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Cuando llegaron al hospital Greta era ya cadáver y lo único que pudieron hacer los médicos fue certificar su muerte.

Tannenberg no demostró más emoción que furia, una furia que médicos y enfermeras creyeron que era por haber perdido a su esposa, aunque en realidad al capitán de las SS lo que le enfurecía era haber perdido unas horas preciosas en su planificada fuga.

Ahora debía avisar a los padres de Greta y esperar a que llegaran para asistir al entierro, lo que le retrasaría por lo menos un par de días, y Georg había dejado claro que tenían el tiempo en contra. Al menos, pensó, Heinrich y Franz cumplirían el plan previsto. Él tendría que quedarse hasta el entierro de Greta; lo contrario supondría afrentar a su poderoso suegro Fritz Hermann, lo que sería tanto como disgustar a Himmler, y mientras Alemania no cayera definitivamente, esos hombres eran quienes movían los hilos de aquel ya desfallecido Reich.

Regresó a su casa con el cadáver de Greta y ordenó a la criada que amortajara el cuerpo de su mujer. No sentía demasiado su pérdida, aunque había sido una esposa entusiasta y leal que jamás le había defraudado porque se había sometido a todos sus caprichos sin cuestionarlos ni protestar. Habían tardado varios años en concebir un hijo, una hija, había dicho el doctor, y Greta se sentía inmensamente feliz por ello. Le había llegado a gustar la idea de tener descendencia y sentía que le turbaba saber que Greta albergaba un niño en su seno. Lo imaginaba rubio, de piel blanquísima y mirada azul, sonriente y feliz.

El comandante de Mauthausen se mostró solícito cuando se enteró de la muerte de Greta y le preguntó por su retrasada misión fuera de Austria, a lo que Tannenberg no respondió, simplemente le informó de que su suegro, Fritz Hermann, estaba a punto de llegar y debía disponer lo necesario para hacer los honores a uno de los hombres más cercanos a Himmler.

Zieris entendió el mensaje y no insistió, aunque aún le hizo una confidencia.

– En estas últimas horas he recibido una llamada de Berlín. La Cruz Roja está insistiendo a Himmler para que les permita visitar Mauthausen. Hace meses que están intentando entrar en los campos. Tengo amigos que me aseguran que nuestro Reichführer pretende negociar una salida con los aliados. Me temo que todo está perdido… los rusos ya han ocupado parte de Alemania y los aliados están a punto de ocupar Austria, pero supongo que usted ya sabe todo esto, ¿o me equivoco?

Tannenberg no respondió, sino que permaneció en silencio de pie mirando fijamente al comandante del campo.

– Es una pena que se vaya, viene un contingente de las SS a ayudarnos a evacuar el campo, debemos deshacernos de algunos prisioneros. Esto tiene que parecer… bueno, sólo un campo de prisioneros. El castillo de Hartheim va a ser transformado de inmediato en un orfanato. Y debemos borrar cualquier huella de las cámaras de gas, de los hornos crematorios…, en fin, nos espera una ardua tarea, siento que no nos pueda echar una mano porque no tenemos demasiado tiempo para hacer lo que nos han ordenado.

El comandante no logró sacar a Alfred Tannenberg del silencio en que se había instalado. No era difícil darse cuenta que para Alfred Tannenberg nada de lo que le contaba Zieris sería un problema.

Herr Hermann y su esposa lloraron desconsolados la muerte de su hija Greta y de la nieta no nacida. Ahora que se estaba derrumbando el Reich, a Tannenberg le pareció que su otrora influyente suegro era sólo un simple hombre sin ninguna imaginación para intentar salvarse. No le dijo que él se marchaba, sólo que tenía encomendada una misión para lograr que, pasara lo que pasase, las SS sobrevivieran y algún día intentaran devolver su grandeza a Alemania.

Fritz Hermann le escuchaba mientras se enjugaba las lágrimas.

Cuando sus suegros, más aturdidos que otra cosa, se despidieron de él para regresar a Berlín, Tannenberg suspiró aliviado. Por fin podía organizar su propia fuga, porque era evidente que no había tiempo que perder.

Buscó los documentos que le había dado Georg y los guardó en una cartera de piel. Luego, con una pequeña maleta donde guardaba las dos tablillas de Jaran y algo de ropa, más dos bolsas, una con dólares y otra repleta de anillos, relojes, y joyas arrebatadas a los prisioneros que llegaban al campo, se dispuso a dejar Mauthausen para siempre.

Un coche con un chófer le esperaba en la puerta de su casa. Salió sin siquiera despedirse de la criada y tampoco saludó al soldado que le había de trasladar a Suiza.

Cuando llegaron a la frontera sonrió aliviado. En cuanto llegara a Zurich buscaría a sus padres, pero no se quedaría mucho tiempo en Suiza. Una vez establecidos los contactos previstos por Georg, viajaría de inmediato a El Cairo. Pero lo primero era llegar a Zurich y allí adoptar la nueva personalidad que le había proporcionado su amigo.

Sus padres se habían instalado en un hotel discreto cerca del centro de la ciudad, que en aquellos días estaba abarrotada de agentes de todos los lugares del mundo en busca de información, pero sobre todo era una plataforma envidiable para contemplar el fin del III Reich.

Su madre le abrazó aliviada y su padre tampoco ocultó la emoción que sentía al verle, aunque su madre rompió a llorar cuando anunció el fallecimiento de Greta y la pérdida de su hija.

– ¿Cuánto tiempo te quedarás? En Berlín sólo me dijiste que nos veríamos aquí y que te habían encargado una misión delicada -quiso saber su padre.

