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Cortés, totalmente ebrio, dormía a pierna suelta. Parecía un muerto, que en su inconciencia aún no se daba cuenta de que se había arrancado una buena parte de sí mismo. La única que estaba despierta era Malinalli. La mantenía alerta el deseo de prenderse fuego, de evaporarse, de volverse estrella, de fundirse con el sol, tal y como lo había hecho Quetzalcóatl. Anhelaba dejar de ser ella misma, volar, ser parte de todo y de nada, no ver, no oír, no sentir, no saber, pero, sobre todo, no recordar. Se sentía humillada, triste, sola y no hallaba cómo sacar la frustración de su ser, como lanzar al viento su dolor, como cambiar su decisión de estar presente en el mundo.

Pensó en los momentos en que la boca de Cortés y su boca fueron una sola boca y el pensamiento de Cortés y su lengua una sola idea, un universo nuevo. La lengua los había unido y la lengua los separaba. La lengua era la culpable de todo. Malinalli había destruido el imperio de Moctezuma con su lengua. Gracias a sus palabras, Cortés se había hecho con aliados que aseguraron su conquista. Decidió entonces castigar el instrumento que había creado ese universo.

De noche, atravesó parte de la vegetación, hasta encontrar un maguey del cual extrajo una espina y con ella se perforó la lengua. Empezó a escupir la sangre como si así pudiese expulsar de su mente el veneno, de su cuerpo la vergüenza y de su corazón la herida.

A partir de esa noche, su lengua no volvería a ser la misma. No crearía maravillas en el aire ni universos en el oído. No volvería a ser jamás instrumento de ninguna conquista. Ni ordenaría pensamientos. Ni explicaría la historia. Su lengua estaba bifurcada y rota, ya no era instrumento de la mente.

Como resultado, la expedición a las Hibueras fue un fracaso. La derrota de Cortés se hundía en el silencio. La realidad los regresaba vencidos.

En el barco que los traía de regreso de las Hibueras reinaba el silencio. Desde la borda, Malinalli observaba las aguas del mar, su constante movimiento, su color. Se le ocurrió que el mar era la mejor imagen de dios, porque parecía infinito, porque sus ojos no podían recorrerlo todo.

Malinalli estaba a punto de ser madre por segunda vez. Su corazón guardaba silencio y en ese silencio todos los sonidos del mundo se hacían evidentes. Sentir una vida dentro de su vida conmovía profundamente el corazón de Malinalli. No sólo traía un pedazo de carne en su carne sino que compartía el alma con su alma. Y así, dos almas juntas, quizá eran todas las almas y un cielo de almas, quizá era igual a un cielo de estrellas.

Pocos días después, mientras Malinalli miraba las estrellas, fue sorprendida por las contracciones del parto y dio a luz en cuclillas, sobre la cubierta del barco. Su hija nació envuelta en sangre y luz de estrellas. Malinalli advirtió que Marina, su nombre castizo, con el que Cortés la había bautizado, significaba «la que viene del mar». El mar también estaba contenido en el nombre de su hijo Martín. Su hija, al igual que ella, provenía del vientre del mar, también era agua de su agua. Decidió regresar el cordón umbilical de su hija al mar, a la fuente rota del universo, de donde todos los seres habían salido. Sintió un gran alivio cuando el cordón umbilical se desprendió de sus dedos y chocó con las aguas saladas del mar. Durante unos momentos flotó sobre su superficie y luego fue abrazado y revolcado en sus aguas profundas, oscuras.

Por alguna extraña razón comprendió que la eternidad era un instante. Un instante de paz donde todo se comprendía, donde todo tenía sentido, aunque no pudiera explicarse con palabras, pues no había lenguaje que lo pueda nombrar. Con la lengua paralizada de la emoción, Malinalli tomó a su pequeña hija y le ofreció su pecho para que bebiera leche, para que bebiera mar, para que se alimentara de amor, de poesía, de luz de luna y, al hacerlo, supo que su hija debía llamarse María. María, como la Virgen. En María ella se renovaba y por eso no dudó en responder a la pregunta que Jaramillo, su esposo, le formuló respecto a si las mujeres que amamantaban morían un poco, con una frase rotunda:

– ¡No! Nacen de nuevo.

A Jaramillo también le gustó el nombre de María para su hija. Recordó que cuando era niño asistió al funeral de una mujer cercana a la familia. Los adultos estaban tan ocupados que no advirtieron cuando Jaramillo se acercó a mirarla. La sensibilidad del niño se impactó con la quietud y la inmovilidad de la señora. Al mirar su rostro sin alma, comprendió que la muerte era un acto necesario y se llenó de terror. Él no quería que muriera lo que amaba. Desesperado, buscó ayuda y sus ojos se encontraron con una escultura en madera de la Virgen María con un niño desnudo en los brazos. El niño Jaramillo, al verla, en silencio le preguntó:

– ¿Por qué lo que da vida tiene que morir?

No obtuvo respuesta, pero desde entonces le conmovía mirar a una mujer muerta y a una mujer que amamantaba.

Jaramillo con ternura besó la frente de su hija y acarició el rostro de su esposa. Malinalli recordó el momento en que Cortés la había casado con él y ya no le pareció un recuerdo amargo. Es más, sintió ternura por Hernán, por ese pequeño hombre que quería ser tan inmenso como el mar.

