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Caía la noche cuando el helicóptero se posó a unos cientos de metros Safran. Las luces de las casas brillaban como luciérnagas y el aire soplaba cargado de frescor.

Ayed Sahadi y Haydar Annasir les esperaban con un jeep para trasladarlos al centro del campamento.

– ¿Qué te pasa, Haydar? Te veo cariacontecido -preguntó el hombre de confianza de Tannenberg.

– Vivir en esta aldea resulta insoportable. Llevo demasiados meses aquí.

– Alguien tiene que llevar las cuentas de esta misión arqueológica y el señor Tannenberg se fía de ti -respondió Ahmed Huseini.

– Tu esposa te espera con el señor Tannenberg; también Picot y su estado mayor. Están nerviosos porque los periodistas que nos mandasteis dijeron que la guerra es inevitable y que, tal como están las cosas, Bush atacará un día de éstos -explicó Haydar Annasir.

– Sí, me temo que tengan razón. Hay manifestaciones en toda Europa, también en Estados Unidos, pero el presidente Bush ha puesto la maquinaria de guerra en funcionamiento y no va a dar marcha atrás.

– Así que nos van a atacar -dijo Ayed Sahadi, que hasta ese momento había permanecido en silencio.

– Sí, eso parece -fue la respuesta lacónica de Ahmed-, pero por ahora debes permanecer aquí. El Coronel me ha dicho que podemos seguir disponiendo de ti.

Ayed Sahadi les informó de que Yasir se instalaría en la casa del alcalde, mientras que Ahmed compartiría la casa de su esposa y Tannenberg.

El encuentro entre Clara y Ahmed fue embarazoso. De repente no sabían cómo tratarse ni qué decirse.

– Tendrás que dormir en mi cuarto, hemos puesto un catre. Lo siento, pero resultaría difícil de explicar que no durmieras aquí; prefiero que por ahora no haya comentarios sobre nosotros.

– Me parece bien. Lo único que siento es importunarte por la falta de espacio.

– Nos tendremos que arreglar con lo que hay. ¿Hasta cuándo te quedarás?

– No lo sé, una vez que hable con tu abuelo debería de marcharme, tengo asuntos pendientes que no pueden esperar. Tu abuelo me dirá qué quiere que haga.

– Desde luego, para eso te paga.

Clara se arrepintió de haber pronunciado esa frase, pero ya no había vuelta atrás, y además quería que supiera que nunca más la podría engañar.

– ¿De qué hablas?

– De que trabajas para mi abuelo, participas de alguno de sus negocios y te paga por ello. ¿O no?

– Sí, así es.

– Bueno, pues a eso es a lo que me refiero.

– Lo has dicho de una manera…

– Lo he dicho a mi manera, no tengo ganas de ser diplomática.

– Hasta ahora hemos evitado el enfrentamiento entre nosotros, no me gustaría que termináramos mal.

– No, no nos vamos a enfrentar porque yo no quiero enfrentarme contigo. Dejemos las cosas así. Mi abuelo quiere veros cuanto antes.

– Dame un minuto para asearme, y voy a verle.

– Tienes que esperar a Yasir, os quiere ver a los dos. Cuando estéis listos, avisad a Fátima.

Clara se dirigió al cuarto de su abuelo. El médico le acababa de poner una inyección. Hacía menos de diez minutos que había terminado de hacerle una transfusión de sangre que parecía haber devuelto el color a las mejillas hundidas de Alfred Tannenberg.

Salam Najeb miró a Clara y le hizo un gesto para que se acercara.

– Espero que con la transfusión y las inyecciones el señor Tannenberg mejore y pueda afrontar el trabajo de estos próximos días. Pero ya se lo he dicho a él, tendremos que hacerle una transfusión cada día, es la única manera de… de… bueno de que él se sienta en forma.

– Muchas gracias -murmuró Clara.

– Me siento mucho mejor -aseguró Alfred Tannenberg.

– Pero es una mejoría muy temporal -insistió el doctor Najeb.

– Ya sé que no me puede dar más años de vida, pero al menos manténgame así hasta que yo le diga.

El tono de voz del anciano no daba lugar a réplica.

– Haré todo lo que esté en mi mano, señor.

– Mi nieta será inmensamente generosa con usted si lo logra.

– Desde luego, abuelo.

Clara se acercó a su abuelo y le besó en la frente. Olía a jabón.

Salam Najeb había cumplido con las instrucciones de su abuelo y de ella misma: le habían exigido que hiciera lo que quisiera, pero que Alfred tenía que aparentar la suficiente salud como para que nadie dudara de su liderazgo. El médico había asentido a sus deseos. Con el dinero que recibiría, no tendría que preocuparse de nada en los próximos años.

– Bien, doctor, ¿cree que mi abuelo puede salir del dormitorio y aguantar un rato de conversación en la sala? -preguntó Clara.

– Sí, pero no alargue demasiado la velada, podría…

Unos golpes secos en la puerta del cuarto, seguidos por la entrada de Fátima, interrumpieron al médico.

– Señor, el señor Yasir y el señor Ahmed le esperan en la sala -anunció Fátima.

– Abuelo, levántate y cógete a mi brazo. ¿Podrás?

– Iré solo, no me agarraré ni siquiera a tu brazo. Esas hienas creerían que me estoy muriendo, y aunque sea verdad no deben saberlo, aún no.

Clara abrió la puerta y salieron del cuarto. Cuando entra-ron en la sala Yasir y Ahmed se pusieron en pie.

– Señor… -alcanzó a decir Ahmed.

– Alfred… -fue todo lo que dijo Yasir.

