Vivo en suspenso, esperándote, camino por la ciudad imaginando que te hablo y que tú vas conmigo, no hago nada, no me decido a ir en busca de Martín o de Serrano, te llamo por teléfono desde un locutorio y gasto una fortuna contándote cómo es la habitación que he reservado para nosotros, me aflijo en los anocheceres con la misma tristeza puntual de los inviernos de hace veinte años, me levanto tarde y desayuno junto al fuego, como en silencio con mis padres y mi abuelo Manuel, recorro sin propósito las habitaciones altas de la casa, no entro nunca al dormitorio de mi abuela Leonor, encuentro en un armario arrumbado en el pajar mis libros de texto de cuando iba al instituto y los cuadernos de apuntes donde escribía mis confesiones patéticas de insumisión y desdicha y no quiero abrirlos, suena el teléfono a medianoche, oigo tu voz, me muero de deseo, mañana mismo a estas horas subirás a un avión, en cuanto tengas casa en Madrid volverás para traerte a tu hijo, yo no me atrevo a decirte que quiero vivir en esa casa contigo, apago la luz y no puedo dormirme, pienso en mi abuela muerta, en lo que sentiría en el instante justo en que murió, pena y alivio tal vez, no terror, extrañeza, no sé cómo voy a atravesar las dos noches que faltan para que tú vengas, escucho en el insomnio los ruidos olvidados de mi casa, la carcoma, el viento en el tejado, ese crujir de las vigas que suena exactamente igual que los pasos de alguien sobre mi cabeza, dan las campanadas de las cuatro en el reloj de la plaza, mi abuelo Manuel tose y gime dormido, mi padre se levanta y baja pesadamente las escaleras, arranca la furgoneta para ir al mercado de los mayoristas a comprar hortaliza, sueño que ya has llegado a Mágina y que por un malentendido trivial no logro encontrarte, veo al despertar las rayas del sol en la persiana y me acuerdo de que en mayo anidan siempre golondrinas en el hueco del balcón, bajo a la cocina, mi madre está inclinada sobre el fregadero y un llanto contenido le sacude los hombros, ha dejado pasar mucho tiempo desde la última vez que se tiñó el pelo y lo tiene blanco en las raíces, me besa, me pregunta si he dormido bien, no me atrevo todavía a hablarle de ti, salgo a la calle a pasear al sol de los gandules y los jubilados, calculo que tú estarás durmiendo y que cuando abras los ojos pensarás que éste es el día de tu viaje, la espera se me ha convertido en una acuciante necesidad sexual, te echo de menos como un adicto, descubro con alarma que no puedo vivir sin ti, si me besara de besos de su boca, leías en la Biblia, porque más dulces son tus amores que el vino: voy por la esquina del Real y veo una cara detrás de una reja, una cara familiar, ancha y lívida, que me estaba mirando antes de que yo la viera, una cara imposible, con un lunar junto a los labios, con el pelo negro partido sobre la frente por una raya recta y unos pesados tirabuzones negros que circundan sus pómulos, con un escapulario al cuello, ya pasaba de largo y me vuelvo y no lo puedo creer aunque la estoy viendo tras el cristal de la ventana, rodeada de cuadros sin valor, de muebles viejos y cacerolas y almireces de cobre, no es una ventana, pero por un segundo la mujer ha sido real, es el escaparate de un anticuario, y al fondo, medio oculta en la sombra, está la momia incorrupta que encontraron en un sótano de la Casa de las Torres hace cincuenta años, la que enajenó a Ramiro Retratista y tenía escondido en el seno un papel con unos versículos del Cantar de los Cantares.

