Por la noche, muy tarde, cuando ya ha acostado a mi abuelo, mi madre apaga la televisión, limpia la mesa, remueve el brasero, saca un libro de texto y un cuaderno de hojas rayadas y escribe en él, a lápiz, con una lenta aplicación, los ejercicios que deberá llevar mañana a la escuela de adultos. Tiene una letra insegura, grande, infantil, duda y se muerde los labios y usa la goma de borrar, luego sopla el papel para dejarlo limpio, ha vuelto a sentarse en un pupitre y a mirar un encerado cincuenta y cinco años después de que cerraran las aulas por el comienzo de la guerra. A mi edad, dice, con una satisfacción un poco avergonzada, aprendiendo cuentas y tomando dictados. Ahora en lugar de hacer punto se pone las gafas de cerca para leer junto a la lámpara y murmura muy lentamente las palabras de los libros. Estoy sentado frente a ella al calor del brasero y no se detienen los minutos, corren casi tan veloces en dirección a tu llegada como huyeron hacia la despedida. En la acera de la calle Cincuenta y Dos Este tú abrazas y besas a tu hijo, el niño rubio de las fotos que sonríe y mira igual que tú. En una calle apartada de Mágina yo me detengo ante la fachada del asilo y oprimo un timbre de latón que suena en el interior de un patio igual que una campanilla eclesiástica. Subes en el ascensor donde nos acariciamos tantas veces, miras tus maletas y tu bolso ya preparados en un rincón del vestíbulo, la cama en la que esta noche no vas a dormir, el grabado del jinete polaco, lo ves todo como si ya te hubieras ido, pones un disco de los Animals o de Miguel de Molina y lo escuchas fumando tranquilamente un cigarrillo en el sofá. Una mujer madura, con aire de monja a pesar del jersey de lana y los vaqueros, me abre la puerta de cristal escarchado y le digo que soy el que habló con ella por teléfono hace un rato, en los pasillos del asilo huele a hospital y a vejez, a cloroformo y a orines. Debajo de la tierra a mi abuela Leonor le siguen creciendo en la oscuridad el pelo blanco y las uñas. Bebes una cerveza y comes algo en la cocina, miras tras el cristal la nieve o la claridad opaca de las dos de la tarde, te acuerdas de la cara de afligida reprobación con que te ha mirado al despedirse de ti el padre de tu hijo, como si te vaticinara afectuosamente un desastre. La mujer gorda y hombruna, posible monja con vaqueros, me pregunta si soy familia de Julián, digo que sí, un pariente lejano, se encoge de hombros, qué raro, desde que está aquí es la primera visita que recibe, aunque él no se queja, ojalá todos los ancianitos dieran tan poco tormento como él. Me gustaría saber cómo me echas de menos, si tu manera de añorar es semejante a la mía, si cuando estás acostada cierras los ojos para imaginar que me inclino sobre ti y que no es tuya la mano que sube por tus muslos y te ronda suavemente las ingles. En la puerta del salón que ahora me franquea la monja mientras reincide en sus diminutivos repugnantes, ancianitos, pobrecitos, recogiditos, hay un letrero donde pone «Área lúdica y de convivencia», escrito a mano en una hoja rayada, y al otro lado un escándalo de voces, de fichas de dominó y golpes secos y expertos de nudillos que descubren naipes, y dominándolo todo la música y los aplausos de un programa de televisión, no queda más remedio que ponerla tan alta porque los pobrecitos están sordos, pero casi ninguno la mira, al menos casi ninguno de los varones, las mujeres hacen punto o reposan las manos en el vientre y tienen las viejas caras levantadas hacia la repisa donde parpadea la pantalla en color. Tal vez sientes miedo, igual que yo, miedo de entregarte, de romper con todo y fracasar, de repetir inevitablemente conmigo errores de los que abjuraste cuando aún no me conocías, la clase de errores que uno lleva en sí mismo como su olor o sus huellas digitales aunque procure atribuirlos a la mala suerte o las deslealtades de otros.

