Es como si el recuerdo hubiera estado esperándome aquí todos estos años, igual que las iniciales grabadas en el cemento y el paisaje estéril de la huerta en la que ya no queda en pie ni un testimonio del trabajo ni de los sueños de mi padre. Empiezo a subir por el camino en dirección a la ciudad, apresuro el paso, por temor a que me sorprenda la lluvia, me da en la cara el aire frío y me niego a la tentación de volver la cabeza, voy cada vez más aprisa, como cuando subía en las tardes de domingo para lavarme a manotadas, ponerme ropa limpia y salir en busca de mis amigos o de Marina y cruzarme contigo sin reparar en tu existencia. Por la barandilla de piedra de los miradores del Salvador una pareja se asoma a las laderas de las huertas y a los olivares del valle. Aunque no llevaran cámaras fotográficas al hombro se les notaría en seguida que son forasteros. Se me ocurre que seguramente es falso el paisaje que ellos ven, porque no saben en qué medida está modelado por el trabajo y la tenacidad de los hombres: ven grises y ocres tamizados por la niebla y azules marítimos, como si miraran un cuadro, no advierten las pruebas del esfuerzo y de la paciencia ni los signos materiales de la fertilidad. Tras la ventana de una casa de la plaza de Santa María una mujer se me queda mirando y sospecho que me toma por uno de esos forasteros que se hospedan en el parador y hacen fotografías de las iglesias.

Pero es hora ya de volver, tal vez tú estás a punto de llamarme y si me retraso unos minutos no podré hablar contigo. Subo por la plaza de los Caídos, donde han cortado las acacias e instalado unas farolas con globos blancos de plástico, paso por el callejón de Santa Clara, donde está la casa en la que vivió Félix muchos años, salgo a la plaza de San Pedro, de cuya fuente central ya no asciende el chorro de agua que antes se desbordaba en una taza de piedra, en el callejón donde estuvo el cine Principal tengo que arrimarme a la pared para evitar los coches, desde alguna parte me llegan los timbrazos de un teléfono y me da un vuelco el corazón, vas a llamarme, estoy seguro, preguntarás por mí y colgarás justo cuando yo doble la esquina de la plaza de San Lorenzo, me detengo frente a la puerta de mi casa, tardan en abrirme, oigo los pasos suaves de mi madre y su voz que dice, ya va, me acuerdo de que cuando era niño uno decía ave maría purísima al entrar en las casas y desde el interior le contestaban, sin pecado concebida, entonces las puertas sólo se cerraban al oscurecer, anda y cierra ya, me decía mi abuela, no vaya a colarse algún tonto, y yo, con aquella imaginación literal de la infancia, veía a alguno de los tontos de Mágina escondido en la oscuridad del portal, y me preguntaba por qué los tontos tienden a colarse al anochecer en los portales. Me abre mi madre, en seguida descubre el barro en los bajos del pantalón y en mis zapatos y me pregunta dónde he estado, me toca la cara fría, no te has abrigado para salir, caliéntate en la lumbre, así que no has llamado, si lo hubieras hecho ella me lo diría en cuanto me viera, miro con rencor y esperanza el teléfono, entro en el comedor y mi abuelo Manuel permanece en la misma posición en que lo dejé antes de irme, quieto en el sofá, con la boina sobre la frente y los hombros hundidos, indiferente a la luz del día y al paso de las horas, me sonríe al verme, como si despertara de un sueño, y tal vez no me reconoce o me confunde con otro, con alguno de mis tíos, conmigo mismo hace veinte años, mi madre me dice con una solicitud casi angustiosa que me siente al brasero y me eche por encima las faldillas, no vaya a coger un resfriado, me doy cuenta de que apenas sabe cómo tratarme, espía el más leve de mis movimientos para averiguar de antemano cualquier posible deseo, si tengo hambre, si quiero un vaso de leche caliente, si me apetece que avive la lumbre o que remueva la candela del brasero, si me ha gustado la comida, hago ademán de levantarme y me pregunta si me voy, le pido que se siente un rato a mi lado y me habla de las últimas horas de mi abuela Leonor, no sabe vivir sin ella, no se acostumbra a su ausencia, cuando está en la cocina le parece oír su voz en el piso de arriba el roce de sus pasos, me cogió la mano, dice, me la llevaba cogida en la ambulancia y no quería soltarme cuando llegamos al hospital, hija mía, le dijo, un poco antes de volverse hacia la pared, qué pena me da dejarte sola, con lo que yo te quiero. No tenía cara de muerta, dice mi madre con un