Pero no puede ser, vas a decirme que soy un embustero cuando te lo cuente, empujo la puerta de la tienda, suena una campanilla y no viene nadie, y la mujer que tú y yo hemos visto en una fotografía que fue tomada setenta años después de su muerte está sentada y rígida contra una pared, en una especie de hornacina de cristal que tiene una diminuta cerradura dorada y una llave parecida a las de los relojes de péndulo, la hago girar con una audacia sonámbula, hay alguien más en la tienda, abro la puerta de cristal y la momia sigue mirándome con sus ojos claros, encogida, muy digna, tan ominosa como las figuras de monaguillos desdichados que había antes en las iglesias y que nos daban más pena y más miedo todavía al descubrir que eran de escayola, alguien se acerca a mi espalda entre el desorden de la tienda y yo no me vuelvo, extiendo los dedos de la mano derecha, la momia no es mayor que una niña, los botines afilados que sobresalen del bajo de su vestido cuelgan a unos centímetros del suelo, toco su cara y resbalan sobre ella las yemas de mis dedos, es de cera, por eso brilla de ese modo, y sus pupilas son de evidente cristal. El dueño de la tienda está a mi lado, un hombre de unos cuarenta años, con una expresión de despierta codicia, de simpatía, de afable interés. «¿Verdad que a primera vista impresiona? A mí también me pasaba al principio. Abría la tienda y antes de encender las luces ya veía sus ojos. En la oscuridad son como los de los gatos. Luego uno se acostumbra, y aunque le parezca raro acaba tomándole cariño. El negocio es el negocio, pero a mí no me agradaría desprenderme de ella. Un tesoro, créame, más valioso aún por su rareza, estatuaria en cera del siglo XIX, aunque a usted no me hace falta decírselo, se le nota que entiende. Habrá venido a Mágina en plan turismo, me figuro. Es lo que yo digo siempre, las cosas que tenemos aquí sólo sabe apreciarlas la gente de fuera.» No lo oigo, sigo mirando a la momia, a la estatua de cera, miro los tirabuzones de pelo natural y las pupilas de vidrio azulado que permanecen fijas en mí, en el vacío, las manos pequeñas y unidas en el regazo, el escapulario de Nuestro Padre Jesús, me dan ganas de comprobar si tiene por el otro lado el retrato de un caballero con bigote y perilla pero no me atrevo a volver a tocarla, se me ha quedado en los dedos el frío y la suavidad un poco pegajosa de la cera, su consistencia neutra, es como estar mirando a una enana muerta y bellísima, abominable, patética, con ojos alucinados de muñeca y bucles postizos, cautiva en el interior de la urna que parece una vitrina de museo. Por decir algo pregunto el precio: el anticuario sugiere después de un minuto de reflexión una cantidad insensata. Finjo que la considero, me intereso por la identidad de la dama de cera, pero él no sabe nada, me dice, lo llamaron para peritar los muebles y los cuadros de una casa que iba a ser derribada y se llevó un susto al encontrar la hornacina dentro de un armario, imagínese, me dice, un caserón donde no había ni luz eléctrica, nada más que polvo, muebles viejos y cuadros sin valor, lo de siempre, y muchos libros, eso sí, guardados en cajones, libracos tremendos de anatomía del siglo XIX, puede verlos si quiere, los tengo por ahí, incluso había un estetoscopio muy primitivo, con un tubo de caucho y una trompetilla de cuerno, se lo vendí a un médico, excelente amigo mío y muy aficionado a las antigüedades, a ver, como toda persona de gusto con posibles; bueno, pues como le decía, me dejan las llaves y entro solo en la casa, que era muy grande, voy abriendo todos los balcones para ver bien los muebles y las pinturas y para que no me sofoque el polvo y llego a lo que parece un dormitorio principal, con puerta de doble hoja, una cama con dosel y un armario muy alto, pero como no tiene ventana enciendo la linterna, y digo yo que por la corriente de aire el armario se abre solo, y allí la vi, me iba a dar algo, no es que uno crea a pies juntillas en los fenómenos sobrenaturales, pero en mi oficio se entra en casas muy viejas y se oye contar cosas, así que me quedé helado, se lo juro, pensé que podía ser una aparición, o un cadáver, y ganas me dieron de salir corriendo y de tirar las llaves, menos mal que yo, en el fondo, soy hombre de recursos, así que volví a enfocar la linterna y al descubrir que la figura estaba hecha de cera me tranquilicé, pero tampoco mucho, en esa casa yo notaba algo, una presencia, un aura, como dice en sus artículos un escritor que tenemos aquí, usted no lo conocerá, claro, se llama Lorenzo Quesada, aunque en Mágina todo el mundo le dice Lorencito, lleva en el periódico de la provincia una sección muy interesante de ufología y parapsicología que se titula «Más allá»; por cierto que le he mandado aviso para que venga a ver la estatua pero todavía no ha podido, usted no sabe lo ocupado que está ese hombre, siempre de un lado para otro con el bloc y el cassette, entre El Sistema Métrico y Singladura yo creo que ni le queda tiempo de dormir, y eso que en el periódico no cobra, pero le da igual, es lo que él me dice, Guillermo, el periodismo es mi vocación, para qué quiero yo más pago que la fidelidad de mis lectores y el realce que le doy a Mágina en todos mis artículos.