Pues ahí lo tiene usted, señala la monja, el pobrecito es muy bueno pero hace poco que llegó y todavía no se ha integrado a nivel de convivencia, siempre les pasa lo mismo, que no les gusta reconocer que son tan viejos como todos los demás y protestan callándose: solo, en una mesa de formica, delante de un periódico abierto, Julián el taxista, que nos llevaba siempre en nuestros viajes de médicos a la capital de la provincia, conserva su gallardía adusta, su cráneo calvo y anguloso, del que parece formar parte la montura negra de sus gafas. Lo saludo, la monja le da una palmada maternal en la espalda y él le dirige una rápida mirada de odio, en cuanto le digo quiénes son mis padres y mis abuelos me indica con soberana deferencia la silla que hay frente a él, pues claro que se acuerda de mí, me parece que te estoy viendo de chico cuando tu padre te llevaba de la mano a vender leche, hay que ver, cómo pasa el tiempo, unos para arriba y otros para abajo, igual que en la noria: de joven fue muy amigo de mi abuelo Manuel, estuvo a punto de echar también los papeles para la Guardia de Asalto, como automovilista, pero no lo hizo porque le daba reparo dejar a don Mercurio, no era nadie tu abuelo, me dice sonriendo, no había quien le hiciera sombra cuando se arrancaba a cantar por Pepe Marchena, y qué bien se le daban las mujeres, con perdón, aunque tu abuela Leonor, que en paz descanse, era la más guapa de Mágina, había que verla cuando iba a la fuente con el asa de un cántaro en cada brazo, hasta los curas la requebraban, aunque esté feo decirlo. Pero ya ves cómo acabamos todos, para que nos saquen a tomar el sol en una espuerta, y por lo menos tu abuelo ha tenido la suerte de no perder el calor de su casa. Le ofrezco un cigarrillo y lo rechaza melancólicamente, ya no gasto, dice, con lo que me gustaba, el difunto don Mercurio me regalaba siempre su ración de picadura, pero me afeaba el vicio, Julián, me parece que lo estoy viendo, el tabaco es una de las peores consecuencias del descubrimiento de América, yo no lo entendía, pero le daba la razón, a ver, si era una eminencia, una espiga, el mejor médico que ha habido nunca en Mágina, no como estos oficinistas del seguro que lo marean a uno a base de píldoras y de recetas, y nunca le cobraba a los pobres, anda que no lo llevé yo pocas veces en su coche de caballos a los corralones que había antes y a las Casillas de Cotrina, salía la gente de las casas a besarle la mano, como si fuera un santo, y bien que lo era, aunque los niños golfos de las calles le sacaron una copla, seguro que tú llegaste a oírla de chico, la siguieron cantando mucho después de que se hubiera muerto, y no te creas eso que dijeron los curas, que pidió los sacramentos cuando ya estaba a punto de morir: bien que se le acercaron, como buitres, como esas monjas de paisano que tenemos aquí, pero menudo era él para que lo trasteara nadie, ni médicos quiso, a nadie más que a mí le permitió quedarse con él hasta el final, me pidió que le leyera unos versos de aquella Biblia tan grande que tenía, la que le dejó en herencia a Ramiro Retratista, y leyéndoselos estaba yo cuando se quedó más encogido que un pájaro, igual de chico, que ni le abultaba el cuerpo debajo de la colcha. A Julián se le escapa una lágrima, sorbe y se limpia los ojos y la nariz con un pañuelo, luego los cristales de las gafas, se las vuelve a encajar en los grandes huesos pelados de las sienes y al verme la cara otra vez con claridad recuerda que lo llamé por teléfono hace unas horas y que le dije que quería preguntarle algo: pero dime qué quieres que te cuente, que yo no paro de hablar y te estaré mareando. Vacilo, he de elegir con mucho cuidado las palabras y el tono para que no desconfíe o se retraiga, hábleme de don Mercurio, le digo, de aquella momia que encontraron en la Casa de las Torres, justo enfrente de donde vivían mis abuelos y mi madre, he oído las cosas que se dijeron entonces, he visto las fotos que hizo Ramiro Retratista y sé a través de otros lo que don Mercurio le contó, pero no entiendo nada, esta mañana la he visto en la tienda de un anticuario y no es un cuerpo incorrupto, sino una figura de cera. Julián asiente con la cabeza y sonríe, murmura por lo bajo, así que también han vendido la momia, cría cuervos, ahora me mira de otro modo, tal vez con menos simpatía o con más atención, y tú para qué quieres que te cuente esas cosas, dice, intrigado, como si adivinara un motivo que yo no le explicaré, una intención oculta: para nada, le digo, por gusto de saber, cuando era chico mi abuelo Manuel y mi madre me contaban historias acerca de la momia, los niños de la plaza de San Lorenzo cantaban coplas de miedo sobre ella, incluso más de una vez apareció en mis pesadillas, y ahora que la he visto no puedo creerme que no fuera más que una muñeca de cera guardada en un armario. Julián me escucha y parece más tranquilo, hasta un poco decepcionado. Las voces y los aplausos de la televisión retumban en la sala y se confunden con los golpes agudos de las fichas de dominó: al principio Julián habla bajo y me cuesta entenderlo. Le sorprende que yo tenga noticia de la conversación entre Ramiro Retratista y don Mercurio unas semanas antes de la muerte del médico, pero no me pregunta quién me la ha contado, y en cualquier caso el testimonio de Ramiro no le merece mucho crédito, dice que era muy bueno, pero algo tonto, y que siempre estuvo ido, como don Otto Zenner, se creía cualquier embuste, de modo que a don Mercurio no le costó ningún trabajo engañarlo con aquel folletín que le contó para que no siguiera molestándolo: los enmascarados en la noche del martes de carnaval, el coche de caballos, la dama parturienta en la habitación de una criada, el niño que nació muerto, nada de eso era verdad, Julián se ríe de mi asombro, como si pensara que al recibir yo esa historia mentirosa se me hubiera contagiado la crédula estupidez de Ramiro Retratista, lo único que era verdad es lo que tú supones que era falso, la momia, lo que has visto esta mañana no es lo mismo que encontramos nosotros en el sótano de la Casa de las Torres, sino una copia exacta, y fue don Mercurio quien encargó que la hicieran, y no a cualquier imaginero de retablos y figuras de tumbas de los que había entonces, sino a un artista que poco después se hizo muy célebre, el que volvió a esculpir casi todas las imágenes de Semana Santa que ardieron en la guerra, Eugenio Utrera, no sé si tú llegaste a conocerlo, también hizo el monumento ese que hay en la plaza de los Caídos, tenía el taller detrás de la plaza de San Pedro. Don Mercurio le pagó un dineral en duros de los de entonces y le exigió que guardara el secreto para siempre, continúa Julián, excitado él mismo por su narración, se lo quedó mirando con aquellos ojos de águila que tenía y le dijo, entiéndame bien, para siempre, hasta el día de mi muerte y hasta el de la muerte de usted, y Utrera le juró asustado que callaría eternamente, por mí no se preocupe, don Mercurio, que lo que hemos hablado no saldrá de esta habitación, yo creo que tenía miedo de que don Mercurio siguiera vigilándolo después de muerto.