orgullo melancólico, no se puso morada, ni se le desfiguró la boca, parecía dormida, no sabes cuánto se acordaba de ti, hay que ver, me decía, lo lejos que estará ahora mismo mi nieto, lo que le gusta viajar, con lo cobarde que era de chico, ni se asomaba al escalón de la puerta, hasta para ir a la esquina tenía yo que llevarlo de la mano, lo tardío que fue para hablar, y mira ahora todas las palabras extranjeras que sabe. Mi abuelo Manuel abre muy despacio los ojos sin pestañas, con una pesada lentitud como de animal rugoso y arcaico, tal vez sabe de lo que estamos hablando, tal vez no ha perdido la conciencia ni la memoria y lo que hace es ocultarse, para que nadie descubra su humillada soledad y su vergüenza por no poder valerse, nos mira con la boca abierta y su voz, que fue tan sonora, ahora es poco más que un gemido, dice una o dos palabras, acaso el nombre de mi abuela, se le tuerce el gesto y rompe a llorar con una expresión insoportable, de sufrimiento infantil, a la hora de comer mi madre le ata al cuello un largo paño blanco, porque le tiemblan las manos y lo derrama todo, y entonces parece un voluminoso idiota y yo aparto los ojos de él para que al menos la piedad no lo injurie. No comes nada, dice mi padre, esos extranjeros te han estropeado el estómago, no paras de fumar.

En medio de un silencio de monasterio o de pozo irrumpe el timbre del teléfono y estoy tan ensimismado por la ausencia de voces y la sensación de lejanía que me cuesta un poco recordar la posibilidad de que seas tú quien llama. Es para ti, dice mi padre: no me acordaba de tu voz, se me estaba olvidando el gusto de escucharla, digo tu nombre y me suena extraño, Nadia, lo repito para estar seguro de que alude a ti, Nadia, te oigo tan cerca, con tanta claridad, que en una décima de segundo imagino que no estás en Nueva York, sino aquí mismo, en Mágina, que acabas de llegar a la estación de autobuses y me llamas desde una cabina. Con una mezcla insensata de entusiasmo y de incredulidad te escucho y no puedo creerme que tus palabras se refieran a mí, pero eres tú, sin duda, y aunque no reconociera el metal de tu voz me lo revelarían el acento de Madrid con leves inflexiones sajonas, tu serenidad irónica, tu inmediato descaro, en Nueva York es mediodía y no para de nevar, te imagino sentada junto al teléfono, de espaldas a la ventana, tu melena rojiza extendida a los lados de la cara y posada en los hombros, te pregunto cómo estás vestida, me voy excitando muy sigilosamente, tu voz despierta el deseo aletargado, un pantalón negro y ceñido a los tobillos, una de las camisas que te dejaste olvidadas, tanta urgencia por preparar el equipaje y se te quedó la mitad, estás riéndote de mí, te quedas callada y te imagino seria de pronto porque tienes algo que decirme y has de calcular con exactitud cada palabra, igual que cuando enumeras los detalles precisos de un recuerdo, me desespero al oírte tan cerca y saber que estás al otro lado del mundo, no dices nada, temo que se haya interrumpido la comunicación, sigues ahí, te pregunto, pero no por mucho tiempo, si tú quieres que vaya, eso es lo que me has contestado, aunque no estoy seguro, las palabras suenan con una ligera reverberación, y tú las dices como si te diera un poco de miedo que al pronunciarlas se volvieran enfáticas, como si consultaras mi opinión sobre un asunto indiferente, he pensado que podría aceptar por unos meses un trabajo que me ofrecieron en Madrid, a mi hijo le vendría bien vivir algún tiempo en España, y yo he vuelto a hartarme de Nueva York y de América, a ti qué te parece. La misma timidez nos paraliza a los dos a seis mil kilómetros de distancia, la incertidumbre cobarde de cada uno sobre los sentimientos del otro al cabo de dos días, te digo imitando involuntariamente el tono neutro de tu voz que yo también había pensado instalarme de manera provisional en Madrid, me acuerdo en oleadas de deseo del olor de tu piel, del brillo de tus ojos y el gusto de tu boca, de tus piernas ceñidas por el pantalón negro y de tus pies descalzos, te pido impúdicamente que vengas, no dentro de un mes ni de ocho días sino mañana mismo, ahora, que suene el timbre de la puerta y yo salga a abrir y te encuentre tan a pesar de todas las imposibilidades como cuando alcé los ojos en la cafetería de mi hotel de Nueva York y te vi en el umbral detenida y buscándome, con ese aire de tranquilidad en la sonrisa, como si nunca hubieras dudado de llegar a tiempo ni de lo que nos iba a suceder.