Al anticuario no le entra la lengua en el paladar, habría dicho mi abuela Leonor, de quien tal vez heredé yo la nerviosa impaciencia que le producía la gente charlatana: no sabe con exactitud a quién perteneció antiguamente esa casa, a un médico que fue muy célebre, le han dicho, pero él no lo conoció, la verdad es que se siente tan hijo de Mágina como el que más pero no es de aquí, vino hace veinte años y está dispuesto a morir en la ciudad, me recomienda vivamente su alfarería artística y su Semana Santa, únicas en el mundo, sugiere de pasada que en atención a mi interés por la estatua de cera podría hacerme una rebaja, pero entonces quién le dio las llaves, logro decirle aprovechando que ha callado un instante para respirar, quién se lo vendió todo: un matrimonio joven, contesta, bruscamente elusivo, casi ofendido, acaba de entender que no le pienso comprar nada, la habían heredado y no sabían qué hacer con ella, bueno, sí que lo sabían, vendérsela a una inmobiliaria, se notaba a la legua que la mujer era quien mandaba de los dos, la que cortaba el bacalao, como si dijéramos, es la hija o la nuera de un hombre muy conocido aquí, que fue taxista muchos años, espere que me acuerde, Julián, le dicen, Julián el del taxi, un señor corpulento, más alto que usted, ya muy mayor, desde luego, la edad no perdona, como yo digo, se ve que el hijo y la nuera o la hija y el yerno querían librarse de él y en cuanto le heredaron, antes de morir, para ahorrarse los gastos de testamentaría, lo mandaron al asilo, el de toda la vida, el de las monjas, pero ahora creo que se llama residencia de la tercera edad, y allí seguirá el pobre, si es que no se ha muerto, el anticuario mueve la cabeza, suspira, cierra la hornacina con su llave diminuta y se la guarda ostensiblemente en un bolsillo, sin mirarme a los ojos me pide que lo disculpe, ha sonado la campanilla de la puerta y se dirige agraviado y solícito hacia una pareja de indudables forasteros.

Me parece que vivo en dos lugares a la vez, en dos tiempos simultáneos, que al caminar me muevo en dos direcciones y a dos velocidades que ya han empezado misteriosamente a confluir y mañana por la noche te habrán traído a mi presencia, aún no has salido de tu casa y ya estás viniendo, ya te apresura el viaje inminente, igual que a mí, que he mirado el teléfono y te he imaginado en el mediodía de Nueva York, sola en el apartamento, terminando de revisar el equipaje y comprobando que has guardado en el bolso el pasaporte y el billete, preparando tal vez una comida rápida, y he marcado tu número no tanto para estar seguro de que vas a venir como para que irrumpa cerca de ti una señal de mi existencia: suena el primer timbrazo y lo oyes desde la cocina, mientras yo estoy sentado en el portal de la casa de mis padres, al entrar en el comedor escuchas el segundo, me has dicho que te ponen nerviosa los teléfonos y que sólo ahora has empezado a aceptarlos, porque cuando suenan cabe la posibilidad de que sea yo quien te llama, me impaciento al oír por tercera vez la señal, quién sabe si a última hora has renunciado al viaje y te has ido de casa para no hablar conmigo, descuelgas inesperadamente, digo tu nombre pero no es tu voz la que me contesta en inglés, con los nervios me habré equivocado de número, es una voz infantil, la de tu hijo, me doy cuenta cuando iba a colgar, te parecerá absurdo pero me intimida hablar con él, me pregunta quién soy, un amigo, le contesto, con una sensación ridícula de clandestinidad, te llama a voces -qué raro que tú seas la madre de alguien- y respiro más tranquilo cuando se aparta del teléfono. Oigo tus pasos, le dices algo al niño en español y luego me hablas a mí en un tono que me alarma, más bajo de lo habitual, más educado y frío, creo distinguir al fondo una voz masculina, suena una puerta al cerrarse y tus palabras recobran su tonalidad transparente y cálida de siempre, te mueres de ganas de venir, Bob ha ido a recoger al chico y se ha ofrecido para llevarte en su coche al aeropuerto Kennedy, tú le has dicho que no, pero me dan celos de que otro hombre se mueva con naturalidad por tu casa, con un sentido inevitable de posesión, al fin y al cabo le es mucho más familiar que a mí, porque ha vivido en ella años, no días, te burlas de mí, noto el halago y la excitación en tu risa, cuando ya vamos a colgar me haces un impúdico ofrecimiento que piensas cumplir dentro de veinticuatro horas y los celos y el miedo se extinguen, los desbarata la mutua seguridad del deseo, con quién habrás estado hablando, me dice luego mi madre, que se te ha puesto cara de que sí y ojos de no negarlo: también esa expresión pertenecía a mi abuela Leonor, y mi madre al repetirla lo sabe, es como si su presencia y su influjo nos hubieran quedado sobre todo en las palabras que los dos aprendimos de ella y la conmemoran sin nombrarla.