Alfred Tannenberg les miró de arriba abajo. Sabía que los dos hombres esperaban verle peor de lo que le veían. Les miró con malicia, riéndose abiertamente.

– ¿Creíais que veníais a mi entierro? El aire de Safran me sienta bien, y estar con Clara me da fuerzas para vivir, y no es que me falten las ganas.

Ninguno de los dos hombres respondió, esbozaron una sonrisa aguardando a que Tannenberg se sentara, pero éste se complació en pasear por la sala observándoles de soslayo.

– Abuelo, ¿qué quieres que te traigan?

– Nada, niña, nada, sólo agua, pero nuestros invitados seguro que tienen hambre. Que Fátima traiga algo para comer, tenemos mucho de que hablar.

Los tres hombres se quedaron solos. Alfred Tannenberg les dominaba con su sola presencia. Sabía que Ahmed y Yasir creían que le iban a encontrar en peor estado de salud, y se reía por dentro ante el estupor que los dos hombres no alcanzaban a disimular.

Yasir entregó la nota de su sobrino a Alfred. Éste la leyó y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– De manera que la guerra comenzará el 20 de marzo. Bien, cuanto antes mejor, mis hombres están preparados. ¿Has hecho lo que te pedí? -preguntó a Ahmed.

– Sí. Ha sido un trabajo complicado. Por increíble que parezca, no todo el patrimonio de los museos está catalogado. He tenido que gastar más de lo previsto para que algunas personas de confianza me dieran una relación de las obras más importantes que tenemos en cada museo. Las listas se las entregué a Yasir, tal y como me dijiste.

– Lo sé. Enrique y Frank ya han establecido contacto con sus clientes y hay un buen número de compradores dispuestos a hacerse con los tesoros de este país. George también ha avisado a sus clientes a través de Robert Brown, por lo que el negocio está listo. ¿Qué pasa con el boina verde de Dukais?

Yasir carraspeó antes de responder. Sabía que esa pregunta se la hacía a él.

– Mike Fernández también está listo. Sus hombres están donde dijiste que tenían que estar. No habrá problemas para el transporte de la mercancía; sólo nos queda esperar.

– Ésta es la mayor operación de venta de arte que hemos hecho nunca -afirmó Tannenberg-. En realidad, le vamos a hacer un favor a la humanidad salvando el patrimonio artístico de Irak. Si no lo sacamos de aquí las bombas lo pueden destruir y, además, una vez que estalle la guerra la chusma intentara hacerse con todo lo que hay de valor y no serán capaces de distinguir una tablilla de un cilindro sumerio.

Ni Yasir ni Ahmed respondieron al comentario de Tannenberg. Eran ladrones, sí, pero les parecía innecesario añadir más oprobio a su comportamiento.

– ¿Cuántas piezas calculas que podremos sacar? -preguntó Tannenberg a Ahmed.

– Si todo sale bien, más de diez mil. He hecho una relación exhaustiva de lo que los hombres deben coger en cada museo. Tienen planos detallados de cada uno de ellos, con los lugares donde se encuentran las piezas más importantes. Espero que no causen destrozos…

– ¡Qué sentimental! -rió Tannenberg-. Vamos a robar, a robar a este país, le vamos a dejar sin una pieza que merezca la pena y tú te preocupas de que nuestros hombres lleven a cabo la operación sin que se les caiga una tablilla.

Ahmed apretó los dientes humillado. Sentía la risa de Alfred Tannenberg como una bofetada.

– En cuanto empiecen a bombardear los equipos entrarán en los museos. Tienen que hacerse con las piezas de valor en el menor tiempo posible y salir de inmediato. Llegar a Kuwait no será un problema, esperemos que allí el boina verde sepa hacer su trabajo -insistió Tannenberg.

– ¿Y tú qué harás? ¿Hasta cuándo estarás aquí?

La pregunta de Yasir no le cogió de improviso. En realidad Tannenberg la estaba esperando, conocía su impaciencia.

– Ése no es vuestro problema, pero no te preocupes, Yasir, no moriré por las bombas de nuestros amigos. Cuando las suelten estaré en lugar seguro, aún no he decidido morir.

– ¿Y Clara? -preguntó Ahmed.

– Clara se marchará, aún tengo que decidir si se va con el equipo de Picot o si la envío a El Cairo -fue la respuesta de Tannenberg.

– No queda mucho tiempo, poco más de quince días, si los norteamericanos atacan el 20 -insistió Ahmed.

Ya te diré, si es que fuera necesario, cuándo se irá Clara. Aún tenemos unos días para intentar encontrar la Biblia de Barro .

– ¡Pero ya no hay tiempo! -protestó Ahmed.

– ¿Tú qué sabes? ¡Nadie ha pedido tu opinión, no tienes nada que decir sobre esto! Obedece las órdenes y confórmate con el dinero y con salir vivo.

Tannenberg se sirvió un vaso de agua y bebió pausadamente. Ni Ahmed ni Yasir habían probado la comida que les había servido Fátima. Los dos hombres estaban en tensión y por ello eran incapaces de distraer su atención del anciano.

– Bien, terminemos de repasar la operación. Ahora llamaré a Haydar Annasir para ultimar los detalles financieros. Vamos a ganar mucho dinero, pero también hemos tenido que invertir mucho. Mis hombres siempre saben que tienen por adelantado un depósito garantizado en el banco, para que si sufren algún percance sus familias cobren su parte.

Fátima no permitió que nadie, excepto Haydar Annasir y más tarde Ayed Sahadi, entrara en la sala. Tannenberg le había dado instrucciones precisas: ni siquiera Clara debía de interrumpirles. Tampoco el doctor, salvo cuando él le llamara.