Cuento las horas y los días , me acomodo esperándote a la morosidad del tiempo, que parece no discurrir y sin embargo se mueve en dirección a tu llegada a la misma velocidad con que progresan desde el mediodía las sombras de los tejados sobre el pavimento de la plaza de San Lorenzo, sin que ningún ojo perciba la lentitud de su ritmo, igual que crece la penumbra en las habitaciones interiores de mi casa mientras mi madre y mi tía rezan el rosario vestidas de luto y no encienden todavía la luz y se escucha el trepidar de los motores de los Land Rovers y las furgonetas que vuelven del campo cargados de aceituna, en los atardeceres de frío estático y neblina violeta, cuando el cielo permanece liso y azul sobre las torres y en las calles ya es casi de noche: a última hora pasan algunos aceituneros que han vuelto de los olivares a pie, algún hombre que lleva de la rienda un mulo cargado de sacos y de haces de varas, pero ya son muy pocos, ya no se oyen sobre el empedrado los pasos de las cuadrillas, las ruedas de madera de los carros ni los cascos de los animales, ni suenan voces de niñas que canten romances saltando a la comba ni letanías de juegos, ay qué miedo me da pasar por aquí, si la momia estará esperándome a mí, no suben del pilar lentos rebaños de vacas ni queda nadie que les cante su conjuro, bao, bao, tírate a lo negro y a lo colorao, a lo blanco no, que está salao. Rompen a doblar las campanas de las iglesias y entre sus sones claros y distantes suenan las campanadas más graves de la hora en el reloj de la plaza del General Orduña, que ahora se llama de Andalucía, aunque la estatua permanece en el mismo lugar, igual que los carrillos de pipas y de cigarros sueltos de los soportales, y el reloj de la torre y la fila de taxis y la comisaría con la bandera en el balcón a donde ya no se asoma el subcomisario Florencio Pérez, que murió, me han dicho, el pasado diciembre, mereciendo en Singladura un artículo necrológico de Lorencito Quesada que ocupaba una página entera, y en el que se explicaba con un retraso de dieciséis años que fue el subcomisario el autor del soneto anónimo grabado al pie de la estatua lastimosa de Carnicerito, tan perdida como la fama de nuestro matador en un mezquino cantero de césped esquilmado entre bloques de pisos y cruces de avenidas, al norte de Mágina. He pasado por allí cuando iba al cementerio a ver la tumba de mi abuela Leonor y me parecía que estaba en otra ciudad, no conocía las calles, buscaba los descampados a donde nos íbamos mis amigos y yo para fumar sin peligro de que nos viera algún pariente y sólo he encontrado urbanizaciones sin aceras, garajes, talleres de coches, incluso whiskerías con nombres invitadores y dotados de genitivo sajón, una fealdad definitiva y monótona de extrarradio, de bar de carretera, una infamia de solares estériles donde no quedan rastros de las hileras de olmos que yo recordaba, de chalets adosados en mitad de un desierto y de muladares industriales y broncos cocherones de ladrillo con tejados de uralita.