la purificación. Si lo logra, el sol, debajo de la tierra, del cerro, entregará sus fuerzas para que la tierra se abra y deje brotar la planta que la semilla alimenta con agua del río escondido. Quetzalcóatl, quien descendió como espíritu descarnado en contacto con las fuerzas que procuran la vida, volverá a unir su carne y sus huesos.
Malinalli se preparó toda la noche para poder hacer el viaje. Al amanecer, se despidió de Jaramillo, su querido esposo, y le encargó que cuidara de sus hijos mientras ella iba en busca de sí misma al cerro del Tepeyac. Se sentía dolida, lastimada. Sentía que al atacar a Cortés se había atacado a sí misma. Mientras escalaba el cerro se decía: «el agua no ataca al agua. El maíz no ataca al maíz. El aire no ataca al aire. La tierra no ataca a la tierra. Es el hombre que no se reconoce en ellos quien los ataca, quien los destruye. El hombre que se ataca a sí mismo acaba con el agua, con el maíz, con la tierra y deja de pronunciar el nombre de sus dioses. El hombre que no ve que su hermano también es viento, es agua, es maíz, es aire, no puede ver a dios».
Malinalli quería ver a Tonantzin, a la deidad femenina, a la madre. Quería pronunciar su nombre para sentirse parte de ella, para poder mirar a los ojos de sus hijos sin miedo a ver reflejados en ellos la ira. Sabía que para lograr una integración con las fuerzas de la naturaleza, del cosmos, lo primero que tenía que hacer era guardar silencio y voltear su corazón hacia el cielo, con toda devoción. En el Tepeyac -según la tradición de sus antepasados- se encontraba Tonantzin, pero Malinalli no sabía exactamente dónde.
«¿Donde estás?», preguntó en silencio. «¿Dónde estás, alma de las cosas, esencia de lo visible, eternidad de las estrellas? ¿Dónde puedo buscarte para encontrarte, si estás prohibida, si te han desaparecido, si te han arrancado de nuestra fe, si han intentado borrarte de nuestra memoria?»
Al mismo tiempo que formulaba sus preguntas, obtuvo las respuestas. Era como si en verdad, al momento de pensar en ella, hubiera entrado en comunicación con Tonantzin. Escuchó dentro de su mente que la esencia de Tonantzin había regresado al fondo del espejo, al fondo del agua, para también renovarse. Ella también lo requería. En lo más profundo de la tierra había deshecho su mirada, su palabra, su tacto, su fuerza. Ahora era viento, agua, fuego, tierra contenida en una semilla que pronto iba a aparecer pero con nuevos ropajes, nueva forma. Surgiría de los sueños, de los deseos, de las voces que la reclamaban, que la recordaban. Aparecería cuando su pueblo despertara del sueño de muerte en el que estaba sumido, del sueño engañoso que los hacía creer que el reflejo de su cuerpo se había borrado en el cielo. Cuando ellos recuperaran su fe en las fuerzas de la naturaleza, de la creación, podrían pintar con ella su espíritu. Aparecería arropada por los rayos del sol, sostenida por la luna, en medio del aire, temblando en el viento, con una forma nueva, ya que la transformación del hombre, la transformación del mundo, es la transformación del universo. Los mexícas habían cambiado, los dioses, también.
«Cambiarán de forma nuestros ritos, será otro nuestro lenguaje, otras nuestras oraciones, distinta nuestra comunicación», le dijo Tonantzin, «pero los dioses antiguos, los inamovibles, los del cerca y del junto, los que no tienen principio ni fin, no cambiarían más que de forma».
Después de escuchar estas palabras, Malinalli sintió que el aire se perfumaba, haciendo evidente la presencia de lo sagrado. Fue en la quietud de su mente que pudo establecer contacto con Tonantzin y de la misma manera que se dirigió respetuosamente a ella:
– A ti, silencio de la mañana, perfume del pensamiento, corazón del deseo, intención luminosa de la creación, a ti, que levantas las caricias en flores, y que eres la luz de la esperanza, el secreto de los labios, el diseño de lo visible, a ti te encargo lo que amo, te encargo a mis hijos, que nacieron del amor que no tiene carne, que nacieron del amor que no tiene principio, que nacieron de lo noble, de lo bello, de lo sagrado, a ti que eres una con ellos, te los entrego para que estés en su mente, para que dirijas sus pisadas, para que habites en sus palabras, para que nunca los enfermen sus sentimientos, para que no pierdan el deseo de vivir. A ti, madrecita, te pido que seas su reflejo, para que al verte, se sientan orgullosos. Ellos, que no pertenecen ni a mi mundo ni al de los españoles. Ellos, que son la mezcla de todas las sangres -la ibérica, la africana, la romana, la goda, la sangre indígena y la sangre del medio oriente-, ellos, que junto con todos los que están naciendo, son el nuevo recipiente para que el verdadero pensamiento de Cristo-Quetzalcóatl se instale nuevamente en los corazones y proyecte al mundo su luz, ¡que nunca tengan miedo! ¡que nunca se sientan solos! Preséntate ante ellos con tu collar de jade, con tus plumas de quetzal, con tu manto de estrellas, para que puedan reconocerte, para que sientan tu presencia. Protégelos de las enfermedades, haz que el viento y las nubes barran todo peligro, todo mal que los acose. No permitas que se miren en un negro espejo que les diga que son inferiores, que no valen y acepten el maltrato y la violencia como único merecimiento. Procura que no conozcan la traición ni el odio ni el poder ni la ambición. Aparécete en sus sueños para que impidas que se instale en su cabeza el sueño de la guerra, ese sueño de locura colectiva, ese doloroso infierno. Cúrales sus miedos, bórrales sus miedos, desvanece sus miedos, aleja sus miedos, ahuyenta sus miedos, borra todos sus miedos junto con los míos, madre mía. Eso es lo que te pido, gran señora. Fortalece el espíritu de la nueva raza que con nuevos ojos se mira en el espejo de la luna, para que sepa que su presencia en la tierra es una promesa cumplida del universo. Una promesa de plenitud, de vida, de redención y de amor.
Eso era México y Malinalli lo sabía. Al terminar su oración, sacó su collar de cuentas de barro -que siempre traía colgando en el pecho- con la imagen en piedra de la señora Tonantzin. Era el mismo que su abuela le había dado cuando era niña. También sacó su rosario, el que había hecho con los granos de maíz con el que años atrás le habían leído el destino, y procedió a enterrarlos. Con ellos enterraba a su madre, a su abuela, a ella misma, a todas las hijas del maíz. Le pidió a la madre Tonantzin que alimentara esos granos con el agua de su río escondido, que les permitiera dar fruto, que les permitiera ser el alimento de los nuevos seres que estaban poblando el valle del Anáhuac. Sin saber por qué, recordó a la Virgen de Guadalupe, esa virgen morena cuya imagen Jaramillo y ella tenían colgada sobre la cabecera de su cama. Era una virgen venerada en la región de Extremadura, España. Jaramillo le contó que la virgen original estaba tallada en madera negra y mostraba a la Virgen María con un Niño Dios en brazos. Jaramillo talló para ella una reproducción y mientras lo hacía, le contó que durante la conquista árabe en España, los frailes españoles, temiendo una profanación de la imagen de la Virgen María, la habían enterrado junto a las riberas del río Guadalupe -palabra que se castellanizó del árabe wad al luben- y que significaba «río escondido»; por eso, cuando años más tarde un pastor la encontró enterrada, la llamaron como al río, Virgen de Guadalupe.