– No me quedaré más que un par de días, el tiempo necesario para encontrar un avión que me lleve a Lisboa o a Casablanca, y de allí a El Cairo.

– ¿A El Cairo? ¿Por qué tienes que ir a Egipto?

– Padre, no hace falta que te diga que hemos perdido la guerra.

– ¡No digas eso! ¡Alemania aún puede ganar! ¡Hitler no se rendirá jamás!

– Vamos, padre, aceptaste venir a Suiza porque eras consciente de la situación.

– Lo hice porque me convenciste de que era mejor esperar aquí el final de la guerra, pero no la doy aún por perdida.

– Pues hazlo, cuanto antes lo asumas mejor para la familia. Y ya sé que querrás regresar cuando termine, pero yo en tu lugar no lo haría. Los aliados buscarán a todos aquellos que hayan tenido un papel relevante junto a Hitler y les juzgarán como al Führer. Es mejor aceptar la realidad, por eso me voy a El Cairo; iniciaré una nueva vida, lo dejo todo, ya no puedo hacer nada más por Alemania.

La pesadumbre se apoderó de herr Tannenberg, que miraba con incredulidad a su hijo.

– ¿También nos dejas a nosotros? -le preguntó directamente su madre.

– De alguna manera sí, voy a dejaros. Tenemos que separarnos. No os puedo llevar conmigo; si me hicierais caso permaneceríais aquí, en Suiza. Papá, aquí tenemos dinero, dinero suficiente para vivir cómodamente el resto de vuestras vidas. Si regresas a Alemania cuando termine la guerra lo perderás todo.

– ¿Estarás en contacto con nosotros? -le preguntó su madre.

– Sí, procuraré haceros saber cómo estoy y tener noticias vuestras y del resto de la familia. Pero no sé ni cuándo ni cómo podré hacerlo. Paso a la clandestinidad: voy a cambiar de nombre y tengo que asumir una nueva identidad, de manera que no me será fácil ponerme en contacto con vosotros con regularidad; lo haré cuando pueda, cuando no corra riesgos, ni tampoco os lo haga correr a vosotros.

Su madre comenzó a llorar mientras su padre, de pie, paseaba por la estancia, rumiando las palabras de su hijo.

– He hablado con los padres de Georg y los de Heinrich, los de Franz están en Ginebra -le dijo.

– Lo sé, Georg lo preparó todo meticulosamente. Aquí estaréis bien, hay muchos alemanes, muchos amigos que saben como nosotros que el Reich está acabado. Si yo fuera tú, padre, empezaría a pensar en montar algún negocio, algo que te permita arraigarte en Suiza y mantenerte ocupado. Y haría algo más, empezaría a decir en voz alta que estás decepcionado con Hitler, que ha llevado a Alemania a la ruina, que te sientes engañado.

– ¡Pero eso sería una infamia!

– Eso sería aceptar la realidad. Dentro de unos meses Hitler será un apestado, los aliados le juzgarán y le ahorcarán. Buscarán a todos los que han colaborado con él para hacer lo mismo, de manera que estás a tiempo de marcar distancias.

– Pensé que en las SS te habían inculcado el sentido del honor -se quejó su padre.

– En las SS me han enseñado sobre todo a sobrevivir, y eso es lo que voy a hacer.

– ¿Qué harás en El Cairo, hijo? -le preguntó suavemente su madre.

– Casarme en cuanto pueda.

– ¡Dios mío! ¡Pero, hijo, no hace cuatro días que te has quedado viudo!

– Lo sé, madre, lo sé. Pero de nada sirve guardar luto. Tengo que dejar de ser Alfred Tannenberg, tengo que empezar una nueva vida, y para eso necesito que alguien me facilite vivir acorde a mi nueva identidad.

– ¿Dejarás de llamarte Tannenberg? ¿Te avergüenzas de tu apellido? -preguntó rojo de ira su padre.

– No, no me avergüenzo de ser un Tannenberg, pero no quiero que me fusilen por serlo, de manera que hasta que no sepamos qué sucede cuando caiga el Reich, lo mejor es pasar inadvertido, y difícilmente puede pasar inadvertido un oficial de las SS.

– Hijo -insistió su madre-, dinos qué harás en El Cairo, qué necesitas, pídenos lo que sea…

– Necesito dinero, francos suizos, dólares, lo que puedas darme, padre. En cuanto a lo que voy a hacer… bien, hemos llegado a un acuerdo Heinrich, Georg, Franz y yo; en cuanto sea posible pondremos en marcha una empresa de importación y exportación, a ser posible de antigüedades. Pero eso será más adelante, lo primero es llegar a El Cairo, buscar al contacto que me indicó Georg, y fundirme con el paisaje hasta el final de la guerra. No sé a ciencia cierta qué pasos daré, tendré que improvisar, pero ten por seguro que la mejor manera de ser otro es encontrar una familia que me acoja y me proteja, por eso, en cuanto pueda, me casaré.

Aquella noche cenó con sus padres y sus hermanas, así como con los padres de Heinrich y de Georg. Éstos mostraron la misma preocupación que sus padres por la decisión adoptada por sus hijos, aunque en el caso de los padres de Georg les producía cierto alivio saber que su hijo estaba con su tío rumbo a Estados Unidos.

Todos se resistían a convertirse en exiliados y hablaban de regresar en cuanto acabara la guerra; decían estar convencidos de que al final los aliados no juzgarían a los civiles, porque de hacerlo tendrían que sentar en el banquillo a buena parte de Alemania.

– Ya veréis cómo los futuros jefes de Alemania serán algunos de los delincuentes políticos que hoy están prisioneros en los campos, salvo que alguien tenga el acierto de matarles antes -comentaba Alfred.