En el fondo de su ser le agradecía enormemente que la hubiera casado con Jaramillo. Era un buen hombre. Respetuoso, amable, valiente, leal. Finalmente, Cortés le había hecho un favor al alejarla de su lado. Su casamiento quizá la había librado de la muerte, pues ella, como muchos, también sospechaba que Cortés era el asesino de su esposa, que no había sido un accidente, que no había muerto naturalmente y que, de alguna manera, si ella se hubiera casado con él, Cortés inevitablemente, por un oculto misterio, la habría matado. Este hombre conquistaba pero también asesinaba lo que amaba. Mataba a sus mujeres para que sólo fueran suyas. Tuvo que reconocer entonces que Cortés la amaba, no como ella hubiera querido, pero la amaba. De otra forma, no le habría regalado parte de su libertad ni le habría respetado la vida. Aunque, pensándolo bien, tal vez no era amor sino conveniencia. La verdad era que Cortés la necesitaba a su lado como traductora.

«¿Qué es lo que me unió al abismo de este hombre?», se preguntó Malinalli en silencio. «¿En dónde las estrellas entretejieron nuestro destino? ¿Quien tejió el hilado de nuestras vidas? ¿Cómo es que mi dios y su dios pudieron conversar y diseñar nuestra unión? Un hijo de su sangre nació de mi vientre y una hija de la voluntad de su capricho también nació de mi vientre. Él escogió al hombre que encajaría su semilla dentro de mi carne, no yo. Sin embargo, se lo agradezco. Yo no tenía ojos para mirar a otro que no fuera él y, al obligarme, me hizo descubrir a un hombre que siempre había estado pendiente de mí, de mis ojos, de mi cuerpo, de mis palabras.»

Entonces Malinalli se volvió líquida, leche en sus pechos, lágrimas en sus ojos, sudor en su cuerpo, saliva en su boca, agua de agradecimiento.

Cuando Malinalli pisó tierra firme, el sonido de su corazón era un tambor de ansiedad que reclamaba desde lo más hondo de la vida el abrazo de su hijo. El abrazo de un niño al que ella había abandonado para entregarse al delirio de conquista de un hombre que la ponía en contra de su voluntad, en contra de sus deseos, en contra de su cariño, en contra de sus pensamientos. Una conquista absurda que había sido un fracaso y que la había roto por dentro.

No podía perdonarse haber abandonado a su hijo cuando más la necesitaba, cuando era necesario que él se identificara con la fuerza de su amor, con la sabiduría de los antepasados, con sus caricias, con el silencio de su mirada, donde las palabras no eran necesarias. Le dolía el silencio perdido, las sonrisas ausentes, los abrazos vacíos. Igual que su madre, ella también había abandonado lo que había hecho nacer. Le parecieron eternas las ceremonias de bienvenida, los discursos que tuvo que traducir. Todo aquello que le impidió ver a su hijo inmediatamente. Cuando por fin pudo ir a buscarlo a casa de unos parientes de Cortés con los que el niño se había quedado, tuvo miedo. Miedo del reclamo. Miedo de ver en los ojos de su hijo la misma indiferencia con la que ella había visto a su propia madre.

El niño jugaba en el patio de la casa, acariciado por el sol, en medio de árboles y charcos de agua. Al mirarlo, Malinalli lo reconoció inmediatamente.

Había crecido, modelaba figuras de lodo, creaba un universo fantástico en el que -dolorosamente- ella no participaba. El niño se ajustaba a la misma imagen de ternura y belleza que Malinalli guardó en su recuerdo. El niño era el mismo, sí, ¡pero tan diferente! Encontraba que algunos de sus gestos eran parecidos a los de ella, pero sus modales eran iguales a los de su padre. Soberbio y bello. Amable e inocente. Caprichoso y terrible. Lleno de matices, lleno de colores, lleno de cantos, así era el hijo que había abandonado.

Caminó a su encuentro llena de amor, llena de ternura, llena de ansiedad. Deseaba sentir su piel en su piel, su corazón en su corazón. Quería regresarle en un instante toda su presencia, toda su compañía, borrar de golpe los meses de ausencia, los meses de abandono.

Cuando lo abrazó, cuando pronunció su nombre, cuando lo tocó, Martín la miró como si no la conociese, como si jamás la hubiese visto y se echó a correr. Malinalli, en un impulso de rabia, de desconsuelo, de locura, corrió tras él, ordenándole que se detuviera, que ella era su madre. El niño no paraba, seguía corriendo como si quisiera fugarse de su destino, fugarse de ella para siempre. Cuanto más corría tras él su madre, más miedo le producía, y cuanto más miedo tenía su hijo, más rabia sentía Malinalli. Corría la ira detrás del miedo. Corría la herida detrás de la libertad. Corría la culpa detrás de la inocencia. Por fin, Malinalli logró detener a su hijo con fuerza y, al hacerlo, sin querer lo lastimó; entonces el niño la miró lleno de pánico y empezó a llorar.

Su llanto era tan profundo, tan agudo como un cuchillo filoso, que sin problema atravesaba la capa de carne que cubría el corazón de Malinalli, y abría una herida no sanada: la del abandono. En una gran paradoja, el abandonado hería a la abandonada con su desprecio. Malinalli sintió que cada caricia, cada intento de amor hacia su hijo era una tortura, una pesadilla, una lastimadura para ambos. Entonces, en un gesto de locura, le dio una bofetada a su hijo para que se calmara, para que ya no intentara huir. Y con una voz como de trueno le gritó:

– ¡Maltín! ¡No huyas!

– Yo no soy Maltín. Soy Martín. Y no soy su hijo.